‘El Labrador’, un pintor obsesionado con las uvas

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'Bodegón con cuatro racimos de uvas' (c. 1630), de Juan Fernández ‘El Labrador’. / museodelprado.es

El Museo del Prado acaba de inaugurar, con bombo y platillo mediático, una pequeña exposición, reservada en salas donde se supone que se muestran sólo las rarezas para entendidos,  de Juan Fernández El Labrador, un pintor barroco de bodegones del que apenas se tienen datos biográficos, un pintor afamado en las cortes europeas  hasta el siglo XVIII que le condenó al ostracismo y que, ahora, gracias a cierta reivindicación de posmoderna mirada, se nos presenta en todo su esplendor. Y digo todo su esplendor porque la exposición consta de once de las trece obras atribuidas con cierta veracidad al pintor. Tenemos así la posibilidad de contemplar casi su obra completa: bodegones de exquisita factura, era un obseso de las frutas y las flores, provenientes de distintos legados, del Museo Cerralbo, con un florero de extraña belleza; de la colección de la reina Isabel II de Inglaterra, el famoso Bodegón con uvas, membrillos y frutos secos, cinco pinturas propiedad del Museo provienen de la colección de bodegones de Rosendo Naseiro que, a su vez, le fueron legados -algunos- por Luis Bárcenas, y que el Prado compró en 2006 como parte de un lote.

No soy un admirador del género de los bodegones. Tampoco un detractor, pero tengo que reconocer que hay cierta morbidez en estos cuadros de Juan Fernández El Labrador, y que, quizá por eso mismo, su fama se extendiera en una época como el Barroco, que gustaba de la rareza por su propia condición. Poco se sabe de este hombre, algunos le atribuyen orígenes extremeños, otros abulenses, pero en realidad poca cosa se sabe. Como que se descolgaba de vez en cuando por el Madrid de la Corte de Felipe III, más o menos una vez al año, y que recibía los encargos de Giovanni Battista Crescenci, que era el mandarín de la Corte de los Austria en materia de arte, y que calificó en cierta ocasión a Juan Fernández como su esclavo.

Como, por otra parte, lo eran la mayoría de los artistas del momento. Se le supone analfabeto, lo que le añade cierto valor en nuestra época pero que no era tan raro en el siglo XVII, sobre todo en ciertas profesiones como la de pintor, y sabemos que el apodo de El Labrador le venía de que se dedicaba, cuando no le daba por pintar bodegones, por cultivar sus tierras. Entre los españoles sus obras, escasas, estaban valoradas como las que podría realizar un buen artesano, pero los embajadores de Londres, sir Francis Cottington y sir Arthur Hompton, quienes calificaron también a Juan Fernández como “un pobre diablo”, se encapricharon de sus bodegones, quizá porque vieron detrás de cierta rusticidad una sensibilidad de una rara morbidez respecto a la naturaleza inanimada, algo, por otra parte, muy británico. Adquirieron, pues, algunas obras de Juan Fernández, distinguiéndolo, así, de otros pintores artesanos de no mucho renombre, y le pusieron en parte de moda en la corte inglesa, donde se llegó a poseer ocho pinturas de las que de solo dos se conoce hoy su destino. El cuadro que se exhibe ahora en el Prado y que pertenece a la colección de Isabel II fue propiedad del rey Carlos I, como regalo de dichos embajadores al monarca amante de las artes.

Juan Fernández solía bajar en primavera a Madrid a vender sus cuadros, que pintaba en el invierno. No sé si era esa la razón de que indefectiblemente pintara uvas, pero era un hombre obsesionado con ellas. No distinguía, le daba igual las blancas que las tintas, pero las encuadraba en formatos pequeños, sin grandes alardes, todas salvo el mentado cuadro perteneciente  a la reina Isabel II, enorme para lo acostumbrado. Esa afición por las uvas, a las que logró sacar cada  destello de color por muy leve que refulgiese, le ha valido que algunos le compararan con Zeuxis, el pinto griego que, se decía, lograba engañar a los pájaros que, confundidos, picoteaban sus frescos,  y que, al igual que Juan Fernández, aunque por motivos que tuvieran que ver con ritos dionisíacos, adoraba pintar racimos.

De ahí que el comisario Ángel Aterido haya dividido la muestra en dos partes, “Un Zeuxis moderno” y “Naturaleza en el lienzo; primavera y otoño”, lo que no da lugar alguno  a confusión en el visitante dado lo exiguo de las dimensiones de la misma y lo expuesto. Para Aterido, Juan Fernández es “un precursor de los hiperrealistas” y un hombre tan dotado para otorgar un sentido tan real a sus pinturas que “sus uvas podrían ser del otoño pasado, del siglo XVIII o de la Grecia en la que Zeuxis de Heraclea pintó hace 2500 años unas uvas que engañaban a los pájaros que trataban de comérselas”.

En realidad con esta exposición el Museo del Prado ha querido rentabilizar  a un raro, lo que no deja de ser algo inteligente, además de digno. Su pintura es extraña, y muestra cierta sensibilidad muy poco acorde con la época, quizá algo con Luis de Morales, de quien se dice que aprendió técnicas de pintura, y con quién se le vincula pero tampoco de manera fehaciente. Y lo cierto es que aunque siempre se valoró su obra, también lo es que muchas de ellas se atribuyeron a pintores más afamados. En 1946, por ejemplo, y  a instancias del Marqués de Lozoya, el Museo del Prado adquirió uno de los dos floreros, bellísimos, que se exhiben en esta muestra pensando que estaba comprando un Zurbarán.

Hay, pues, una intención clara de rescatar y dar a conocer de manera rotunda  a un maestro olvidado durante siglos y a quien le asiste cierta leyenda, no ya de maldito, sino de proscrito por un destino aciago. Las trece pinturas que se conservan de este pintor, con su número de mal agüero, es la muestra que nos ha quedado de una obra que no sabemos si fue pequeña, mediana o abundante, aunque todo parece indicar que no fue así porque pertenecía a los artesanos no a los maestros y, por tanto, carecía de taller. Sus uvas, y algunas flores, destacan de sus bodegones como fantasmas irradiados de una luz distinta  a la que se estilaba en su momento. Una luz que esta modernidad crepuscular de nuestros días rescata con identificación extraña, premonitoria.

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