Pan duro

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Daniel D. Carpintero *

A Eunice Mier

Imagen: Flickr de reflets de vert.

En la consulta del hospital sostenía una barra de pan con una expresión de felicidad narcótica. Lo habían encontrado con el pan debajo del brazo vagando por un polígono industrial. Lo habían parado y le habían preguntado su nombre y él no había sabido cómo responder a eso. Habían visto su rostro de irreal bienestar, de alucinada placidez. Era un hombre de unos treinta y cinco años. Era alto y flaco y prematuramente calvo. Caminaba a grandes zancadas dubitativas, con el aire inconcluso y desgarbado de un adolescente, dirigiendo sonrisas extraviadas a las enfermeras y sin separarse del pan. Había perdido la memoria, dijo el doctor. Lo había olvidado todo. Comprar el pan fue probablemente lo último que hizo antes de ponerse a deambular por las calles. Él atendió a las explicaciones del médico con una sonrisa de entretenida ausencia; como si estuviese asistiendo a algún espectáculo para niños.

Las enfermeras lo condujeron a la habitación y le desnudaron y metieron su ropa y la barra de pan en una bolsa de plástico. Él vio cómo una de ellas guardaba la bolsa en el cajón de la mesilla de noche. Le pusieron una de esas batas de enfermo que dejan los glúteos al aire y pasó el resto del día sentado en silencio sobre el borde de la cama observando el tubo de goma que salía de la botella de suero y mirándose los pies. Era puro, advirtieron las enfermeras. Se entretenía viendo a una mosca volar alrededor de la bombilla del techo o contemplando el vagabundeo de enfermos renqueantes por el pasillo. Era tierno pese a su calvicie prematura y a los pelos ondulados que le salían de la nariz y a sus más de tres décadas de vida. Era dulce pese a sus testículos arrugados y colgantes y a las uñas amarillentas de sus pies. Contemplaba con una especie de agradecida inocencia todo cuanto sucedía en el cuarto; como si asistiera a alguna clase de función infantil.

Al día siguiente se presentó allí su esposa.

***

Era una mujer pequeña y flaca con las costillas marcadas en el escote. Era el tipo de mujer que deja manchas de pintalabios en los filtros de los cigarrillos y que lleva uñas de mentira. Parecía una adolescente a la que hubiesen introducido demasiado pronto en ciertos hábitos sombríos. Se tenía la certeza de que andaba cerca de los treinta años aunque quedaba la duda de si había cumplido ya los dieciocho. Al lado de la enfermera se la veía insignificante y demasiado maquillada; aunque maquillada como si hubiera esperado a que su madre se marchase de casa para hacer una excursión al tocador. Dijo:

—Llevo tres días trabajando como una esclava. —Tenía un bolso gigante de imitación a cuero con adornos brillantes. Una mujer tan pequeña con aquel bolso enorme y chillón era un ser en perpetua mudanza; cada vez que llegaba a algún lugar parecía que tuviese la intención de instalarse allí—. Se ha estropeado el frigorífico —dijo— y Juanito ha metido una zapatilla en el desagüe de la terraza y está todo inundado. Los vecinos dicen que les cae agua en el salón y yo les digo a los vecinos que se beban el agua o que se den una ducha, y mientras tanto él está ahí tumbado.

Se sentó en la butaca y puso el bolso sobre sus rodillas y empezó a rebuscar en el interior. Cualquier observador neutral sospecharía que dentro había cierta heterogeneidad de objetos innecesarios. Los pies le colgaban un palmo por encima del suelo aunque llevase tacones. Allí sentada parecía una muchacha empujada antes de tiempo al mundo oscuro de los adultos.

—He tenido que dejar a Juanito y a Óscar con esa vieja que siempre chupa el pañuelo antes de limpiarles la cara. —Sacó del bolso unas gafas de sol enormes y se las puso a modo de diadema—. Les he dejado allí y he encendido la lavadora con un montón de ropa y Juanito tiene que aprender a multiplicar para mañana. Yo no me acuerdo de multiplicar. Así que —dijo dirigiéndose a la enfermera— éste tiene que levantarse y venir a casa.

Él la observaba con una expresión de plácido entretenimiento; como si estuviese viendo un espectáculo de pingüinos futbolistas. La enfermera pidió a la pequeña mujer que la acompañase al pasillo. Era un pasillo largo con olor a amoniaco. Un enfermo arrastraba sus pantuflas empujando una estructura metálica con ruedas de la que colgaban botellas y tubos de goma a través de los que se deslizaban líquidos. Al fondo había una ventana pequeña y cuadrada. Se veía el exterior gris y corrupto.

