El anuncio lo hizo el ministro de Educación, Cultura y Deportes, José Ignacio Wert, flanqueado por el secretario de Estado, José María Lassalle, Ana María Matute, que fue la ganadora en el 2010, el ganador el año pasado, Nicanor Parra, ni siquiera pudo asistir a la ceremonia de entrega de su premio por problemas de salud, y Darío Villanueva, secretario de la RAE y presidente del jurado que otorga el Premio Cervantes: José Manuel Caballero Bonald, el escritor nacido hace 86 años en Jerez, ha sido el galardonado este año. Con ello se premia la labor, sobre todo poética, de uno de los componentes de la llamada “Generación del 50”, que ha dado nombres como Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Alfonso Costafreda, Juan García Hortelano, Gabriel Ferrater y de los que Pepe Caballero es, ahora, el único superviviente, aquel que deja memoria y constancia de una estirpe.
Esa cualidad posee un aspecto poco agradecido. Mantengo amistad con Pepe Caballero desde hace años y muchas veces le he invitado a esa labor ingrata, que a él le gusta, de leer algunos poemas cada vez que editaba nuevo libro. El último, lo habrán adivinado, Entreguerras, que es un largo poema de 3.000 versos construido a partir de recuerdos puntuales pero que, compuestos con un orden nada improvisado, constituyen un mapa sentimental e intelectual de un creador, un libro con el que Pepe ha dicho reiteradas veces despedirse de la poesía. Pues bien, cada vez que tocaba leer sus poemas, en el coloquio posterior, siempre se le preguntaba por la generación del 50, que si bebían mucho, que si eran unos noctámbulos y unos bohemios señoritos del momento, que si podría opinar de lo que le parecían los poemas de fulanito o menganito… y así, una y otra vez. Pepe, que es hombre fino, de lengua aguda, que le gusta rodearse de poetas jóvenes, lo que dice mucho a su favor, contestaba siempre de manera inteligente, acerada, pero atemperada su feroz ironía de antaño por la edad. Tenía que enfrentarse a la leyenda, lo que es terrible, y no sólo la suya, sino la de toda una generación. Tenía que enfrentarse a los admiradores, lo que en principio, en alguien poco lúcido y proclive al narcisismo, es estupendo, pero que en Pepe era terrible. La verdad es que salía del atolladero como podía, que era muy bien, y a la pregunta sempiterna de la incontinencia alcohólica de sus amigos, contestaba siempre que no eran especialmente bebedores, que lo que sucedía es que bebían poco pero constante. Lo que parecía ser una salida inteligente era sencillamente la pura verdad. Lo experimenté en Sevilla, en un congreso de escritores, hace muchos, muchos años, y recuerdo a José Agustín Goytisolo y Pepe Caballero en un dueto de conversación regado por finos que se dilató hasta altas horas de la madrugada mientras yo intentaba refugiarme en mi habitación, seguido por un Jon Juaristi entonces muy joven y un Mario Onaindía sorprendido, y cabreado, de que en Sevilla se comiera de tapas y bebiendo. Aquello no eran maneras de rendir homenaje a la mesa.
Ahora Pepe tiene ya el Cervantes. Pero el Premio se lo han dado a él, no a su generación. Da igual. Se hablará largo y tendido de su supervivencia. Cómo no. Hace sesenta años que publicó su primer libro, Las adivinaciones, después de haber frecuentado a los de Cántico, con Pablo García Baena como personaje destacado. Desde entonces hasta ahora, su obra consta de poemarios de excelencia, por ahí anda Descrédito del héroe, Laberinto de fortuna, Diario de Argónida o Manual de Infractores, por no hablar sino de sus últimas entregas. Desde que descubrió Ocnos, de Luís Cernuda, y Leopoldo Panero se lo trajo a Madrid, la obra de Pepe Caballero se ha regido por una deuda con lo mejor de la tradición poética española, Góngora, Quevedo, San Juan de la Cruz, hasta llegar a Juan Ramón Jiménez, a los que admira por ser guardianes del lenguaje. Cultivador de la metáfora salvaje, Pepe Caballero siempre fue un defensor de Mallarmé, como moderno que es, alguien que pensó siempre que la poesía es música hecha matemáticas, que es una manera de decir que es matemáticas a secas, como lo quiso Poe hace casi doscientos años.
Pero con ser un poeta, sobre todo un poeta, sería injusto no referirnos a su labor como prosista. Pepe Caballero, a pesar de haber publicado tres novelas no es un novelista, es un escritor, y si bien me fascinó Ágata ojo de gato, en su momento, pienso que la excelencia de Pepe Caballero respecto a la prosa se ofrece en cualquier ocasión. Deliciosos son, por ejemplo, sus dos tomos de Memorias, Tiempo de guerras perdidas, donde relata una infancia en Jerez transcurrida entre acostados, y La costumbre de vivir, libro mucho más mundano, el escritor ya se había hecho mayor, y donde nos ofrece un panorama de la vida intelectual española de los cincuenta muy interesante, desde su etapa de secretario de Papeles de Son Armadans, la revista que dirigía Camilo José Cela, y su estancia en Palma de Mallorca, hasta la vida cultural madrileña y el conocimiento de amigos que perdurarán a lo largo de su vida.
Y ello sucede porque la patria de Pepe Caballero es el lenguaje. No hay otro misterio. Este puede convertirse en muchas cosas, en gusto por la palabra exacta, por la metáfora, por la letanía, por el barroco desaforado, por el barroco medido… todas estas modalidades han sido frecuentadas por Pepe Caballero. Con excelencia. El Cervantes lo sanciona.