La playa en el lago

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Daniel D. Carpintero *

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Imagen: Flickr de Kevin Dooley

Cualquier resto de poesía que aún quedase en las aguas grises poco después del amanecer quedó destruido en cuanto aparecieron con su aire de amontonamiento humano más o menos falto de proporción. El hombre clavó en la arena el palo de la sombrilla. Durante un instante su cuerpo grueso y pequeño y ennegrecido centelleó con el orgullo de los antiguos colonizadores. Llevaba unas bermudas de palmeras combinadas con unos mocasines. Luego sacó una lata de cerveza de la nevera portátil y se sentó en la arena y contempló el lago con la concentración de quien calcula cuántas baldosas caben en un metro cuadrado de cemento.

— ¿Ya no tienes qué hacer nada más? —dijo la mujer.

El hombre se levantó con un aire de muda mansedumbre y desplegó las dos sillas de camping y se sentó sobre las marcas de sus glúteos en la arena. Tenía el aspecto de preocupada reserva de alguien que sufriera un dolor de testículos. Casi siempre estaba en silencio. Era como si su energía se hubiese reconcentrado hasta dejarlo a merced de cualquier incomodidad y de cualquier leve amenaza. Bebió un trago de la lata.

— ¿Crees que yo no tengo derecho a tomar cerveza? —dijo la mujer—. ¿Has pensado que el único que puede tomarse una cerveza cuando le apetece y sin preguntar a nadie eres tú?

El hombre volvió a acercarse a la nevera con el mismo aire de dolorida abstracción y le tendió una lata a la mujer. Ella escupió el humo de su cigarrillo. Tenía los dientes negros. Era escuálida y más alta que el hombre, y una melena corta de estrella de cine de los años cincuenta enmarcaba su rostro prematuramente arrugado. Llevaba joyas. Se había puesto un biquini negro y un montón estridente de bisutería. Dijo con una mezcla de coquetería y asco:

— Preciosa, no sé si te has dado cuenta de que tengo una lata de cerveza en la mano. —Su hija de dieciséis años ni siquiera se giró para mirarla; prefirió continuar examinándose las piernas extendidas sobre la arena—. ¿Quieres que tu mamá se rompa una uña intentando abrir esta lata? ¿Quieres que me haga daño?

— No bebas cerveza —sugirió la muchacha.

— Tienes razón, cariño. Si tengo que molestarte para poder tomar una lata de cerveza es mejor que no beba nada. No quiero que hagas ningún esfuerzo por mí, querida. Si me pongo enferma no quiero que dejes de ver la televisión para ayudarme.

El hombre volvió a levantarse con el mismo aire reconcentrado y sumiso. Abrió la lata de cerveza y se sentó en la arena y siguió escrutando el lago con aprensión. La mujer dirigió la vista hacia el lado contrario y exhaló una bocanada de humo con un gesto altivo y decadente. Luego dijo:

— El día que me dé un infarto o un ataque de cualquier cosa sabré que mi familia se tomaba la molestia de abrirme las latas de cerveza. Señor doctor, le explicaré al médico, mi hija está demasiado ocupada viendo la tele como para venir a visitarme. Aunque sólo me queden quince minutos de vida. Pero fue muy atenta. ¿Sabe, doctor? Una vez me abrió una lata de cerveza.

La mujer sonrió con una mezcla rara de distinción de aristócrata y chabacanería de los barrios bajos. Era como una condesa con los dientes podridos y con la visión del mundo de una peluquera. Ni el hombre ni la hija le prestaron la más mínima atención. Un grupo de muchachos cruzaron la playa pegando patadas a una pelota de fútbol. La mujer se ahuecó el pelo y los miró acariciándose un mechón. Pero ellos sólo se fijaron en la hija; ninguno de los muchachos se molestó en disimular la fascinación casi mongólica que la chica despertaba en muchos hombres. Su madre lo había visto cientos de veces. Parecían retrasados mentales contemplando la manivela de un organillo.

