El fruto de la amistad

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Justino de Neve y Yébenes, por Bartolomé Esteban Murillo / Wikipedia

Entre la ilustre soldadesca napoleónica que quiso modernizar España por la fuerza, en 1808, se encontraba el mariscal Soult, ladrón de Murillos y admirador del pintor sevillano, muchas de cuyas obras se conocían en Europa desde el siglo XVIII gracias a los curiosos impertinentes ingleses.  El caso es que el tipo iba mandando a París los lienzos que le conmovían, según avanzaba en su invasión del suelo patrio. Algunas de esas obras fueron recuperadas andado el tiempo, pero las demás vagan por esos mundos de Dios, como le pasa a La adoración de los reyes, que cuelga de las paredes del museo de Arte de Toledo, Ohio, espléndido museo, por cierto, en arte español.

Inciso: tienen una sala dedicada a Velázquez, en una de cuyas paredes lucía en grandes letras doradas el nombre mal escrito del pintor: “Velásquez”, tal como se reproduce tontamente en muchos libros de arte, y se empeña en corregirme este terco aparato en el que escribo. A un comentario mío, cuando visité el museo, hace la tira, se me comunicó días después, que la errata había sido corregida. Comento esto, aparte de por afán de protagonismo  -y porque Velázquez es otro sevillano de cuidado-, por mostrar cómo son de eficaces en Toledo, Ohio. Un homenaje.

Las pinturas recuperadas de las paredes del Louvre son las que el canónigo y mecenas Justino de Neve encargó a su amigo Murillo para la iglesia de Santa María la Blanca, que desde el acuerdo con el gobierno español en 1941, lucen en el Museo del Prado –donde están a punto de terminar su restauración- y la Inmaculada de la iglesia de Los Venerables de Sevilla, el hospital que Neve mandó construir para cobijar a los clérigos pobres, también recuperada hace tantos años.

La Inmaculada de Soult –que bien se podría llamar “de los Venerables” para acallar el nombre del ladrón- se podrá ver en su sitio original, donde quizás debiera permanecer para siempre o, al menos, hasta que algún ilustre europeo nos quiera modernizar otra vez a base de palos. Puede que los alemanes, que van diciendo por ahí que son mejores que nosotros, pero dejemos esta monserga.

La cosa es que el día 26 de este mes El Prado inaugura una exposición –está que no para la pinacoteca- sobre los cuadros que Murillo pintó en las décadas de los 60 y 70 del siglo XVII hasta su muerte, en 1682. Pintura madura y transparente que rubricó su gran fama como pintor de moda, que en aquel entonces, a pesar de ser coetáneo de Velázquez –y dale con la ese-, no tenía rival. Otra cosa es que ahora su genial paisano haga sombra sobre el aprecio de la obra de Murillo, creo yo. La mala fortuna de coincidir con un genio que, además, en este caso, le precede en años.

El pretexto que se ha buscado el comisario Finaldi es el de la amistad del pintor con el canónigo Neve, coleccionista notable, que protegió a Murillo y le encargó montones de cuadros, muy apreciados por los amigos de lo ajeno, como ya se ha contado. El único de los expuestos que permanece en Sevilla es El bautismo de Cristo.

Buen pretexto el de la amistad, para reunir los cuadros dispersos, aunque sólo sea por un tiempo. Después de Madrid, la expo viaja a Sevilla, en octubre, y luego a Londres, en la primavera de 2013, donde ya preparan las salas de la Dulwich Picture Gallery a modo de iglesia barroca donde la pintura de Murillo se encuentre en su salsa.

Si para Cicerón, la amistad es el sol de la vida, y antes Aristóteles piensa que los hombres justos son los más capaces de amistad –a lo mejor se puede incluir a las mujeres-, en el caso de los amigos Murillo-Neve esa bendición, ligada por el amor y el respeto, dio como fruto para los que hemos venido después, la fortuna de contemplar los cuadros que tal amistad produjo. A lo mejor porque, “buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”, Platón dixit. Qué buen verano de exposiciones.

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