Mi caso Bárcenas (y IV)

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Aníbal Malvar

Smeerch_Flickr
Imagen: Smeerch (Flickr)

(Tras ser contratada por Mariano Rajoy y por Aznar para desvelar lo que Bárcenas sabe que ellos no saben de sí mismos, la detectivesa salvaje Pepa Roble llega a una misteriosa mansión. Allí descubre a Bárcenas, Rajoy y toda la cúpula política, financiera y militar española. Se ríen, son felices. Y no es para menos...).

Extraje del Ives Saint Laurent unos prismáticos de visión nocturna y el micrófono direccional. También me pinté los labios escondida en la maleza del vasto jardín. Yo sospechaba la misión altamente peligrosa. Podía morir si fracasaba. Y no es cuestión de aceptar el sacrificio y la muerte sin antes haberse puesto una un poco mona.

La mansión era de piedra, con balconales de forjado y un amplio porche, donde cenaban, hablaban y reían Mariano Rajoy, Luis Bárcenas, el irrepetible Josemari Aznar, Ana Botella en top less, Rodrigo Rato, Cospedal, Soraya y todo el consejo de ministros, la cúpula financiera del país y unos cuantos militares con uniforme, con pendientes y con pestañas postizas. Enseguida noté algo extraño. No había servidumbre. La mesa la atendían ellos mismos. De vez en cuando, se levantaba Aznar, o Bárcenas o Emilio Botín y traía una nueva bandeja de codornices o de ostras. Con los prismáticos de visión nocturna pude comprobar que las bandejas que acababa de distribuir Alberto Núñez Feijoo contenían ostras. Ostras con perla. Los comensales se comían la ostra y escupían la perla en el jardín, con lo que el verde esmeralda del césped del jardín pronto se vio redundantemente perlado de perlas. Lo habitual en estas situaciones de alto riesgo es que te despreocupes un poco de tu vida y empieces a fantasear sobre lo bien que te quedarían al cuello esas perlas. Por eso hay que mantener alerta la atención, que no es momento en el que una dama en riesgo se pueda permitir tener el chichi para farolillos.

Dirigí el micrófono hacia los comensales y estuve a punto de sufrir un colapso neuronal. Mariano Rajoy delineaba un perfecto discurso sobre las políticas económicas poskeynesianas que podrían salvar la economía española en diez minutos. Soraya Sáenz de Santamaría derivó, inteligente y humorosa, la conversación hacia el más ligero asunto de la crítica de la razón pura. Y, con no menos chispa intelectiva, Mayor Oreja argumentó, wildeanamente, que la única diferencia entre una política igualitaria eterna y un capricho es que el capricho dura para toda la vida. De vez en cuando, ceremoniosamente, alguien mojaba una banderita española en vino de Toro y la introducía en el interior de un gran jarrón chino que boqueaba junto a una columna medio dórica. No soporto los excesos sinápticos de los cerebros superiores al mío, no tan comunes, así que salí de la sombra del árbol que me amparaba, extraje del Ives Saint Laurent mi subfusil FN P90 con cadencia de tiro de 900 disparos por minuto, y me dispuse a morir dignamente ante tal ejército de farsantes, rezando porque no me disparasen a la cabeza: ya tenía el pelo bastante revuelto para aun por encima recibir un balazo.

– Manos arriba todos -grité-. Hatajo de impostores.

– Aquí el único que imposta, y solo la voz, es nuestro amado Javi Arenas -dijo alegremente Mariano Rajoy sin cecear y pronunciando la "d" de los participios.

– El arte de la seducción es el arte de la dicción. Por eso todo el sexo es oral -replicó Arenas provocando la carcajada general de la concurrencia.

– La palabra amor tiene solo cuatro letras para que hasta el más zafio la pueda pronunciar -dijo redicha y sabiamente Soraya.

– Imaginad que amor se dijera esternocleidomastoideo. Nadie se enamoraría -alegó Pedro Morenés, ministro de Defensa.

Descubrir que tus gobernantes pueden decir frases inteligentes es peor que comprobar que alguno de tus ex amantes es más feliz con otra. Disparé una ráfaga de mi FN P90 por encima de sus cabezas. Se rieron.

– Ay, qué mona -me aplaudió Ana Botella.

– ¿Se puede saber qué sucede aquí? -pregunté apuntando a Mariano, el indiscutible líder que no cecea y pronuncia la "d" de los participios en la intimidad.

– Aparta de mí ese cáliz -me dijo Mariano acercándose con su andar mesiánico, acompasado y perfecto.

Aparté el subfusil. Hay un determinado y exclusivo grupo de hombres que mejor que te encañonen a encañonarlos. Vosotras me entenderéis. Mariano, de repente, se había reconvertido en macho de la primera especie.

