Un Kipling oculto

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Rudyard Kipling, hacia 1890. / Wikipedia

Siempre que aparecen escritos inéditos de autores que hace mucho tiempo que dejaron de hollar los caminos de la tierra me planteo hasta qué punto están haciendo una faena al escritor en cuestión o se trata del triunfo de un  paciente trabajo de investigación. Sospecho que, en la mayor parte de las veces, se trata de ambas cosas.

La editorial de la Universidad de Cambridge publica a primeros de marzo una obra en tres tomos de los 1.300 poemas que escribió Rudyard Kipling, casi la mitad de ellos difíciles de encontrar y cincuenta, inéditos. A lo mejor, el propio Kipling los quiso ocultar por considerarlos un poco subidos de tono en la crítica contra determinados elementos del stablisment o, peor aún, por temor a que siguieran tildándole de clasista e imperialista a ultranza, como hizo su colega George Orwell. Hace más de 75 años que Kipling desapareció de este valle de lágrimas de modo que a él le importará poco lo que se venga a decir ahora.

Kipling era un consumado defensor del imperialismo británico, eso, sin duda, sus relatos lo atestiguan. Se puede especular con que lo era por desconfianza con los nativos de cualquier parte que no fuera la Gran Bretaña, a los que consideraba perezosos y de moral poco edificante, por así decir. Hay quien piensa que caben pocas dudas leyendo su poema The White Man’s Burden

Se comprende que en ciertos sectores se le tenga tirria, ya que sigue siendo el vencedor de los concursos de poetas ingleses preferidos; hasta hay quien traduce el último verso de su poema más célebre, If, con mucha sorna, como “you’d be a bore, my son”.  Un poema, por cierto, que tardó en escribir los años que hizo falta hasta que nació su primer hijo varón. Se ve que sus dos hijas anteriores no merecieron esa dedicación paterna. Ya pasa, ya.

También es verdad que entre sus escritores favoritos están Jane Austen y Walter Scott, cuyos libros empapelaban las paredes de su gabinete, lo que tampoco resulta tan raro si consideramos la época. Ni me parece que sean indecorosas preferencias.

Quizás sea imaginable que el inventor de cientos de cuentos y viajero empedernido fuera en la vida real un tipo aburrido y hasta poco tratable. Otro colega suyo, el divertido  P.G. Wodehouse, estaba convencido de que  pasaba demasiado tiempo recluido en su casa, vigilado fuertemente por su mujer Carrie Balestier, que no le permitía salir a enredar y a pegar la hebra con la gente, como a él le gustaba. Habladurías, seguramente.

Es, para mí, de los escritores con que hay que contar para emprender viajes que exijan largas sentadas. Rica práctica la de sumergirse en sus cuentos para descubrir, una vez en tu destino, que te encuentras frente al hotel donde residía o el café donde pensaba sus aventuras; quién sabe si en Delhi o en Lahore, en Pesawar o en algún punto de Suráfrica. Las lecturas juveniles hacen grandes amigos de sus autores para siempre, y dejan las ganas de asomarse otra vez a ellas, sobre todo cuando fuera llueve a mares y se mantiene convenientemente apagada la televisión, cerrado el PC y silenciada, por unas horas, la radio.

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