Soy una mesa

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Soledad Puértolas *

Imagen: Flickr de arimoore.

Me he quedado de nuevo sola en la habitación, aunque esta vez tengo un papel y un lápiz delante de mí, me han dado una tarea. Dibuja una mesa, me han dicho. He cogido el lápiz entre los dedos y he trazado uno de los lados de una imaginaria mesa rectangular, pero de repente me he detenido. Ha venido a mi cabeza un recuerdo remoto. No es la primera vez que me han dicho estas palabras, estas mismas palabras. Dibuja una mesa.

¿Cuándo fue?, ¿dónde? Cierro los ojos y trato de concentrarme. Alcanzar ese punto de la memoria me parece muy importante, las cosas serían de otro modo si yo consiguiera recordar quién me dio aquella orden. Me concentro. Al cabo de cierto tiempo, aparece una imagen. El colegio. Una mujer mayor cuya cara está enmarcada en una especie de viruta blanca –¡una toca de monja!– me mira inexpresiva, implacable. Soy muy pequeña, minúscula. Sólo pido que esa mujer apergaminada se vaya y me deje a solas con mi deber. Ya me las arreglaré. Lo deseo tanto que el milagro se produce y la monja se va. Qué alivio. Una mesa es algo muy fácil de dibujar, me digo, y trazo un rectángulo. ¿Dónde están las patas? Debajo, naturalmente. No se pueden ver. El papel blanco en el que he dibujado el rectángulo está apoyado, precisamente en una mesa, la mesa sobre la que yo me inclino y dibujo, y las patas están debajo y no se pueden ver. Pero si no dibujo las patas, la mujer amarilla me reñirá, de manera que trazo unas líneas, dos hacia arriba, y dos hacia abajo.

Al cabo de un rato –yo me he quedado medio dormida– vuelve la monja y mira el dibujo. Creo que no le desagrada del todo. Pero de repente dice: Podría ser cualquier cosa. Pon aquí, en el centro: Soy una mesa.

La obedezco. Escribo dentro del rectángulo: Soy una mesa.

La monja mueve la cabeza de arriba abajo en señal de aprobación, casi de satisfacción. El fantasma de una sonrisa se mueve por su cara. Se lleva mi dibujo para enseñárselo no sé a quién.

No sé si aquello fue una prueba o un pasatiempo, pero sí sé que lo de ahora es una prueba. Podría dibujar la misma mesa que dibujé hace años. El rectángulo, las patas, las letras. Pero ahora ya no quiero ser admitida en ninguna parte. Por lo demás, dibuje la mesa que dibuje, harán conmigo lo que les de la gana.

Pienso en mesas. La mesa del comedor de la casa de mis padres, la de la casa de mis abuelos, la mesa de mi casa, cubierta de libros, de papeles... Lo aparto todo y llevo la comida allí. Había muy pocos muebles en mi casa. La cama, la mesa, un sofá viejo, unas sillas de tijera. Sobre la mesa se dejaba todo, la compra, el periódico, el bolso, todo se acumulaba allí. Había tantas cosas en aquella mesa que a veces se perdía algo. Una vez puse una planta sobre la mesa y la humedad dejó un cerco oscuro, ribeteado de blanco, en la madera.

Mis dedos han vuelto a coger el lápiz, trazan tres líneas más. Tengo el rectángulo de la mesa bajo los ojos y lo voy llenando de cosas, de libros, de papeles, una planta, el periódico, el bolso, un plato, una servilleta, cubiertos, un vaso, una taza. Hay todo un mundo en mi mesa, un mundo indescifrable para quien no lo haya conocido. Vendrá la mujer vestida de blanco –una enfermera, de sobra lo sé–, mirará el dibujo y no entenderá nada. Soy una mesa, escribo en letra diminuta en un pequeño hueco, es difícil que den con la frase. Me siento íntimamente satisfecha, asombrosamente feliz.

Viene la enfermera. Coge el dibujo, lo escudriña. Es como si estuviera buscando algo, como si supiera que allí dentro hay una clave, las palabras diminutas que acabo de escribir.

– ¿Qué es? -pregunta al fin.

– Una mesa.

– Ya. El rectángulo es el tablero, eso sí. Pero dónde están las patas?

– Las patas no se pueden ver. Están debajo. Estamos mirando la mesa desde arriba, desde el techo.

– Ya.

– Las patas de las mesas casi nunca se ven. Nadie ve las patas. No sé por qué tengo que dibujarlas. Nunca me fijo en ellas, no me importan nada las patas.

La enfermera frunce el ceño.

– Sin patas, no hay mesa. Las patas son lo que sostiene el tablero. No se puede dibujar una mesa sin patas. Es de sentido común.

Se va.

Ya sé que las mesas tienen patas. Todo tiene patas, o garras o ventosas o raíces. Lo que no tiene patas, vuela. Pero no quiero hablar de esto. No quiero hablar de nada que les interese. Sería como darles la razón.

Pienso en el dibujo de la mesa que la enfermera se ha llevado entre las manos, esa mesa llena de cosas. Platos con comida, vasos, jarrones con flores, libros, cuadernos, cosas, miles de cosas. Todo lo que he tenido en mi vida, lo que puedo seguir teniendo, ¿quién me lo impide? La estarán mirando ahora –¿quiénes?–, de un lado y de otro, analizarán cada objeto, cada detalle. Me pregunto si encontrarán, al fin, las palabras diminutas que he escrito en el lugar que me ha parecido el más escondido de todos, hacia abajo, hacia la izquierda. He hecho pruebas y creo que la mirada es por donde menos va. Soy una mesa, escribí, por segunda vez en mi vida, sin creérmelo mucho, mintiendo.

(*) Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) es escritora y académica de la RAE. Premio Planeta (1989) por Queda la noche y Premio Anagrama de ensayo (1993) por La vida oculta. Su última obra publicada es la novela Mi amor en vano (Anagrama, 2012).
3 Comments
  1. Y más says

    Lujo de bloguera.

  2. Ramón says

    ¡Qué nivel! Ojalá todos lo contenidos de este periódico estuvieran a su altura.

  3. Mohandx says

    Hey!We’ve been out of the loop a little bit is Mesa lekaing in her sleep? I’m dealing with incontinence with Emma right now too. She’s been on Proin for a few months but her lekaing came back so now I’m saving up for thyroid testing. I feel bad because I can’t let her on the bed anymore and I know she feels left out. Just a few more weeks and I’ll be able to do the tests!I hope you can get Mesa’s lekaing under control without meds!

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