Un ruso llamado Eguipko con impermeable Mackintosh

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Luis Díez

submarino C-6
Imagen del submarino C-6 navegando en superficie. / flotillasubmarina.forumfree.it/

Muchos años después, cuando ya casi todos sus amigos habían muerto y se sentía el penúltimo contemporáneo de sí mismo, el viejo almirante Nikolai Pavlovich Eguipko todavía recordaba su nombre de guerra: Severino Moreno López, comandante de los submarinos C-6 y C-2 en España. Recordó que Madrid en ruso significa agua y se acordó del borbotón hirviendo que se derramó accidentalmente desde el samovar, en la casa de sus suegros donde vivía, sobre su pequeño hijo. Le produjo serias quemaduras. Por suerte, el hospital estaba al otro lado de la calle Isla Vasilevskii, número 36, en Leningrado (San Petesburgo) y todo se pudo remediar sin que al pequeño Víktor le quedaran cicatrices.

El recuerdo le animó a empuñar el teléfono: “Víctor, soy tu padre; haz el favor de venir a visitarme”. Cuando le tuvo ante sí, le entregó unas notas sobre su vida. No pretendía la inmortalidad, pero le fastidiaba que, como decía su admirado Hemingway, no hubiera ni una huella suya en la frente del mundo. De aquel manuscrito procede este relato, en el que Eguipko, un tipo de estatura media, pelo oscuro, ojos azules y tez morena, que parecía más español que ruso, confesaba: “Desde la atalaya de mis muchos años de vida puedo afirmar que el acontecimiento principal de ella ha sido mi activa participación en los sucesos de España, en el primer enfrentamiento con el fascismo”.

Le parecía que sus suegros no estaban demasiado contentos de que el marido de su única hija fuese marino. El padre era abogado y la madre, ama de casa. Eran personas agradables, amables y amistosas. Él procedía de una familia trabajadora y había realizado los cursos de marinería en la Escuela Naval de Frunze, pero no había podido ingresar en la Academia Naval para realizar los cursos superiores, como deseaba. De un discurso de Lenin en un congreso del Komsomol retenía la única frase que le interesaba: “Estudiar, estudiar y estudiar”, y en cuanto pudo, ingresó en la Academia, y ahora allí estaba, con su mujer y su pequeño hijo en casa de sus suegros.

La carrera de oficial de Marina duraba tres años. Terminó el primer curso antes del verano de 1937 y al día siguiente fue convocado a Moscú para que se presentara ante el Estado Mayor.

– ¿Le gustaría a usted ser enviado a España como componente del voluntariado internacional para combatir contra el fascismo internacional? -le preguntó el oficial encargado del reclutamiento, de cuyo nombre ni se acordaba.

– ¡Por supuesto que sí! -dijo Eguipko. Cualquier otra respuesta le hubiera acarreado consecuencias negativas.

– Tal vez debiera pensarlo un poco, dado que tiene usted una criatura (un hijo) -dijo el oficial como si tratara de medir su valor y convicción.

– No hay nada que pensar, yo estoy de acuerdo y decidido -respondió sin prestar atención al aviso interior sobre el disgusto de su mujer y sus suegros. Después de todo, la resignación está para usarse, pensó.

– Bien, entonces Nikolai Pavlovich vamos con el papeleo.

Se enteró de que en aquel momento, el agregado naval en España y asesor del ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, estaba en Moscú, y pidió hablar con él. Su tocayo Nikolai Kuznetsov le describió la situación a grandes rasgos. Rápidamente le proporcionaron ropa civil: un traje, un impermeable de la marca Mackintosh, un sombrero y otras prendas. También le entregaron un billete de tren, comprado con antelación. Riga-Amberes-París. En la capital francesa se registró con su pasaporte soviético y se alojó en un hotel como si fuera un simple turista. Al día siguiente fue a la embajada de la URSS, se entrevistó con el agregado aéreo, el cojo Vasilchenko, que se apoderó de su documentación y luego ordenó a un conductor que lo trasladara a la embajada española, donde le dieron un documento de identidad con el nombre de Severino Moreno López.

Nicolai_Paulovich_Eguipko
El comandante ruso Nikolai Paulovich Eguipko, que adoptó el sobrenombre de Severino Moreno López durante la Guerra Civil española.

Me convertí en un español que no hablaba una palabra de español; había estudiado en la escuela y en la academia algo de inglés y francés y podía soltar media docena de frases en esos idiomas, pero en la lengua de Cervantes no sabía decir ni inmersión ni emersión, nada, aunque luego dijeran que yo tenía pinta de español, lo cual me resultó bastante útil”, escribió.

Todo sucedió con rapidez. Fue traslado en coche al sur de Francia. “Estuvimos viajando toda la noche y al final llegamos a un aeródromo deportivo privado. Nos detuvimos en el hangar. Mi compañero de viaje trató de mantenerse al margen, pero yo comprobé que el coste del pasaje aéreo era una barbaridad: entre 20.000 y 30.000 francos”. En aquella época, el precio de un automóvil nuevo a estrenar estaba en 25.000 euros.

Subió con su acompañante, un español, al aeroplano monomotor. Le fastidiaba jugarse la vida gratis por un mundo que consideraba mejor mientras otros se forraban poniendo precio a su riesgo. Se puso a mirar por la ventanilla. Volaban hacia Bayona y el cielo era claro y limpio. Luego aparecieron una nubes que no le impidieron divisar la tersa superficie del Golfo de Vizcaya y una guirnalda de buques, integrada por un crucero y varios barcos auxiliares, que intercambiaban cañonazos.