– ¿Qué ocurre aquí? Esto no es real. No sois vosotros. Parecéis inteligentes. Vosotros no sois nuestros verdaderos gobernantes. Os he descubierto, y ahora pagaréis todos vuestros desmanes -recité recordando al Capitán Trueno y a Crispín.

La carcajada fue tan general que pareció una asonada militar cualquiera.

– Jovencilla ignorante -se me acercó Jaime Mayor Oreja, y cuando el cañón de mi FN P90 tocó su pecho lo apartó con un gesto delicado de su mano izquierda.

A mis espaldas, sentí una presencia silenciosa y torcí miedosamente la cabeza. Era Francisco Álvarez Cascos, que acercó sus golosos labios a mi oído y recitó: Adonde te marchaste, amado, y me dejaste sin gemido. Como el ciervo huiste, habiéndome herido. Salí tras ti clamando y eras ido. Un golpe de miedo acarició mi espina dorsal. Me di la vuelta y apunté mi arma contra sus testículos.

– Es usted un farsante. Usted no es Álvarez Cascos. Ningún ministro de ningún gobierno democrático español ha gozado de suficiente cerebro como para recitar más o menos exactamente a Juan de la Cruz.

– San Juan de la Cruz, niñata. San Juan. San. ¿Acaso no sabes que hace más inmortal el ser santo que hacer versos? -María Dolores de Cospedal había apartado de un manotazo a Mayor Oreja.

– ¿Qué significa esto?

– Os estamos engañando.

– Desde hace mucho tiempo.

– Nosotros no somos ellos.

– Y vosotros sois vosotros.

Se rieron otra vez. Cada frase la pronunciaba un miembro de la pequeña multitud, con voces idénticas, con dicción fría.

– Somos la oligarquía.

– No. No somos la oligarquía. Somos el poder.

– Esos a los que ves cada día diciendo sandeces en la televisión.

– Esos que os gobiernan.

– Esos que entran en la cárcel.

– Esos no somos nosotros.

– No somos nosotros -se adelantó Luis Bárcenas un paso, y todos se apartaron como ante la contemplación de un dios de lo celeste.

– O sea que ustedes no son ellos -deduje en voz alta.

– Son clones -sonrió Bárcenas-. ¿Se cree usted que a mí me habrían pillado con solo cincuenta y pico millones? Para que luego los rojos digan que el PP no invierte en investigación. Hemos fabricado unos clones cojonudos para que os gobiernen

– Los españoles son incapaces de dejarse gobernar por gente inteligente -apuntó Miguel Blesa.

– Tuvimos que crear clones.

– Inventar seres inferiores para podernos comunicar con el pueblo llano.

– Con el votante de a pie.

– O con el que va en coche -dijo Mayor Oreja.

Hubo un silencio. Todos miraron hacia Mayor Oreja. Mayor Oreja empalideció, con lo que le cuesta empalidecer a un vasco.

– ¡¡¡Chiste malo!!! -gritaron todos al unísono.

Y, de repente, la horda de ministros, financieros, empresarios y presidentes nacionales y autonómicos se lanzó sobre Mayor Oreja y lo devoraron a mordiscos, dejando apenas un aplastado rastro de esqueleto.

– Ya os dije que con Jaime no había que hacer ningún clon -dijo Ana Mato-. El original ya era suficientemente tonto.

Todos se rieron con sus bocas ensangrentadas. Y empezó otra vez la letanía de voces alternadas.

– Tuvimos que crear clones.

– A los representantes de gobiernos inteligentes no los comprendíais.

– Los oligarcas teníamos que crear candidatos tontos para seguir oligarqueando.

– Y nos hicimos clones.

– Tontos.

– Para disimular.

– No fallan casi nunca.

-Bueno... -dijo Bárcenas-. El de Cospe... con el diferido....

– Luis, haz el favor de no meterte con mi clon -se enfadó Cospedal.

– No te ofendas, Maridolo -intervino Rajoy sin ceceo y con la "d" en los participios-. Mi Marianico lleva año y pico sin dar ni una, y a mí me da tanta risa como a cualquiera.

– No soporto que insulten a mi clon -le replicó Cospedal.

– No le cojas demasiado cariño a tu clon, Maridolo. Ni siquiera los votantes le cogen cariño a nuestros clones. Si dices una tontería más, te devoramos.

Entonces comprendí por quién estábamos gobernados. Subí el cañón de mi fusil hasta mi boca y apreté el gatillo. Es cierto que no se escucha esa postrera detonación. Nunca volví a escuchar nada.

Capítulo anterior.

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