Una de las pruebas más fehacientes del derrotero absurdo que lleva la humanidad es que se celebre como algo extraordinario, un hito en la historia de una editorial, la fusión de dos grandes y significativas como Random House y, sobre todo, Penguin, dentro de una ballena gigantesca del negocio editorial, Bertelsmann.
Es la constatación de que la lectura de lo que sea da ganancias enormes, casi tantas como la trata de blancas o el tráfico de órganos, salvando alguna distancia. Es verdad que ya hace tiempo que la entrañable Penguin pasó a manos de Pearson, consorcio que también atesora el Financial Times, periódico muy destacado por publicar malas noticias sobre la situación financiera española.
El responsable de turno de Bertelsmann, Thomas Rabe, ha dicho que “la unión de ambas empresas permitirá editar libros de manera mas efectiva, tanto en los formatos tradicionales como en los digitales”, pero en realidad, lo que de verdad ha dicho es que la filial de Bertelsmann, Random House, facturó el pasado año 1.700 millones de euros y vende al año unos 500 millones de libros en todo el mundo, mientras Penguin alcanzó en 2011 un volumen de negocios de 1.300 millones de euros por la venta, sobre todo, de libros de bolsillo.
Si los datos son así, ¿qué necesidad hay de fusionar esas empresas que tan divinamente marchan por separado? Infeliz avecilla –abubilla, como diría el recientemente fallecido músico Hans Werner Henze- ¿qué sabrás tú de negocios y de pulp fiction extremo? La avaricia de los businessmen es ciertamente sobrecogedora. Casi tanto como su desinterés por los libros como objetos de lectura y conocimiento. Nada se habló de la calidad literaria que van a poder ofrecer estas grandes corporaciones.
La sospecha es que una fusión favorece la concentración y ésta precede a una pérdida de libertad intelectual, de variedad y de riqueza de títulos y autores. La realidad que confirma esa enfermiza sospecha es que los rincones donde se cobijan los libros de mejor catadura encogen de manera directamente proporcional al engorde de las cuentas de resultados de los ballenatos editoriales. Eso, o que yo soy una pesimista irredenta, que también.
La aparente variedad de elección de los libros que se muestran en las superficies, aeropuertos y estaciones de tren se parece –salvando las heroicas librerías de verdad- a la prometida diversidad de programas que iban a ofrecer las cadenas de TV privadas hace muchos años, cuando la dictadura nos tenía a dieta exclusiva de TV pública. Un verdadero fiasco.
La esperanza está en el esforzado desarrollo de las pequeñas editoriales que no exigen cuentas de resultados sobradas de ganancias. Pero ese esfuerzo exige tal entusiasmo que sorprende que resistan y hasta logren competir gracias quizás a algún golpe de suerte, como le ha pasado a la editorial Kailas con el último premio Nobel de Literatura, Mo Yan. ¿Cuántas ofertas de compra habrá recibido de alguna grande aunque sólo sea para exprimir bien este Nobel?
Estamos, a pesar del estallido del sistema capitalista salvaje –aunque sus fracasos los paguemos todos, o sea, el Estado- inmersos en la carrera por ser el más rico, más poderoso, más fuerte, más influyente, más molón y más hideputa del orbe mundial. Pero no era esto lo que quería decir. Lo que quería decir es que da mucha alegría encontrar en la mesa de novedades de una librería un ejemplar de libro depositado concienzudamente, amorosamente, por un alma lectora, un librero que conoce el placer de leer, y que el libro sea, por ejemplo, un título rescatado del olvido, inencontrable, de algún autor silenciado por la corriente dominante, alejado del sarao festivo de la ilusión mediática.
Con todo, voto a bríos por que el gigante Bertelsmann tenga corazón bondadoso y alcance a publicar buenos títulos y no se conforme con llenarse los carrillos con los libros más vendidos del planeta. O sea (homenaje a Umbral).
El gigante Bertelsmann en España publica a Coetzee, García Márquez, Rushdie, Toni Morrison, Hemingway, Orwell, Hitchens, Paul Preston, José Luis Sampedro, Javier Cercas, Philip Roth, Elsa Morante, Alice Munro, Anne Tyler, Juan Marsé; los ensayos de Oscar Wilde, de Juan Benet y de Gil de Biedma; las novelas gráficas de Art Spiegelman, El Roto, Juanjo Sáez y Miguel Brieva; la poesía de Holderlin, Wordsworth o Zbigniew Herbert. Algunos venden mucho, otros venden poco. Pero el reto de un editor, de cualquier tamaño, es conseguir que se vendan mucho libros que valen la pena. El prejuicio que destila este artículo es tan injusto como injustificado.