La enfermera le explicó a la pequeña mujer en qué consistía perder la memoria.

— ¿No se acuerda de mí? —contestó ella.

— No.

— ¿No se acuerda de Juanito y Óscar?

— No.

— Cómo puede tener tan poca vergüenza —dijo la pequeña mujer—. Cómo puede ir contando que no se acuerda de mí y de los niños. Cómo puede ser tan horrible para no acordarse.

Entró en la habitación y se colgó del hombro el bolso gigante y atravesó el pasillo con su aureola de ruido de tacones y centelleos de bisutería.

***

La pequeña mujer que decía ser su esposa volvió todos los días de la semana siguiente. Llegaba taconeando por el pasillo y se sentaba en la butaca con el bolso gigante sobre las rodillas y hacía sonar el timbre para avisar a la enfermera. Se había arreglado según cierta noción chillona de la elegancia. Debajo del maquillaje y de los adornos brillantes había un rostro y un cuerpo infantiles. Contaba a la enfermera —nunca se dirigía a él directamente— que tenía una tubería rota y que sus hijos habían pegado a otro niño en el colegio. Sus días parecían un compendio de averías domésticas y de disputas sobre asuntos menores. Era como si se hubiese introducido en el mundo de los adultos de una manera veloz y destartalada. Parecía haber escogido una casa y unos hijos y un marido con la ligereza con la que una niña se encapricha por una muñeca que ha visto en un escaparate.

La enfermera que estuviese disponible —ella trataba a todas con la misma familiaridad de peluquería— oía la lista de los incidentes insustanciales que poblaban la existencia de la pequeña mujer.

— Mientras bajaba las escaleras se me ha roto un tacón —dijo— y he vuelto a casa con los zapatos en la mano y cuando iba a abrir la puerta resulta que no tenía las llaves en el bolso y he tenido que llamar al timbre del vecino.

— ¿El vecino tenía una copia de las llaves?

— El vecino es un hombre horrible. Es un viejo. Llevaba una bata de lana llena de bolas y unos calcetines con agujeros y estoy segura de que iba sin calzoncillos. Le he dicho que tenía que llamar por teléfono al casero porque se me había roto un tacón y no tenía las llaves de casa y tenía que ir al hospital a ver a mi marido. ¿Y sabes lo que ha hecho?

— ¿Qué?

— Se ha relamido. —Imitó el gesto de relamerse con una lengua menuda de niña de doce años—. Así que he llamado al casero mientras él me miraba relamiéndose y he colgado el teléfono y él ha dicho que cuándo me había abandonado mi marido y yo he dicho que desde luego mi marido no me había abandonado nunca. Y he salido al rellano y él se ha puesto a espiarme por la mirilla.

— ¿Cómo sabes que te espiaba?

— Lo sé —dijo ella—. Mis hijos estaban ayer en el rellano y el vecino abrió la puerta relamiéndose y luego se desabrochó la bata y sus cosas le colgaban y empezó a tocárselas.

Pasada una semana pudo intuirse cierta pauta estructuradora en casi todo lo que la pequeña mujer decía. El mundo estaba lleno de hombres pervertidos. Exhibicionistas y pederastas y señores que querían abusar de una chica guapa como ella. El mundo era un lugar en el que se cometían injusticias atroces. Tenderos que intentaban timarte y camareros que te hacían esperar a propósito y ancianas intrépidas que se te colaban en la fila del supermercado. Luego estaban las injusticias de los objetos. Lavadoras que se averiaban, desagües que se atascaban, retretes demasiado ruidosos. Finalmente había una variedad poco definida aunque metafísica de injusticias. Olvidarse las llaves, que llegase tarde el autobús, que un vaso de cristal se te cayera de las manos. ¿Tenía ella la culpa? ¿Tenía la culpa ahora que su marido había sido tan cruel como para perder la memoria y dejarla sola?

***

El sábado se presentó allí con sus hijos. Eran dos niños flacos y desaliñados de entre cinco y ocho años. Tenían la misma complexión frágil y de huesos finos que ella. Las prendas que llevaban estaban sin planchar y les quedaban grandes y el más pequeño tenía los cordones de los zapatos desatados. Al principio los dos niños se escondían detrás de ella (que no parecía su madre sino su hermana mayor) y observaban la habitación y al hombre en la cama con unos ojos esquivos de alimaña. Luego entró la enfermera.

