Amy Winehouse, la chica judía que tenía alma de negra

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Amy Winehouse, en una imagen de gran formato que se expone en el Jewish Museum de Londres. / jewishmuseum.org.uk

Quien se acerque a  Londres este verano y vagabundee con ánimo de paseante por una ciudad llena de sorpresas, conviene que se deje perder por las calles de Camden Town y visite en Albert Street, muy próxima a la estación de metro de Camden Town, el Museo Judío, ya que entre las exposiciones permanentes, como la que da fe de la historia del pueblo hebreo en Inglaterra desde 1066 hasta nuestros días, una galería dedicada al Holocausto y una colección de arte ceremonial consistente en piezas raras y de indiscutible belleza, se topará, bajo previo pago de 7, 50 libras, con una muestra que bajo el título de Amy Winehouse: A Family Portrait, expone los objetos personales de la cantante británica muerta un 23 de julio de hace dos años. La exposición está comisariada por Alex, hermano de Amy, y su cuñada Riva y con ella se pretende dar a conocer parte de los objetos con que se rodeaba la que hasta pocos años era la vecina más famosa del barrio y, de paso, dar fe de que la cantante estaba muy arraigada en la comunidad judía del mismo, cosa probada respecto a su familia.

Hay que advertir que quien quiera verla tiene hasta mediados de septiembre para ello, algo fácilmente comprensible pues Amy murió en verano y se quiere aprovechar el gran tirón que tienen las efemérides entre los anglosajones para que la exposición rinda resultados económicos. Por otro lado es un poco superfluo afirmar que este tipo de exposiciones sólo están realizadas con miras a dar satisfacción a los fetichistas, que no admiradores, de la cantante, porque los responsables de la muestra son conscientes de la enorme cantidad de fans que Amy Winehouse tenía hasta rozar la histeria y saben que el éxito está asegurado. Contrasta, así, lo cotidiano de lo que se expone con la caja que se espera recaude la muestra en estos meses de verano: nunca una exposición podría haber sido tan rentable en términos relativos. Ropa que perteneció  a la cantante, su colección de discos, un vídeo de audición en la Academia de Teatro de Sylvia Young,  fotos antes nunca expuestas, instantáneas de cenas en familia los viernes por la noche, la cena que da lugar al Sabbath, fotos de la ceremonia del Barmitzvah de su hermano Alex, fotografías antiguas de su querida abuela Cynthia, tan adorada por la cantante, cuando era joven, su pasión por Londres, por los imanes que se acoplan a los frigoríficos, toda una colección estrambótica, por el sudoku y por Snoopy, algo que no nos extraña porque los que admiramos su excelencia como artista intuimos de siempre que podía compartir esa extrañeza ante el mundo que la asemejaba al celebrado personaje de cómic de Charles Schulz, y que le convierte en paradigma en la cultura de masas del personaje para quien la fantasía es requisito imprescindible para enfrentarse al desquiciamiento de la vida cotidiana.  Amy Winehouse, tan de libro en muchas cosas de su personalidad, casi transparente a poco que se le hiciese caso, era puro refugio fantasioso. El mundo le daba miedo. Tuvo siempre ese aspecto de gato escaldado que es casi la radiografía de la precariedad.

Aunque la Winehouse nació en Southgate, un suburbio del norte de Londres, hija de Mitchell, un taxista que gustaba del jazz y Janis, una farmaceútica, fue en Camden Town, lugar al que la familia, devotamente judía, se trasladó años más tarde, donde Amy adquirió los rasgos que la han rendido célebre en el imaginario popular. Antes de ser camarera en los pubs del barrio, cerca del celebrado mercado, estuvo recibiendo clases en la Academia de Sylvia Young, pero la expulsaron por ser un poco gamberra y hacerse un piercing en la nariz, pero ya apuntaba maneras, y gracias a Tyler James,  amigo y también cantante, Amy contaba 16 años, esa rebeldía se encarriló hacia una carrera de éxito cuando le dio un demo de la cantante a su productor.

Para hacerse una idea de la carrera meteórica de la Winehouse hay que tener en cuenta que fue en 2003 cuando esta mujer publicó su primer álbum, Frank, un disco que  a excepción de la cover todas las demás canciones que contenía eran autoría de la cantante. Fue entonces cuando comenzó su carra meteórica y la crítica la comparó con las voces de Sara Vaughan o Macy Cray. El disco fue platino en Reino Unido.

Su segundo álbum, Back to Black, la lanzó aún más al estrellato y con estos dos álbumes ganó cinco Premios Grammy de los seis a los que estaba nominada. Pocas veces una cantante había tenido un éxito tan meteórico, habida cuenta de que su discografía cuenta con apenas esos dos discos. Pero la fama dio al traste con su vida. La descolocó y entró, la familia dice que la culpa la tuvo su marido Blake Fielder Civil, en el mundillo de las drogas sin medida alguna: era capaz de meterse anfetaminas, cocaína, éxtasis, ketamina y alcohol en una sola noche, lo que sorprende en físico tan esmirriado.

Fue, entonces, cuando protagonizó escenas propias de un mundo un tanto dadaísta, como cuando  se durmió en el discurso de inauguración del restaurante Shaka Zulu que pronunció el rey de los zulúes, Goodwill Zwelitini Bhekuzulu. Ni que decir tiene que el Rey se sintió profundamente ofendido.

La opinión pública siempre desconfió de la familia Winehouse y muchos les han acusado de exprimir la fama de su hija hasta límites que rayan lo ético. Que su hermano y su cuñada hayan comisariado una muestra en el Museo judío del barrio parece rasgo en principio de buen vecino y creyente que quiere honrar la memoria de uno de sus habitantes más famosos, pero muchos han visto en esta muestra la gota que colma el vaso al vaciar la habitación de una chica para incrementar la bolsa. Desde luego no han llegado a lo que hizo el cantante Peter Doherty que vendió las colillas de los cigarrillos que habían fumado en su casa Amy Winehouse y Kate Moss, pero ya se sabe lo que da de sí este enfant terrible del rock británico que confiesa que aún guarda en el frigorífico de su casa botellas de cerveza  a medio tomar de la modelo que datan de su separación, en 2007.

Con todo el ejercicio del fetichismo no está reñido con el goce de la buena música y no hay que olvidar que el Albert & Victoria Museum alberga una muestra David Bowie con no menos crematísticas intenciones, y que si bien en Camden Town se muestra el Snoopy dela Winehourse, en la institución británica se expone la cucharilla en la que Bowie aspiraba su cocaína.

Queda la música. La voz de Amy Winehouse es la voz de una blanca que tenía alma de negra, de verdad. Fue en gran parte lo que quiso poseer Janis Joplin a su manera. Resulta curioso y a la vez inquietante saber que la madre de Amy se llama Janis.

2 Comments
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