— Cariño —dijo la mujer—, ojalá no te quedes embarazada a los diecinueve años de cualquier subnormal. Te pondrás gorda y te pasarás el día viendo la tele y matando moscas con un periódico viejo. Ojalá no te pase eso.

— Intentaré que no me pase —dijo la hija.

— Yo sólo espero, preciosa, que cuando empieces a volverte fea no te enamores de cualquier palurdo. Tienes los tobillos gruesos, querida. Preferiría no tener que decírtelo yo. Ojalá no tuviera que ser yo la que te diga esto, amor. Pero te pondrás gorda.

La chica observó a su madre como si estuviese viéndola a través de un tubo. Tenía los lóbulos de las orejas resecos y estirados por el peso de los pendientes. Colgaban igual que estalactitas.

— Desearía no ser yo la que te hable de estas cosas, cariño. Pero en más o menos un año los hombres dejarán de mirarte y sólo se fijarán en ti los palurdos. Yo nunca tuve ese problema. Yo siempre gocé de un cuerpo esbelto. Pero Dios reparte a su manera, preciosa, y nosotros no somos nadie para discutir sus decisiones.

— Me alegro de que tuvieras tanta suerte con Dios —repuso la muchacha—. He visto fotos tuyas de cuando eras joven. Eras un esqueleto con trozos de pellejo colgando.

La mujer se quedó paralizada. Los ojos se le vaciaron y la piel se le resecó y en su rostro brotaron más arrugas. Durante un momento no pareció un ser humano sino un objeto ortopédico abandonado en el fondo de un trastero. Después dijo:

— Desearía que alguien me untase un poco de crema.

El padre, con sus mocasines y sus bermudas de palmeras y su lata de cerveza, siguió mirando el lago. Su aspecto era el de un hombre amargamente preocupado por cualquier insignificancia. La chica dejó caer un puñado de arena sobre uno de sus muslos y vio cómo se deslizaba con lentitud entre las piernas.

— Me quemaré con el sol y me saldrá un cáncer y tendré que ir siempre con un paraguas negro —dijo la mujer—. Pero no es necesario que me untes crema, cariño. Me merezco cualquier cosa mala que me ocurra. Si me sale un cáncer porque mi hija no quiso untarme un poco de crema, me lo merezco, preciosa.

El hombre se levantó con su cadencia lenta y pesada y aprensiva. Destapó el bote de la crema y empezó a extenderla por la espalda de la mujer. Ella encendió un cigarrillo y alzó la barbilla con la expresión de quien sufre las atenciones de un lacayo idiota.

A la hora de comer la playa en el lago estaba llena de gente. La gente se amontonaba igual que desperdicios en un descampado. Había sombrillas y toallas extendidas y colchones inflables fluorescentes. Pero alrededor de ellos quedó un hueco de más o menos un metro y medio en el que aún se veía la arena. Era como si la gente, con la mezcla de temor y repugnancia y solemne incomodidad que inspiran los cadáveres, hubiera decidido alejarse de ellos. Era como si no quisieran que les sucediese lo mismo. El hombre contemplaba con dolor —con la amargura de alguien que sufriera en secreto una enfermedad penosa— la vela de un bote pequeño con la madera podrida y fétida.

— Ni siquiera es una playa —dijo la chica—. Es sólo un lago.

Eran los que llegan siempre los primeros y se marchan los últimos. Los que acuden antes que nadie a las rebajas de los grandes almacenes y aprovechan las ofertas de los supermercados y tienen un montón de aparatos inservibles tirados por los pasillos.

— Es mucho más barato que una playa de verdad, cariño —dijo la mujer—, y yo tengo la piel demasiado sofisticada como para maltratarla con ese sol horrible. —Chupó el cigarrillo; el humo salió por los intersticios de sus dientes negros—. Tú tienes mucha suerte, preciosa. Ojalá yo tuviera la piel tan áspera como tú.

— Me gustaría —dijo la chica— que pasaran cosas de verdad.

