Gauguin y Schiele, una apertura de lujo

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En el sector del arte hay crisis, y galopante… pero a tenor de las grandes exposiciones que se están llevando a cabo parece que, por ahora, estamos salvando la cara. El Reina acaba de inaugurar una retrospectiva dedicada a las vanguardias de los años treinta, muy didáctica, pero me gustaría destacar aquí las dos grandes que brillan con luz propia por diversos motivos: la inaugurada en el Guggenheim con Egon Schiele, y la que se acaba de abrirse en el Thyssen con una retrospectiva, no es la primera, ya le dedicó una en 2005, de Paul Gauguin  La de Gauguin parece estaba reservada a cumplir los veinte años de la instalación del Museo entre nosotros y no deja de ser significativo, yo diría que lo define, que haya sido Gauguin el artista que represente el evento.

Amable, con ese lado arcádico del exotismo que tanto conmueve aún el imaginario europeo, Gauguin ha sido un pintor que está en el origen de la pintura fauve y del expresionismo germano y la muestra exhibida en el museo madrileño incide en darnos esa visión. Arcadia de un paraíso perdido, sí, pero también denuncia del colonialismo y sus secuelas, sobre todo en los cuadros realizados en su segundo viaje a las islas, influencias del fauve y del expresionismo, sí, no hay más que contemplar a Emil Nolde, pero también indicador de otras vías, como el canto naïf, de Henri Rousseau, el Aduanero. Hay aquí hallazgos fabulosos, telas que son parte de la historia de la pintura, como Parau api, ¿qué hay de nuevo? o  Mata Mua, Érase una vez, perteneciente a la colección de Carmen Thyssen,, un total de 111 obras pertenecientes a diversas instituciones comola Albertina de Viena, que repite prestando fondos de Schiele en Bilbao, el Puschkin de Moscú,la National Gallery, de Washington yla Fundación Beyeler de Basilea, en un alarde digno de una celebración de aniversario tan escogida y que de seguro pasará como una de las grandes retrospectivas del año en Europa. La exposición podrá gozarse hasta enero.

También hasta enero, el día después de Reyes, puede contemplarse en el Guggenheim de Bilbao una retrospectiva fabulosa de Egon Schiele que reúne 100 obras de este pintor muerto a los 28 años de una gripe que le había contagiado su mujer, cuando apenas había rozado ya cierto reconocimiento. Dibujos, gouaches, acuarelas y fotografías que pertenecen a la Albertina de Viena y que poseen cierta importancia pues expone unos autorretratos, nada frecuentes en la época, que proceden de cuando aún estudiaba en la Academia de Bellas Artes de Viena, y donde apreciamos unas líneas curvas, casi onduladas, que traicionan y empiezan a tirar por la borda la norma académica. Son de Schiele al modo de la larva desarrollada de una mariposa, pero pertenecen ya de pleno derecho al ejemplar adulto, todo hay que decirlo, con las dimensiones del genio: asusta comprobar de qué manera este hombre no había cumplido aún los treinta años cuando murió.