—Es bueno que vea a sus hijos —dijo.

—No son sus hijos —replicó la pequeña mujer—. Sólo vive en casa con ellos y les lleva al colegio. Pero no son hijos suyos.

—No es nuestro padre —dijo el niño mayor.

—Ni siquiera gana dinero suficiente para comprarles juguetes y ropa —dijo la mujer—. Me casé con él para que los alimentase y los llevara en coche y les comprara pelotas de fútbol y cosas así. Pero ni siquiera es capaz de eso. Ellos no le quieren.

—No le queremos —dijo el niño mayor.

—Yo pensé que como es ingeniero ganaría dinero suficiente y nos llevaría de viaje a Francia y tendríamos un Mercedes y habría una chica que limpiase la casa. —Había estado de pie con el enorme bolso colgando del hombro igual que un pequeño carroñero que arrastrase un gigantesco trozo de carne. Se sentó y puso el bolso sobre sus rodillas—. Pero le echaron de donde trabajaba y tuvo que buscar empleo en un restaurante y ahora le echarán también. Es injusto —dijo mirando a la enfermera—. Es injusto que me case con él para que luego ni siquiera encuentre un trabajo decente y esté ahí tumbado y yo tenga que hacer todo sola.

— ¿En qué trabajas tú? —dijo la enfermera.

— Mi mamá no trabaja —contestó el hijo mayor.

— Yo no trabajo —dijo la mujer—. Ninguna de mis amigas trabaja y a mí nadie me explicó cuando era pequeña que tuviera que trabajar. Si alguien me hubiera explicado cuando era pequeña que iba a tener que trabajar no me hubiera casado con éste ni hubiese malgastado tanto tiempo yendo al colegio. Pero a mí no me lo explicó nadie.

***

Los días siguientes la pequeña mujer volvió con los niños. No podían ir a la escuela, dijo, porque no había nadie que los llevase en coche. La pequeña mujer se sentaba con el bolso gigante en el regazo y parloteaba sobre las dificultades que debía aguantar sola. Los niños tenían un aspecto entre conmovedor y cruel. Eran pequeños y escuálidos y le dirigían sonrisas depredadoras. El segundo día empezaron a cuchichear entre ellos y él vio cómo el mayor se guardaba en el bolsillo una jeringuilla que había robado. Él asistía al espectáculo de los niños y la mujer, como de circo de pulgas o de feria de los monstruos en miniatura, con una expresión de amistosa indiferencia y de tranquilo entretenimiento. Los veía llegar por la mañana y compartía con ellos su comida de hospital (la mujer a veces sacaba del bolso un trozo de pastel de chocolate que devoraban entre los tres sin ofrecerle nada a él) y los veía marcharse sobre las ocho de la tarde. No hablaba. Parecía carecer de opinión sobre cualquier asunto de este mundo. Era como si residiera en cierto limbo de felicidad narcótica desde el que todo acontecimiento era una obra teatral o una danza infantil que él contemplaba sentado en su butaca lejos del escenario.

Una mañana la pequeña mujer trajo las pertenencias de él. (El médico se lo había pedido el primer día. Pero ella se olvidaba siempre.) No las traía en el bolso sino en una bolsa de plástico grasienta del supermercado. Había un lápiz y un sacapuntas y un libro de matemáticas, un cepillo de dientes viejo y una cuchilla de afeitar con picotazos de óxido y un reloj de bolsillo Hamilton muy cuidado. La pequeña mujer dijo que eso era todo lo que él tenía.

— Ni siquiera le gustan las cosas bonitas —agregó—. Se pasaba el día leyendo ese libro horrible y escribiendo cosas idiotas con el lápiz y ni siquiera venía al sillón a ver la tele conmigo. Para qué sirve leer tanto un libro, pienso yo, si luego te van a echar de tu trabajo y vas a estar fregando los platos en un restaurante.

Él observó los objetos con el mismo aire de felicidad mansa y abstraída. Miró los objetos desde algún lugar lejano y vaporoso en el que sólo podía sentirse cierto lánguido bienestar. El doctor dijo que en una semana tendría que marcharse del hospital. Quizá recuperase la memoria en un año o dos. O tal vez se quedara así para siempre. Eso era algo que no podía saberse.