El hombre volvió la cabeza alarmado hacia su hija. Los ojos contraídos y mucosos semejantes los bichos de las almejas. Luego se levantó y sacó de la bolsa de playa vasos de plástico y bocadillos envueltos en papel de plata y un mantel a cuadros. La mujer tenía los brazos cruzados y miraba hacia el lado opuesto con una expresión petulante y ultrajada. Un niño observaba con una especie de inquisidora fijeza al hombre. Mantenía sus ojos tranquilos e insolentes en el hombre, que estaba extendiendo el mantel sobre la arena. La mujer miró al niño y el niño miró a la mujer y los dos desviaron la mirada con prepotencia. El hombre desenvolvió su bocadillo silenciosamente. Estaba encogido sobre el bocadillo. Dio un mordisco cuidadoso y masticó con aprensión y los ojos se le encharcaron mientras tragaba. La mujer inhaló un poco de humo; mordió el bocadillo y tragó el bocado. Luego exhaló el humo.

— Preferiría comer cualquier otra cosa antes que esto —dijo—. Sé que ninguno de vosotros me creéis, pero tengo el estómago muy refinado. Vosotros podéis comer cualquier porquería. Podéis comer las cosas más vulgares. Pero yo sencillamente no puedo permitírmelo, cariño. No puedo tragar tanta vulgaridad.

— Papá debería haber traído a la playa confit de canard o trufas blancas con caviar ruso —dijo la chica—. Así no tendrías que ser tan ordinaria y desagradable como nosotros.

— El confit de canard tiene demasiada grasa, guapa. Quizá tú nunca lo haya probado, pero yo sí. Y no hay nada más indigesto.

La mujer arrojó la colilla al lago y empezó a comer en serio. Muy pocas personas son conscientes del modo en que comen. Igual que muy pocos saben qué aspecto tienen cuando hacen el amor o mientras duermen. Y nadie sabe cómo será su cadáver. Ella deglutió el bocadillo. Encorvó el esqueleto sobre el bocadillo y lo devoró en pocos segundos lanzando vistazos rapaces a un lado y al otro. Luego sacó una manzana de la bolsa y se dedicó a roerla con el mismo estilo furtivo y carroñero. En cuanto terminó de comer recompuso su pose de aristócrata de los barrios bajos, de marquesa de los suburbios. El padre y la hija mantenían la vista apartada mientras ella destrozaba los alimentos con sus pequeñas y venenosas mandíbulas. Ni siquiera se miraban entre ellos. Era una especie de tabú. A continuación la mujer encendió otro cigarrillo y se tumbó en la toalla y empezó a roncar.

El hombre le quitó el cigarrillo de los dedos y la besó en la frente. La playa empezó a vaciarse. La gente recogía sus sombrillas y sus colchones inflables y caminaba hasta los coches y todo se volvía triste. Un niño se había dormido y su padre lo llevaba en brazos hasta la zona de aparcamiento. Los muchachos de la pelota de fútbol atravesaron la extensión de arena arrastrando los pies con un aire decepcionado. Ni siquiera miraron a la chica. Luego todos se habían ido. Empezó a hacer frío y el viento murmuraba acariciando las dunas con sus cuchillos y el eco de las trompetas de la oscuridad llegó hasta la playa. La mujer dejó repentinamente de roncar. Emitió una tos lúgubre y se quedó rígida. Separó los párpados con una mezcla de sorpresa y pánico y consternación. Luego fueron sólo los ojos de un espantapájaros. Su cuerpo fue paja y alambres y trozos de esparadrapo. La chica hizo entonces algo raro. Se quitó las dos partes del biquini y se sumergió desnuda en el lago negro. Cuando salió del agua con la piel fría y brillante la luna caía directamente sobre el cuerpo de su madre. Habían sido los primeros y eran los últimos. Su padre tiritaba y dijo:

— Tenemos que irnos.

(*) Daniel D. Carpintero es periodista.
2 Comments
  1. Luis says

    Muy buen relato, me ha gustado

  2. Susana says

    Me encanta! La narrativa de este escritor es extraordinaria. Deberían publicarlo más.

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