Schiele, que fue alumno de Gustav Klimt, en una ordenada conformación de la tradición de las vanguardias, es junto a Oskar Kokoschka, el artista más consumado de lo que se ha llamado el expresionismo austriaco, cuando Viena era la patria de Freud, de Wittgenstein, de Gustav Mahler, de  un muy joven Elías Canetti, de Karl Kraus, de Robert Musil, de Joseph Roth, de Hermann Broch, de Ernst Macht, de Otto Wagner, de Adolph Loos, Otto Weininger, Arnold Schomberg, Hugo von Hofmannsthal,,, la enumeración marea porque, además, nos dejamos más de una docena de figuras de primer orden en el tintero de los bits, y combinaba tal desgarro de inmovilidad y puritanismo al lado de una profusión de neuróticos sexuales y cambios tan profundos como la creación de un orden nuevo que la mejor imagen que se nos ocurre para resumir ese desgarro sería imaginarnos uno de esos cuadros eróticos de Schiele, donde una mujer se retuerce con los gestos propios de los modelos de  las fotografías médicas que describían la histeria femenina,  expuestos en el Guggenheim con la figura de esa noña Sissi, la verdadera Elisabeth de Austria tenía poco que ver con esto, que la cinematografía teutona nos vendió en los años cincuenta con una jovencísima Romy Schneider en el papel de loca enamorada de Francisco José, interpretado por Karlheinz Böhm , hijo del famoso director de orquesta Karl Boom. Lo que digo, que parecería una digresión un tanto alocada, debería tomarse como la atmósfera apropiada para entender lo que significó en las conciencias burguesas de la época las piezas de la Albertina que expone ahora el Guggenheim. Porque en la conciencia burguesa europea de la época, que Walt Disney enmascaró como arcadia para consumo de las masas en sus películas, no olvidemos que este hombre adoraba los paisajes alpinos y los castillos bávaros de Luis II y las porcelanas y los relojes del cuco en una apoteosis del kitsch muy curiosa, junto a la novia casta y esposa abnegada  se hallaba escondida una puta enmascarada, junto a la Virgen María, una Magdalena, junto a Eva, una Lilita, junto a la pureza la enfermedad venérea, junto al color blanco, los tonos púrpura, violáceos y verdosos de los pintores expresionistas que horrorizaban a esas  benditas conciencias, cuyos descendientes, apenas una generación después, en otra apoteosis del kitsch, vestidos ya con la cruz gamada, calificaron a estos de artistas degenerados.

Contemplando los dibujos y acuarelas de la exposición nos hacemos una idea del contraste. Hay que decir que en cierta forma nuestra época pasa por el expresionismo con un cierto ánimo de haberlo visto ya todo, desde el punk al gore más estricto, pero con un fondo de inquietud ya leve, lo que demuestra que la mirada expresionista no deja de ser el dedo acusador de los males de nuestro pasado siglo. Las figuras de mujeres rotas, en geométricas posturas imposibles, inspiradas, ya digo, en las fotografías de médicos para ilustrar  el estado de histeria, nos sugieren una sexualidad impregnada de patología. Sólo que esa patología excede el ámbito de lo psicológico para adquirir tintes que nos remiten al origen mismo de nuestra condición. Esto es lo inquietante, porque, con todo, nuestra época ha trivializado la violencia o el sexo, pero no ha logrado erradicar la inquietud que proviene de nuestro imaginario más insondable. Contemplando estas figuras de mujeres, este exacerbado erotismo caemos en la cuenta de nuestra más profunda soledad porque las figuras están pintadas con colores vivos, ya digo, esos granates, esos violetas, pero el fondo es siempre marrón, el de ese cartón de embalar que empleaba para sus obras. Para Klaus Albert Schröder, comisario de la muestra, la exposición incide en el desgarro interior de la personalidad, algo donde “no poder agarrarse, una reflexión muy actual”. Mi acuerdo es sólo a medias: en realidad creo que no hemos terminado de digerir lo que estas piezas nos dicen porque las concomitancias sobre la Viena d entonces y nuestra propia época son demasiado cercanas. No creo, como le ocurre a Claudio Magris, que Viena suponga un preludio de nuestra condición actual, como no creo tampoco que la crisis de ahora tenga las mismas consecuencias que la del 29, pero resalto de esta exposición el alto valor que tiene por el revulsivo que todavía supone el contemplar obras de Schiele o de Kokoschka. En cierta manera el virus posmodernista no ha podido con ellos, no los ha arrumbado a la arqueología de los museos, como le ha sucedido a muchas vanguardias, en especial a Marcel  Duchamp.

Hay un dibujo de Schiele en esta exposición que muestra a un hombre tocando un chelo. Lo que sucede es que sólo existe la posición, pues no existen ni el chelo ni la silla. Pocas imágenes honran mejor y más la soledad del hombre. En esas estamos

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