Corta distancia

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Paula Izquierdo *

Imagen: Flickr de ssoosay (Surian Soosay).

Más de una vez, cuando he contemplado una ciudad desconocida a vista de pájaro, unos minutos antes del aterrizaje, en el instante en que se te amontona la civilización en los ojos,  he pensado en el número de robos, extorsiones, asesinatos y demás parafernalia criminal que se estaría cometiendo en aquel momento justo en que mi mirada caía sobre la ciudad.

No sé por qué menciono este sentimiento siniestro ahora, ya que nada  o poco tiene que ver con la narración de mi peor verano. Aquel verano yo estaba en Madrid, la ciudad en la que he vivido mi ya mediada existencia. Aquel verano no se cometió ningún delito espeluznante, al menos que fuera lo suficientemente terrible como para ocupar espacio en los periódicos. Aquel verano no viajé en avión tampoco. Aunque es cierto que todo empezó como consecuencia de un viaje.

Ese año había publicado mi cuarta novela y durante los meses siguientes visité distintos lugares para presentarla, pero hubo uno, un pequeño pueblo a doscientos trece kilómetros de Madrid, donde la presentación no se llevó a efecto por falta de público. El responsable de la librería, haciéndose cargo de la situación y después de los diez minutos de rigor, al ver que las seis personas que habían acudido a la cita serían las únicas, teniendo en cuenta que se jugaba una final de fútbol,  decidió suspender la presentación y sustituirla por una charla amigable en un bar. Acompañados por algunos de los audaces parroquianos que habían tenido la deferencia de interesarse por mi novela fuimos a matar la sed. Uno de los acompañantes resultó ser un borrachín que después de tomarse unos cuantos vinos optó por abandonarnos, ya que la conversación literaria no le saciaba. Quedamos, entonces, dos amigos del librero, el librero, yo, y un chico joven, alto y tímido, que apenas había emitido algún que otro suspiro. Supe que era médico y que ese año debía decidir en qué especializarse. Las opciones eran la psiquiatría o la medicina forense. Yo, con mi obsesión cerebral, le dije que la psiquiatría era mucho más interesante; conocer qué se le pasa por la cabeza a las personas, cómo funciona la mente –sobre todo de aquellos que han perdido la razón-, era algo que siempre me había atraído, resultaba sumamente excitante. La otra opción, aunque reconozco el mérito de los que la practican, me parecía poco idónea para un joven pálido y delicado como él; demasiada sensibilidad para destripar cadáveres, pensé. Después de esta breve conversación científica y habiendo expuesto mi punto de vista, por supuesto omitiendo el estremecimiento que me produce el oficio de forense, sino más bien ensalzando el de psiquiatra, firmé la novela a los presentes con intención de volver al hotel. Antes de que terminara de despedirme, el joven sacó de su bolsillo un librito que enseguida reconocí; en él se había publicado uno de mis cuentos y quería que también se lo dedicase. Nunca antes había conocido a alguien que hubiera leído toda mi obra, tal y como me dijo. Este detalle me reconcilió con mi trabajo de escritora. De hecho, en un gesto de agradecimiento le di mi tarjeta por si alguna vez iba a Madrid.

Pocas semanas después recibí una llamada: era él. Estaba en Madrid, y se encontraba a tres manzanas de casa. Esa tarde tomamos una cerveza bajo la sombrilla de una terraza. El verano había llegado y Madrid era un hormiguero rechinante de calor. Las excursiones del joven médico a la capital se sucedieron cada vez con mayor frecuencia, alegando distintos motivos: la búsqueda de un hospital donde hacer las prácticas, la visita de un amigo, el encargo de otro. Aquel verano, sus llamadas extemporáneas me eximían, a ratos, de la escritura enfebrecida de la siguiente novela. Obra que me estaba costando un inmenso esfuerzo terminar. Estas incursiones intempestivas al exterior para tomar una cerveza bien fría resultaron ser una compensación a tanto desvelo estéril para dar con el final brillante e inesperado que me proponía, pero que no conseguía arrancar de las profundidades de mi inextricable imaginación. Huir del cuarto oscuro suponía un alivio sobre todo cuando llegó el mes de agosto y la ciudad se cerró por vacaciones y los seres conocidos que la pueblan vivían en mi recuerdo. Este cuarto oscuro no era sólo el lugar metafórico donde se cuecen las palabras, sino también una apreciación literal del cubículo en el que escribía, ya que dado el calor soporífero, sólo en la penumbra podía mantener el grado de humedad necesario para tan ardua tarea.

Nuestra relación en este tiempo no había evolucionado en ningún aspecto destacable; se mantenía en los mismos términos en que había comenzado. Él era un joven educado, casi excesivamente correcto, con un hablar pausado, aunque a veces le había detectado una cierta tartamudez y unos modales más bien dieciochescos. Las conversaciones giraban siempre en torno a nuestras preocupaciones profesionales. En ninguna ocasión dio pie, yo tampoco, a que tratáramos algún aspecto más personal de nuestras desconocidas existencias. Parecía no importarle otra cosa que mi literatura, intenté hablar de algún escritor, comentar una buena novela, pero él siempre se remitía a mi narrativa, a mis argumentos o a los personajes que aparecían en mis textos. A veces en la charla intercalaba frases que me resultaban sumamente familiares. Hasta tal punto que decidí apuntarlas y pude constatar mi sospecha: eran frases entresacadas de mis libros. Yo, por mi parte, me interesaba por sus estudios. Supe que todavía algunas desviaciones o perturbaciones mentales seguían siendo un misterio. También me instruyó sobre las disecciones de cadáveres. Supe que se practica una incisión desde el mentón hasta el pubis, o también se puede hacer en y griega, desde los omóplatos hasta el ombligo, y que las vísceras se pesan en una báscula, y a esta información añadió: «como en la carnicería». Hablaba de ello con la máxima naturalidad, tanta que no sé qué me producía mayor ahogo: la descripción de la autopsia en sí misma, o la frialdad con que él se extendía en los detalles. Hubo un día en que por primera vez rehusé salir con él; estaba cansada de tanta naturaleza muerta y me preocupaba su obsesión —cada vez las frases extraídas de mis novelas abundaban más en su discurso—, además, yo quería acabar la novela y consideraba que ya había respondido con creces a lo que en un principio entendí como una vana admiración.

Aquel verano, parece que empezó hace un tiempo inmemorial, es éste. Minutos después de rechazar su invitación he percibido el sonido del ascensor elevándose en el silencio de esta tarde de agosto, y he oído cómo alguien abría sigilosamente la puerta del mismo en mi piso. Me he acercado de puntillas para espiar por la mirilla. Contemplo su cara deformada, la nariz inmensa sacada del contexto de su rostro. La frente ancha y convexa, su piel blanquecina. No llama al timbre, simplemente, mira de frente al ojo que le observa. Vuelvo muda al escritorio, tengo que escribir el final.  Sé que sigue ahí detrás de la puerta. No oigo su respiración jadeante repitiendo mis frases, pero sí la siento detrás de la nuca, a corta distancia.

(*) Paula Izquierdo. Escritora y profesora de la Escuela Contemporánea de Humanidades. Su última obra publicada es la novela El nombre no importa (Alianza, 2010). Es colaboradora habitual de ABCD y de la revista Texturas.

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