Anna Grau
– ¿Dónde vas?
– Necesito ir al baño. Y pensaba bajar a la cocina a por un vaso de agua.
– No bajes ahora. Todavía no...
La voz de Leo es ligera y divertida pero el resto no. Todo su cuerpo deviene graníticamente aplastante de repente. Aura se deja inmovilizar curiosa.
– ¿Y por qué no puedo bajar ahora, dime?
– Espera…
Él tira de sus cuatro manos enlazadas, iza los brazos de ella hacia arriba, hacia la cabecera o hacia el cielo de la cama, como lo llamaba su madre cuando se sentaba allí por las noches a rezar con él de niño. Sólo que ahora Leo se encuentra a años luz de ser un niño. Desbocándose sobre el cuello y el estupefacto pecho desnudo de la mujer la tensa como un arquero su arco, disparándola con rara precisión. Siempre sin soltarle las manos ni dejarla moverse ni mucho menos ir, tampoco al baño. Aura se debate entre dejarse hacer encantada y protestar por lo que sobre el papel podría ser calificado de infantilismo sexual, incluso de machismo.
Acaba dejándose hacer porque es muy tarde y porque ella está deliciosamente hecha polvo y porque además le da una pereza enorme ponerse a desconfiar de Leo a estas alturas. Al fin y al cabo no es un ligue del trabajo ni un tipo que le haya salido al paso a mar abierto en un bar, o en las estancadas aguas de Internet. Leo y Aura se conocen desde hace veinte años. Desde que iban juntos al instituto y él era el chico con la sonrisa más infalible del universo o por lo menos el que parecía encaminado a llevar una vida más interesante y más romántica. Leo iba en moto con el largo e indómito pelo rubio al viento, dibujaba y era poeta y anarquista, tocaba la guitarra, se sabía de memoria todas las de Bob Dylan y estaba estudiando inglés para marcharse a vivir lejos y no volver nunca, a no ser convertido en estrella de rock, director de cine, astronauta, algo así.
Por eso de esos veinte años que hace que Leo y Aura se conocen, dieciséis años los han pasado sin verse y sin saber nada el uno del otro, porque él estaba básicamente dando tumbos por el mundo. ¿Y ella? Pues más o menos se centró. Se casó. Se divorció. Tuvo éxito en su trabajo. Devino una inteligente mujer independiente y una guapa chica dura. ¿Cínica? Tampoco, por fortuna no ha hecho falta… Aura lleva sus desengaños a cuestas pero no tantos que no se pueda permitir aún pequeñas audacias de la ilusión. Fogonazos de inconsciencia (siempre controlada) que iluminan puntual y excepcionalmente la vida, como un árbol de Navidad.
Por ejemplo tiene su punto haberse reencontrado por casualidad con Leo, así por las buenas después de tanto tiempo, y acabar con él en la cama con esta apabullante naturalidad. En plan decíamos ayer… Ahora que él se ha quedado dormido, fuertemente agarrado a ella pero al fin desmadejado e inerme –es como tener un bebé gigante en brazos– Aura mira alrededor con ojos cada vez más hechos a la oscuridad y a este inesperado retorno triunfal a la intacta habitación de su gran amor del instituto. Pero, ¿está todo intacto de verdad? ¿No era más grande entonces la cama, el póster de Jim Morrison, las estanterías de libros, las cajas de zapatos atestadas de poemas, futuros guiones cinematográficos, manifiestos sobre casi todo? A Aura la envuelve una oleada de intensa ternura retroactiva hacia el chico que hace dieciséis años tanto le gustaba, y hacia ella misma por haberle gustado tanto, sin plantearse nada más. ¿Nada más como qué?
En un momento dado Aura se las arregla para quitarse de encima a Leo sin despertarle y bajar con los zapatos en la mano al piso inferior. Se pone los zapatos, entra en la cocina. Y allí se encuentra, tecleando en un iPad y bebiendo de una lata de cerveza, nada menos que a Pablo. Es el hermano de Leo. También hace veinte años que se conocen, y tampoco parece sorprenderse demasiado al verla.
– ¿Vienes de arriba? –le pregunta sin cortarse.
Y cortándose aún menos añade:
– Joder, qué derroche.
Curiosamente basta con eso para que todo se derrumbe. Para destruir todo el encanto vintage de la situación. Pablo, el elemento cabal y triunfador de la familia, el hermano hormiga hacendosa de la brillante y querida cigarra, no necesita entrar en detalles. Le basta estar allí sentado dándole al iPad y a la cerveza y mirando irónicamente (por decir algo) a Aura para que la realidad empiece a formar sucias goteras y no haya más remedio que empezar a plantearse evidencias infames. Por ejemplo: en qué momento se deja de ser un soñador para devenir un fracasado. Un inútil que no aguanta media hostia de la crisis y por eso se tiene que volver a casa de sus padres con casi cuarenta años. A follar en su habitación de soltero (aunque Leo nunca se casó, que Aura sepa) con su antigua novia del instituto que es la única a la que no se le va a ocurrir preguntar por qué no dispone de una cama de adulto y de una vida de verdad.
– Joder, qué derroche –insiste Pablo, mirándola de arriba abajo y del derecho y del revés, aunque poniendo especial énfasis en el hombro desnudo y el arranque del pezón que está a punto de quedar al descubierto, según se le escurre el tirante de la camiseta. Para corregir el gesto sin que se note Aura levanta exageradamente el brazo al abrir la nevera y sacar otra cerveza para ella. Pablo le hace sitio en la mesa y ella se sienta. Atentamente le escucha tener razón:
– …Esto no puede ser. Estoy cansado, muy cansado de pagar los platos rotos. De reírle las gracias y de financiarle la eterna juerga. Ya sé que es mi hermano, pero todo tiene un límite… Leo tiene que ponerse las pilas pero ya. Tiene que aprender lo que vale un peine. Ya vale, ¿no?...
– Sí, sin duda Leo tiene que madurar.
Aura ha dicho esto sin entonación pero intercalando un sabio suspiro que reconforta visiblemente a Pablo. Como quien no quiere la cosa roza con su mano el cansado brazo de la mujer extendido sobre la mesa.
– No se puede pretender vivir siempre como un puto crío pagando los demás, ¿verdad que no?
– De ninguna manera –asiente ella, levantándose de la mesa. Y constatando:
– Es tarde, y yo mañana trabajo.
– Te llevo a casa –salta él, poniéndose en pie de un salto y haciendo tintinear las llaves del BMW.
Aura deposita su lata de cerveza vacía en el contenedor de reciclaje con sumo cuidado. Se limpia los labios con una servilleta de papel y también la arroja al contenedor correspondiente. Se sube el tirante de la camiseta. Se cubre el pezón suelto. Se encamina hacia la puerta de la cocina. De repente se agacha y vuelve a quitarse los zapatos.
– ¿Pero qué haces? –se asombra Pablo- ¿No vamos a tu casa?
– No. Creo que me queda algo que derrochar todavía.
Se vuelve al piso de arriba sin mirar atrás y sin dedicar ni un mal pensamiento a los últimos dieciséis años de su vida ni a la de la de nadie más. Y que sea lo que Dios quiera.
A great story!