Arturo García Ramos *
La telaraña y Vida fingida son las dos novellas que parten al medio este volumen, cara y cruz, doble faz, Jano bifronte que, no obstante sus diferencias, nos permiten identificar algunas constantes en la creación de su autor: aficionado a protagonistas que se refugian en un mundo interior que quiere competir con el real, obsesivamente adictos al vagabundeo por las ciudades, portadores de destinos a la deriva que cuando el tiempo lo permite recalan en un puerto femenino. Y, por encima de todo, letraheridos que todo lo aprecian sub specie literaria.
La primera es un relato simbólico que nos hace descender, sin embargo, hasta los infiernos más concretos de lo humano. El protagonista es un loco obseso que divide su tiempo entre las sesiones de un curso de literatura, el consumo de las películas que le proporciona un videoclub próximo al estanco que ha heredado de su suegro y el cabotaje por la ciudad de Madrid, atento a los cambios que se producen en ella, en los habitantes de toda raza que la ocupan, en los comercios y hasta en su decorado urbano. Jacobo, así se llama, vive entregado a sus obsesiones desde que, tras sucumbir a la enfermedad, su mujer lo dejara solo y sin brújula. Para llenar el hueco que ella ha dejado, despliega una frenética actividad de paseante, de conversador y, sobre todo, de fantaseador. Consciente de que para evitar el mundo nuestros actos compensan la realidad fabricando otras con la imaginación, la suya no se cansa de inventar misterios. El mayor de ellos le lleva a inspeccionar las alcantarillas desde que un día descubre en el patio de su casa el acceso a esos subterráneos de las cloacas. A partir de entonces su vida descubre otro mundo, otra dimensión de la realidad, más recóndita, más sincera –como se atreve a decirse en algún momento- y también más peligrosa. Cuando conoce a Laura en el curso de literatura al que asiste, la idea de arrastrarla consigo a la prospección del dédalo infernal por el que él ya ha transitado a menudo se convierte en otra obsesión más, en un destino.
Ese descenso al inframundo que recuerda un episodio de Sobre héroes y tumbas, es sin embargo, un viaje al mundo interior, y cuando, Jacobo lleve a Laura de la mano por los túneles de la ciudad como si la hiciera descender al Hades concluirá con determinación: “era simplemente el encuentro con uno mismo, verte reflejado en tu propia condición”. En ese interior reside el mayor esfuerzo de la novela: en descubrirnos el laberinto íntimo de un personaje que es la suma de muchas facetas y que del conjunto de todas puede dejarnos un retrato semejante al del protagonista de la novela de La conjura de los necios de John Kennedy Toole si le despojamos de su lado humorístico y lo completamos con la dimensión sacro-trascendental que le confiere el culto al ángel caído, cuya representación le arrastrará de Madrid a París, a Roma y, finalmente, a Berlín.
Juan Ángel Juristo parece empeñado en obligarnos a mirar en nuestro interior con la sinceridad que exigiría el recorrido por los senderos más nobles de la personalidad y por aquellos otros que corresponden a nuestros más recónditos impulsos, a nuestra abyección disimulada. De entre los numerosos símbolos que el argumento hace destellar a medida que nos sorprende con los inesperados avatares de un argumento que por momentos se vuelve delirante, uno de los más persistentes es el obcecado culto del protagonista por Moby Dick, que Jacobo interpreta como un acercamiento a lo monstruoso que habita en nosotros mismos. Somos acaso una recreación paródica de ese ángel caído que figura representado en el decorado urbanístico, aunque carecemos de dignidad y el infierno que habitamos tenga el diseño de las alcantarillas que recogen la inmundicia humana.
Si La telaraña es un argumento de alguien que recorre las profundidades del hades, Vida fingida se eleva por las azoteas de Berlín, recorre las más elegantes calles de Turín y se detiene, sobre todo en la Roma decadente de via Giulia, desde donde el protagonista trata de descifrar la biografía de un supuesto escritor, premio Nobel sucesor de Camilo José Cela, gallego como él y creador de un estilo tan tremendista y salaz como el del autor de Iria Flavia. En realidad, los títulos de las novelas parecen intercambiados. Ninguno le conviene más a la segunda que el de la primera. La estela de ese novelista cuya biografía sigue el narrador le hace dibujar su propio rostro y le revela que los pasos que ha seguido le llevan hasta sí mismo tanto como al descubrimiento del otro. El protagonista es ahora un refinado posmoderno, de gustos exquisitos y sensualidad hiperestésica. La búsqueda íntima se lleva a cabo en esta Vida fingida, no por las galerías del subsuelo, sino por las líneas laberínticas de los diarios del escritor investigado, quien registró con detalle impudoroso los más inconfesables deseos. Hay algo en esta fábula que permite sospechar su fabricación como roman à clef. El emparejamiento de algunos nombres propios junto a otros ficticios, la mención de fechas y lugares, sugieren un juego de guiños que el lector deberá estar atento a interpretar. Aún sin lograrlo del todo, no dejará de apreciarse la singularidad de algunos personajes que podrían incorporarse a los excéntricos-verosímiles que la fauna cultural de cualquier tiempo produce y que constituyen una de las invenciones más logradas de la novela: el malicioso editor, la viuda heredera de los derechos del escritor difunto, el artista bohemio miserable, la núbil ninfa perversa y, como no, el gran fingidor literario, el escritor, cuya biografía acaba por escu(l)pir el tiempo.
Hay una pareja intención compositiva en ambas historias. El autor ha deslizado la historia desde la perspectiva única del narrador autobiográfico, y hay entre los dos notables semejanzas. Pero, aún importa más el misterio que gracias a esa limitada versión de la historia va generando cada una de ellas. Los narradores cuentan apenas lo que saben o suponen, y lo que desconocen, lo que les es revelado en el último instante, es tan importante como lo que descubren. El relieve que va cobrando el misterio, en los dos casos, avanza hacia un final inesperado. El primero flirtea con lo sobrenatural, el segundo con el sarcasmo que produce una revelación de la que el protagonista se creía a salvo. Dos ejemplos de cómo la apariencia intersecciona con la realidad para transformarla, para advertirnos que las respuestas con que nos conformamos son inservibles porque las preguntas que nos hacemos son inestables.
Hay un valor muy estimable en las ficciones de Juan Ángel Juristo, sus ficciones están escritas para plantearse algunas preguntas que nuestra época nos formula y sus protagonistas asumen el riesgo de ir al encuentro de la revelación que les amenaza con decirles quiénes son, ya sea con la temeridad de La telaraña o la inconsciencia de Vida fingida.
Interesante artículo. Lo recomendaré a través de mi cuenta de Google.