Desde lo alto veía los fogonazos. “¡Nos están disparando!”, gritó al piloto que, inmediatamente, ganó altura y se adentró en una masa nubosa. Volaron un trecho entre las nubes y asomaron por un hueco, pero todavía estaban en territorio fascista y vieron las balas trazadoras contra ellos. El piloto dio un giro y perdió altura rápidamente. Veinte minutos después aterrizaron en un aeródromo cercano a la ciudad de Santander. Lo hicieron por el borde de la pista porque un Heinkel alemán la acababa de destrozar.

Ya en el cuartel de la Armada en Santander, Eguipko se encontró con el camarada Burmistrov, quien llevaba en España desde febrero de 1937 y era el primer comandante ruso de los submarinos C-1 y C-6. La reparación del C-6, que había resultado dañado en el bombardeo de Bilbao –la base de submarinos estaba en Portugalete– había terminado y él debía relevar en el mando a Burmistrov. En aquellos días, la flota submarina del Cantábrico estaba integrada por tres ejemplares, el C-2, el C-4 y el C-6, y su misión principal consistía en proteger los buques mercantes rusos con suministros para la República. El C-1 también había navegado por allí antes de recibir la orden de volver a Cartagena, base naval principal de la República.

La dotación del C-6 eran muchachos procedentes de las clases trabajadoras de Cataluña y Valencia. Había socialistas, comunistas, anarquistas. El comisario político era el tercer maquinista, Julio Lizano, alias Paolo, un comunista de carácter decidido y mente calenturienta que mantenía la disciplina y el buen orden a bordo. El ayudante, Vokshin, era un comunista yugoslavo que estaba condenado a muerte en su país y hablaba ruso y español. En España se apellidaba Valdés. Eguipko se entendió bien con él, y con la tripulación. Su problema no iba a ser el personal sino el material, como pudo comprobar con el episodio del maldito torpedo que se volvió contra ellos y el que estalló bajo el barco.

Ya el propio diseño del submarino era “internacional”: armamento italiano adquirido en Grecia a precio de saldo, periscopios ingleses, planta propulsora y giroscópica alemana… No había piezas de repuesto ni talleres en los que efectuar sencillas reparaciones, de modo que debían recurrir a lo que tuvieran a mano. En una  salida, Eguipko notó una fuerte vibración en el periscopio de ataque. A determinada velocidad, no podía ser utilizado. Si no disponía de ojos, mejor no salir al mar, pensó. ¡Craso error!  Pronto le hicieron comprender que contra la lógica de la eficacia en el combate, que se basaba en la característica principal del buque, mantenerse oculto al acecho, en aquella guerra era mejor estar visible para que el enemigo supiese que había submarinos y ocultarse si decidían atacarles. Si todas las cosas tienen su cara y la contraria, los mandos republicanos optaban por la contraria.

A Eguipko, comandante Seve, aquello le parecía manicomial. “El mando naval republicano cometió un gran número de errores y faltas operativas de todo tipo”, escribió. No se había organizado un sistema fiable de observación y comunicación entre los buques republicanos, el secreto de las operaciones no era respetado, las luces de identificación de los submarinos de vuelta a la base debían ser encendidas para evitar accidentes, lo que atraía a la aviación enemiga, había traidores entre los mandos, en las dotaciones y en las poblaciones –en este caso, Santander–, donde atracaban.

Todo esto nos ocasionó muchos fallos”, añadía el comandante, quien recordaba que la mayoría de los perjuicios bélicos seguían siendo obra del crucero rebelde Almirante Cervera, que hostigaba los submarinos y bombardeaba la costa a placer. Paolo, él y otros miembros de la tripulación con los que mantenía una buena relación, no abandonaban la idea de propinarle su merecido. Un día, después de navegar en inmersión profunda durante una hora, subieron a cota periscópica y divisaron la silueta familiar del Cervera. Era la segunda vez que lo encontraban. El comandante ordenó rumbo de combate y a una distancia de 700 metros dio la orden de “alistar tubos de popa”. Podía ver claramente a los marineros y los cañones a lo largo de la borda del Chulo del Cantábrico. El oficial de derrota confirmó sus observaciones. Pero entonces, el contramaestre, que estaba a los timones de profundidad, los movió rápidamente “a bajar”. El buque ganó profundidad y alguien, probablemente el oficial de derrota, pulsó el botón de arriado del periscopio, cuyo rebufo golpeó al comandante, dejándole durante unos minutos fuera de combate.

Se repuso del doloroso impacto y ordenó con voz perentoria: “¡Timones, a subir!” Y entonces tuvo la impresión de que el regreso a cota periscópica tardaba una eternidad. Ahora sabía que para garantizar el éxito de un ataque había que contar con una dotación leal. Por segunda vez, aquel terrible crucero enemigo que cañoneaba las poblaciones civiles de la costa y que fue utilizado después por las autoridades franquistas para trasladar el brazo incorrupto del apóstol San Pablo, eludía su destino.

Capítulo anterior: "El C-6 contra El chulo del Cantábrico".
Capítulo siguiente: "El C-6, con la muerte en los timones".
3 Comments
  1. Gazapo says

    Donde dice «el precio de un automóvil nuevo a estrenar estaba en 25.000 euros» debe decir «francos»

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