Un buen día llega la guerra y te lo quitan todo

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Imagen de George Grosz de 1930. / Wikipedia

Póngase en su lugar: una vida cómoda, con sus disgustos y contrariedades; una educación refinada, un trabajo razonablemente querido, bien remunerado, y cuadros excelentes en las paredes de la casa. Un estilo de vida a la que podría aspirar cualquier persona. De pronto se declara la guerra y descubres que estás en el bando de los indeseables y que van a por ti. De nada sirven tus trajes bien cortados, tu prestigio como conferenciante (por ejemplo), tus amistades influyentes, a las que ves desvanecerse poco a poco hasta desaparecer del todo. Cuando vienen por ti, te encuentras en completa soledad, sin defensa posible, sin explicaciones ni contemplaciones. Y desapareces. Contigo, tu familia; y con tu familia, tus posesiones, ricas o modestas.

Es parte de lo que le pasó a cientos de miles de judíos en la pujante Alemania de hace casi 80 años. Aunque se tomaron acuerdos de ir devolviéndolas, in pectore y hasta rubricados, hace tres lustros, quedan muchas obras de arte –por no hablar de muchos otros bienes menos fáciles de encontrar- que los nazis saquearon de las casas de judíos y permanecen en los museos que los adquirieron en su día. Gota a gota van recuperando los descendientes de aquellos judíos deportados o eliminados los bienes del patrimonio familiar.

Sin embargo, muchas búsquedas y reclamaciones quedan sin respuesta todavía. Es el caso de Marty Grosz, hijo del pintor George Grosz, que reclama al Museo de Arte Moderno (MOMA), de Nueva York, uno de los retratos del poeta Max Herrmann-Neisse que pintó su padre, según recoge en una crónica The New York Times. Marty, de 83 años, es guitarrista de jazz, en Filadelfia, y no vive en la abundancia precisamente [vídeo, abajo]. Su vida se acerca al final, con lo que recuperar ese cuadro no le va a suponer la inmortalidad pero quizás sí una muerte más dulce y, sobre todo, mejores días postreros.

Los bienes de los que hablamos pertenecieron a familias judías acomodadas si no ricas, lo que quizás hace que los museos implicados remoloneen más y vayan dando largas a las reclamaciones, como ha pasado con un Oskar Kokoschka, en Alemania, hace unos meses. 

El caso es que algunos jueces norteamericanos alegan que la reclamación de Marty llega tarde, que ha rebasado la fecha límite. No lo ven así en todas partes y hasta legisladores californianos han sacado una ley que ayuda a los demandantes a salvar los obstáculos legales de este tipo.

Me apena saber que incluso el magnífico Museo de Toledo (Ohio) se hace el remolón ante las reclamaciones presionando a los jueces para que lo reconozcan como dueño legal de las piezas en conflicto. Pero no es el único; también el Guggenheim, el Museo de Bellas Artes de Boston y el Instituto de Arte de Detroit piden a los jueces que les apoyen frente a los demandantes.

Cuesta dinero y esfuerzo que sean escuchados y pocos de ellos consiguen que les devuelvan lo suyo sin recurrir a juicio. El Museo de Boston, por ejemplo, ha tardado tres años, lo que no es tanto, en devolver a sus dueños un tapiz bordado del siglo XIV que ahora luce en un museo Trentino, en Italia.

Ejemplos de lo mismo en Europa salieron hace años a la luz, en Francia, cuando el periodista Héctor Feliciano publicó, en 1996, el libro El museo desaparecido, en el que pormenorizaba el saqueo de unas 100.000 obras de arte sacadas del país galo entre 1940 y 1944. Un botín que se repitió en toda Europa. Quizás habría que agradecer que cuando empezaron los bombardeos aliados en Alemania, los jerifaltes nazis protegieran los cuadros y esculturas en minas de sal por sus buenas condiciones de humedad y conservación de las telas. Pero agradecer tal cosa me haría parecer cínica.

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