***

La pequeña mujer y los niños acudieron todos los días de esa semana como la estrambótica comitiva de un circo infantil. Los niños siempre llevaban la misma ropa. Estaban flacos y sucios y tenían un aspecto de prematura corrupción semejante al de su madre. Rompieron la esfera del reloj Hamilton contra el borde del lavabo. Arrancaron las hojas del libro de matemáticas y atascaron con ellas el retrete. El pequeño se tragó el lápiz. El mayor tiró el cepillo de dientes por la ventana. Hicieron rayajos en el espejo del baño con la cuchilla de afeitar. Ninguna de sus pertenencias sobrevivió —el sacapuntas se perdió por algún agujero secreto—, y robaron apósitos y jeringuillas y un termómetro de mercurio. Cuando no estaban ocupados en esas tareas se escondían detrás de la pequeña mujer y parecían niños desamparados.

La pequeña mujer se sentaba con el bolso sobre el regazo. Los tacones le colgaban unos centímetros por encima del suelo. Sacaba cosas del bolso —un kleenex usado, una barra de pintalabios, un tampón envuelto en plástico— que dejaba tiradas por la habitación. Usaba el cuarto de baño; en el lavabo había pelos y envoltorios de compresas y trozos siniestros de papel higiénico. Mientras tanto la papelera estaba vacía. Se dedicaba a parlotear con las enfermeras. Las palabras salían de ella con una inocencia casi insolente. Hablaba empujada por el mismo automatismo que te hace poner un pie delante del otro cuando caminas. Habló de lo mal que él conducía. Habló de lo inútil que él era para arreglar las tuberías del fregadero. Habló de los gustos televisivos tan aburridos que él tenía.

— No sé por qué quiere siempre dormir conmigo si luego no sabe ni siquiera… —dijo—. Yo le digo siempre que nunca había conocido a un hombre tan torpe. El padre de mis hijos, le digo siempre, era mucho menos torpe y ni siquiera quería meterse conmigo en la cama todas las noches.

Era como una niña que se quejase de que la profesora de francés la había suspendido sólo porque le tenía manía.

***

La tarde anterior al día en que él debía salir del hospital la pequeña mujer se levantó de la silla. Se colgó del hombro el bolso gigante mientras los dos niños se escondían detrás de ella. Los kleenex sucios y las hojas del libro de matemáticas yacían como escombros por la habitación. La mujer le dijo a la enfermera:

— Mañana, en cuanto salgamos de este sitio horrible tendrá que ponerse a arreglar el desagüe de la terraza. Y hay que ir a hacer la compra porque yo vengo aquí todos los días y no tengo tiempo para ir al supermercado. Y hace una semana que Juanito y Óscar no van al colegio. —Le miró por primera vez desde que él estaba allí ingresado. Él mantuvo su mirada con la misma expresión de apacible entretenimiento—. Ni siquiera fue capaz de traer el pan —dijo ella—. Lo último que le pedí fue que se acercase a la panadería y trajera el pan y ni siquiera fue capaz de eso.

Entonces él hizo algo. Se sentó sobre el borde de la cama y abrió el cajón de la mesilla y sacó la bolsa en la que la enfermera había guardado sus cosas cuando llegó al hospital. Extrajo de la bolsa la barra de pan. La examinó. Primero su rostro fue de asombrada incomprensión. Luego fue un rostro de horror ante el sinsentido. Después fue como si repentinamente le hubieran hecho levantarse de su butaca y subir al escenario sin conocer el texto de la obra. Fue un rostro de vergüenza. Fue el rostro de cualquier ser humano que alguna vez se haya dado cuenta de cuán indeseable es este lugar en el que se ha instalado sin proponérselo. A continuación se tumbó encogido y se cubrió la cabeza con la sábana. La mujer dijo:

— ¿Y para qué quiero yo ahora una barra de pan duro?

***

Por la mañana, la pequeña mujer llegó a la habitación con los dos niños. En la cama había un viejo con un tubo de goma insertado por una fosa nasal y con una bolsa de orina colgando de los hierros del somier. El viejo intentó contestar cuando ella le preguntó adónde había ido el hombre que antes ocupaba ese cuarto. Pero de su garganta sólo salió un ruido gutural de tubería atascada.

(*) Daniel D. Carpintero es periodista.
2 Comments
  1. Juanma says

    Magnífico relato con una mezcla de angustia e incertidumbre como la vida misma.

  2. Andrei says

    Este tipo es extraordinario, dónde más publica?

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