Oscar Niemeyer, el arquitecto ondulado

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Oscar Niemeyer, uno de los más grandes arquitectos del siglo, aquel que hizo de la curva en arquitectura la única posibilidad de una utopía del espacio, ha muerto en su ciudad, Río de Janeiro, a los 104 años, que es la edad en que mueren los santos y los profetas. Oscar Niemeyer, de ser algo en esta categoría bíblica, pertenecería a estos últimos. Dotado de un talento profundo, de una cultura arrolladora, de una vitalidad pasmosa, ha muerto rodeado de una tribu de hijos, nietos, biznietos, que hacen de él una especie de jefe de aldea de otros tiempos, cuando la familia era un aglutinador social de una enorme importancia. Esto, que constituía para él parte de esa herencia que había que dejar a una sociedad futura, se aliaba con un culto a la mujer que terminó confundiéndose con su labor arquitectónica: uno iba a su estudio de Río y se topaba con fotografías de desnudos femeninos donde la curva era la reina del lugar, y de un pecho podía salir, o te recordaba, una cúpula, o de la cadera sinuosa una de esas rampas de singular belleza que Niemeyer captaba como nadie. Su talento como artista no debe desvincularse, algo que no gusta hoy día, de su ideología comunista. Y lo cierto es que no puede entenderse una sin la otra porque la intensa y profunda voluntad utópica del artista está en cada uno de sus edificios en maneras y formas de habitar y mirar que no son del aquí y ahora. De ahí que por fuerza tuviese que ser el impulsor de Brasilia, él, que pertenecía a esa generación utópica donde estaban gentes como Lucio Costa o el entonces presidente del Brasil, Kubitschek.

Llama la atención cierta proximidad con el otro arquitecto del siglo XX que siguió directrices contrarias: Le Corbusier. A la curva de Niemeyer había que enfrentar la línea recta del arquitecto suizo. Ellos colaboraron en la construcción del Edificio de Naciones Unidas de Nueva York, lo que le dio el espaldarazo definitivo a nuestro arquitecto, pero tiene gracia y es significativo que los únicos arquitectos que han conseguido elevar  a categoría mística, digna de la Iglesia de otros tiempos, la arquitectura religiosa, fuesen Le Corbusier y Oscar Niemeyer. La Catedral de Brasilia es una de las muestras más bellas del impulso espiritual del hombre hacia algo que desea elevarse. De noche, su contemplación es sencillamente un prodigio. Aquí, el hormigón armado, que fue la base en que se  sustentó el arte de Niemeyer alcanza unas cotas de belleza muy difíciles de igualar. Fue, quizá, su etapa más luminosa, que por otra parte nunca perdió.

Es curioso señalar la profunda correspondencia que le une a un arquitecto norteamericano, quizá el más grande del siglo XX, de características muy similares, incluso en el culto a la mujer y a cierto furor utópico, además de su rechazo de la recta como línea impositiva: Frank Lloyd Wright. Es cierto que el rechazo de Lloyd Wright  a la recta tenía unas connotaciones menos políticas que las de Niemeyer y se enraizaban en un estudio de la visión de la Naturaleza, es cierto, además, que la obra de Niemeyer está profundamente encastrada en la tradición racionalista, alejándola de la del arquitecto norteamericano, pero también lo es que tanto uno como otro han influido a una generación de arquitectos que han sido críticos con la forma de entender y ejercer la arquitectura y el urbanismo gracias a  esa enseñanza de las sinuosidades utópicas de las curvas.

Esta enseñanza se perfila en la muchos consideran su obra más acabada, la que realizó entre 1991 y 1996, cuando era maestro de su arte hasta límites insospechados, la del Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, un lugar natural de extrema belleza en la bahía de Guanabara, al lado de Río de Janeiro, y que con la construcción de Niemeyer se ve envuelta en una visión demasiado espectacular, de tan rotunda. La rampa de acceso va  a desembocar al edificio principal en forma de copa inverosímil. Es un edifico tan singular que sorprende incluso cuando lo has visto varias veces y lo conoces de sobra. Como si se renovara de continuo.

La obra de Oscar Niemeyer es una de las más prolíficas en un arquitecto del siglo XX. Frente  a otros compañeros que se prodigaron poco, sorprende comprobar la enorme cantidad de edificios que diseño, proyectó y acabó. No hace falta remontarse a la construcción de Brasilia, que tiene algo de hercúleo, de mítico, de cosa de otros tiempos, con esa vista de pájaro de la ciudad proyectada como un avión que se lanza al futuro, para corroborarlo. Edificios como la Sede del Partido Comunista Francés, en la parisina Place du Colonel Fabien, edificio emblemático que fue vendido por el Partido debido a que le era muy caro mantenerlo, la sede de la Editorial Mondadori en Milán, el edificio más bello que pueda desear una casa editora, el Pestana Casino Park, en Funchal, el Museo Oscar Niemeyer en Curitiba, el Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer en Avilés, el auditorio Oscar Niemeyer en Ravello, en Italia, los sambódromos de Sao Paulo y de Río de Janeiro, la Universidad de Constantina en Argelia, la Mezquita Estatal de Penang, en Malasia, en fin, el Memorial de América Latina en Sao Paulo, donde el continente es representado al modo de una vena abierta en una mano de un Cristo sangrante.

Oscar Niemeyer ha sido un arquitecto cuya fuerza y visión utópica le emparentan con los grandes del pasado. Tiene esa impronta. Y no hace falta que nos lo expliquen: salta a la vista. Como una obra de Lloyd Wright, una de Mies van der Rohe, una de Walter Gropius, una de Le Corbusier… Es uno de los grandes del siglo, sí, pero también de la historia misma del arquitectura. Es el arquitecto del blanco, de la limpieza, de la luz.

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