Aníbal Malvar *

La literatura maldita, por lo general, la practican jovencillos burgueses que se acuestan temprano en casa de papá. Por eso se publica tan poca literatura maldita. De lo maldito a lo malo hay un breve escalón de vida, de barro, de sangre, de olvido y de semen. El viaje a Budapest (Berenice), la primera novela de Daniel Barredo (1981), es literatura maldita. Maldita literatura. Lejanía del sillón. Vagabundería.
El viaje a Budapest es de esas novelas que a nadie se le ocurre enviar a un premio literario, porque con toda seguridad vas a quedar el último. Por guarro. Pero Daniel Barredo, que ha de ser un fulano peculiar, la mandó al Premio Andalucía Joven de Literatura. Y lo ganó. Lo cual dice mucho a favor de tal jurado. Debía de estar formado por ese extraño tipo de escritores y críticos que no anteponen demasiadas dioptrías al paisaje de una página.
Porque El viaje a Budapest es una de las novelas más vitales, irreprimidas, pendencieras, retortijonas, hirientes y barriobajeras que he leído en mi nada ejemplar vida. Pero también es una acrobacia lírica sobre el fango, un cálculo exacto de los límites de la prosa cerda, una obra magnífica de contra-arte, un exabrupto de escritor premeditado, nada diletante, nada vomitón, nada improvisado (Barredo es filólogo).
La novela comienza con un Daniel Barredo (ni siquiera se esconde como personaje: utiliza su propio nombre) necesitado de ser escritor. Como de eso no se cobra, el autor/personaje negocia sus atributos sexuales con damas de la alta burguesía y de no menos elevada edad, lo que no lo convierte en prostituto (o eso cree él), sino en un artista subvencionado por el mecenazgo de su joven falo (si los Médici levantaran la cabeza).
Hasta aquí una novela casi previsible de realismo sucio. De no ser por el estilo. Que no se limita a consignar crudezas hiperrealistas o a guarrear diálogos de presunta naturalidad callejera. No hay demasiados diálogos en El Viaje a Budapest. Daniel Barredo es más hijo bastardo del verborreico
Henry Miller que del telegramático Charles Bukowsky. De hecho, un crítico ha dicho que Daniel Barredo sería como Bukowsky si Bukowsky supiera escribir. Me gustaría haber pensado yo esa frase.
Tras este inicio de realismo sucio prostibulario y casi ensayístico (como si se pudieran escribir sesudos ensayos sobre cómo robar latas de berberechos), Barredo, sabedor de cómo no aburrir, destierra al lector hacia la falsa novela negra durante unas cuantas páginas. Después anida un rato en la picaresca. Y, final y sorprendentemente, El viaje a Budapest termina convirtiéndose en una novela de amor.
Las novelas de amor escritas por hombres, generalmente, describen muñequitas irreales que redimen al semental, al macho alfa, de su devenir autocomplacientemente descarriado.
Aquí no.
Aquí la muñequita no es tal. O, si es muñequita, está rota. Y tiene carne y hueso. Y, a veces, hasta menstrúa. Esta novela de amor está escrita sobre sábanas manchadas. Y nunca se bailan valses ni se dice “te quiero”.
Creo que a las mujeres, que son las únicas que leen en nuestro país, esta novela les va a gustar si tienen la paciencia de soportar las primeras cien páginas de impertinencia machista, la pura verdad de cómo hablamos los tíos: lo políticamente correcto no hace arte. Después se desvela el hombre no alfa, el animalito débil que las oye y las mira, que necesita oírlas y mirarlas constantemente para que no se alejen nunca, para que no nos prostituya su ausencia. Y todo esto, sin alejarse del fangal. El viaje a Budapest es una novela de amor de vertedero.
Es imposible escribir El viaje a Budapest sin haber vivido. “Cuando vivir es una aventura solo te importa el aire”, casi termina el libro (asesinando una coma). Una filosofía tan simple que es casi inhumana. Que es animal. Que es irracional. Que es silvestre. Que vuela soltando pluma.
Yo no le hubiera dado ningún premio. Se lo va a gastar en vida.