Garganta profunda

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Alejandra Díaz Ortiz *

Imagen: Flickr de Cia de Foto.

− Hola, mi nombre es Rosario, vivo sola y ronco como una posesa.

Se lo dije así, de corridito. El hombre me miró incrédulo. Pasmado, sin decir nada, esbozó una sonrisa y se quedó, al pie de la mesa, sin acertar a retirar la mano con la que me invitaba a bailar. De haberse tratado de una película, aquella hubiese resultado una de las más patéticas −y célebres− escenas de la cinematografía mundial.

− No, no se ría usted. ¿Qué lo de roncar es cosa de hombres? ¡Mentira! Un mito tan falso como el de asegurar que es la mujer la seducida. Los ronquidos, en mi caso, son una maldición. La peor. Verá, le cuento.

Yo nunca ronqué. Más bien al contrario. Mi madre, y hasta mi propio marido −que en paz descanse−,  decían que yo dormía como los mismísimos ángeles: con gesto dulce y respiración apenas perceptible. De hecho, más de una vez me llegaron a zarandear, alarmados porque les parecía que había dejado de respirar. En cuanto me sentían remolonear, suspiraban aliviados y me dejaban seguir con mi sueño.

En cambio, mi Juan era una máquina infernal de emitir ruidos. Tanto que, al poco de casados, tuve que rogarle, suplicarle, que me dejara dormir en otra habitación. Le prometí que yo cumpliría con todos los deberes y usos del matrimonio pero, para eso, necesitaba dormir. Tras varios meses de negociación, viendo que las ojeras me comían los ojos y que el mal humor se instalaba en nuestras conversaciones, aceptó, aunque nada convencido. Le molestaba mucho, pues lo de roncar no estaba en su voluntad, pero lo de dormir conmigo, sí.

En la primera noche que salí corriendo a mi nueva cama, con gran disgusto para él, me dijo: «De esto te acordarás y te arrepentirás algún día. Ya lo verás.»

Cuando nos casamos, yo era muy joven. Juan me llevaba veinte años, pero me quiso mucho. De eso no tengo ninguna queja. No hubo capricho que no me cumpliera ni chiquillo que no apadrinara. Y es que no se nos concedió la gracia de ser padres. Pero, se lo juro, mi vida con él fue muy feliz. Hasta aquel desgraciado accidente que me convirtió en una inesperada viuda.

A su funeral acudieron todos nuestros ahijados, incluso el hijo recién nacido de Romero, al que alcanzamos a bautizar el domingo anterior a la muerte de mi marido. La iglesia se llenó de compadres y comadres que en ningún momento me dejaron sola. Ni ese día ni los que siguieron, semana a semana. Mes tras mes. Y, al segundo año, sin apenas darnos cuenta, el compadre Romero terminó consolándome de más. Al principio fue una hora. Luego dos, tres, cuatro… Hasta que quisimos despertar juntos por la mañana. Ajenos a los rumores en el pueblo: «Qué si la viuda alegre»… «Qué si el compadre se arrima mucho por su casa», un día, mi amante se quedó a dormir.

Pues sucedió esa misma noche. Mientras la cabeza de Romero descansaba sobre mis pechos y mi mano acariciaba la desnudez de su espalda, se me apareció mi Juan. ¡Qué sí, se lo juro! Tan vivito como está usted ahí. Me miró con tristeza. Casi podría decir que muerto de celos. ¡Ay, qué cosas digo! El caso es que meneó la cabeza con enojo, como reprochándome que no le guardara la ausencia. Yo me sentí muy avergonzada, pero él se me acercó hasta rozar mis labios.

Todo mi cuerpo comenzó a rilar de emoción. Me invadió un súbito deseo de besarlo, de abrazarlo, de arrancarle la ropa. No puedo negarlo, la situación de los tres en la cama me provocó una excitación jamás sentida. Cerré los ojos, apreté mi mano sobre la cintura de Romero, abrí la boca…

Una inesperada exhalación me llegó desde la boca de Juan. Su resuello fue tan intenso que sentí como me penetraba hasta lo más profundo de la garganta. Me sobrevino un violento ataque de tos que casi me mata. Romero se despertó sobresaltado. Cuando recobré el aliento, mi difunto había desaparecido, dejándome su maldición bien hundida en el gañote.

Desde entonces, no he podido pasar una noche acompañada. Ni siquiera de los vecinos, que se han mudado tres calles más arriba. Aseguran que mis ronquidos, además de no dejar dormir ni a dios, serían capaces de acallar a una jauría de leones en celo.

− Así pues, caballero, queda usted advertido. Puede meterse en mi cama, pero nunca quedarse a dormir…

(*) Alejandra Díaz Ortiz es escritora. Ha publicado Cuentos chinos (2009) y Pizca de sal (2012), ambas en Trama editorial.
6 Comments
  1. Carla says

    Sí que es una maldición echada con muy mala idea. No hay nada como un sueñecito para rematar una buena sesión de sexo.

    Carla
    http://www.lasbolaschinas.com

  2. Yomero says

    Genial Es fantastico

  3. osiriscantu says

    maldición, sólo para el nuevo amante, para ella quizás un momento erótico extraordinario de un trio con final un poco asfixiante.

  4. Alberto Granados says

    Una maldición muy llevadera. Además, l protagonista sabe organizarse la vida y salir a por la presa del día, como una leona en celo. Muy bien.

    AG

  5. Gonzalo says

    genial¡¡¡¡

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