El C-6, con la muerte en los timones

1

Luis Díez

reflotamiento del C-6
Reflotamiento del submarino C-6 en aguas del puerto de Gijón, el 27 de noviembre de 1947. / flotillasubmarina.forumfree.it

La situación en el norte de España era muy complicada. La aviación nazi había arrasado Guernika con sus raids aéreos y bombardeado Durango. Aunque los madrileños llevan tiempo soportando los bombardeos contra la población civil, una salvajada de aquellas características no se había visto en guerra alguna de las libradas en los países de Europa hasta entonces. Ya es conocido el énfasis de los propagandistas franquistas en culpar del bombardeo de Guernika a los republicanos. Tras la ocupación de Bilbao, las tropas franquistas trataban de avanzar hacia Asturias. La gente estaba aterrada. En Santander se vivía una situación de pánico. El frente se aproximaba a los arrabales del puerto, donde fondeaban los destructores Ciscar y José Luis Díez y los tres submarinos, incluido el  C-6 de Eguipko. La ciudad quedó rodeada y el anillo de fuego se iba cerrando sobre los muelles.

Entonces el jefe de la flota, Valentín Fuentes, que algunos consideraban la versión más pulimentada de la ineficacia y al que Eguipko llamaba don Valentino, dio orden a todos los comandantes de que zarparan aquella misma noche. Eguipko sabía que algunos compatriotas rusos seguían en la ciudad cercada. Si caían en manos de los enemigos, eran gente muerta. No podía dejarlos en la estacada. Don Valentino repetía la orden de que abandonara el puerto y él seguía presentando excusas. Uno de los asesores rusos era el coronel Rodino Yakolevich Malinovskii, que luego fue ministro de Defensa de la URSS. Con él estaba una intérprete llamada Emmochka, algo así como Enmita, que luego fue editora de la revista Mujer Soviética.

La aviación fascista empezó a bombardear la ciudad, comenzando por el puerto. El cañón antiaéreo del C-6, con un ángulo de elevación de 85º, trataba de mantener a raya al enemigo. “Estábamos rodeados por los fragmentos volantes de los proyectiles que explotaban en las inmediaciones. Uno de nuestros marineros cayó muerto. La gente trataba por todos los medios de subir al buque y tuve que repartir carabinas a la marinería para impedir que nos invadieran”, recordaba Eguipko.

Por fin llegaron los asesores rusos y algunos líderes republicanos. Embarcaron. Era hora de abandonar el atracadero, pero ocurrió algo inesperado: un barco con varias personas gritando en cubierta se dirigía contra ellos. ¿Qué rayos era aquello? El capitán y el maquinista habían abandonado el buque a su suerte. El C-6 maniobró rápidamente y evitó el choque.

No acabó ahí la dilación. El comisario Paolo también quería salvar a los suyos, concretamente, al presidente del comité central del Partido Comunista Vasco. “Me pidieron que salvara el tesoro del Estado y les contesté que sí”. El comandante les cedió además su camarote para que guardaran los valores, la documentación y el dinero empaquetado que transportaron rápidamente en varias carretillas. El C-6 era ya el único buque de la flota republicana que se mantenía en el puerto, con la tripulación a punto de sublevarse por el riesgo que estaban corriendo y el excesivo número de extraños a bordo. Paolo lograba a duras penas mantener el orden.

Pasada la medianoche del 25 de agosto, nada más abandonar el puerto de Santander, Eguipko y el oficial naval ruso Arkadü Kruchenykh, que iban en el puente de mando, distinguieron la silueta de un buque con las luces apagadas que navegaba de proa hacia ellos. El comandante ordenó inmersión urgente. Era el destructor enemigo Velasco. “Durante un rato pude escuchar el sonido de sus hélices sobre nosotros”. Eguipko solía navegar a 30 ó 40 metros de profundidad, pero en aquella ocasión, con los mandos republicanos de la región norteña a bordo, realizó la travesía hasta Gijón a mayor profundidad, sin que estos se enteraran de que el Velasco les quería cazar.

Al día siguiente de atracar en el entonces pequeño puerto del Musel, donde se amontonaban los transportes y demás buques republicanos, la aviación enemiga realizó uno de los más severos bombardeos, destruyendo impunemente embarcaciones civiles. Tres transportes resultaron hundidos. El destructor José Luis Díez también resultó dañado. Aquella noche, los tres submarinos abandonaron el puerto para realizar unas misiones de combate organizadas a toda prisa. Antes de llegar a la zona de operaciones, otra maldita avería dejó fuera de servicio los timones horizontales. El asunto era muy serio porque privaba al sumergible de la capacidad de maniobrar bajo el agua.

El comandante puso un mensaje a Gijón. Silencio. Repitieron varias veces el mensaje a distintas horas. Gijón no contestaba. Entonces transmitieron un radio a la base principal, en Cartagena: “El submarino tiene dañados los timones de profundidad; informe sobre la situación en Gijón”. La respuesta fue inmediata: “Se han dirigido al mando equivocado, llamen a su propio mando”. La ciudad seguía bajo el fuego enemio y don Valentino contestó al sexto día: “Permanezcan en la zona hasta que reciban instrucciones”.

Mientras tanto captaban los mensajes del C-2 y el C-4 solicitando permiso para dirigirse a algún puerto francés. También ellos sufrían averías. El comandante del C-4 comunicaba al mando en Gijón: “Tengo averías; solicito permiso para entrar en puerto francés”. Don Valentino: “¡En nombre de la Ley le prohíbo terminante hacer tal cosa!” El submarino: “Tengo serias averías y pido permiso para entrar en un puerto francés”. El mando: “¡En nombre de la Ley, se lo prohíbo terminantemente!” Último radio: “No puedo aguantar en este estado. Me dirijo a Francia”. Respuesta: “¡Se lo prohíbo!” Unos mensajes similares captaron del C-2.

De la noche a la mañana se habían quedado solos en la misión de combate. Muchos miembros de la tripulación andaban ceñudos y susurraban entre dientes por qué diablos no seguían el mismo camino. Arrastraban los pies de un lado a otro con consignas y conciliábulos. Ya llevaban diez días en alta mar y la energía de Paolo no era ilimitada. Antes de tirar por la borda a algún cabecilla impaciente, decidió envolverse en la bandera republicana del buque y soltar la penúltima soflama contra aquellos hijoputas cobardes. En Gijón, el mando, es decir, don Valentino, acabó entendiendo la situación y autorizó el regreso al Musel. Pero aquello tampoco sirvió para calmar la situación porque la tripulación sabía que el enemigo mantenía el bloqueo por mar y había minado el puerto. Eso sin contar que las órdenes del mando republicano eran descubiertas enseguida por el enemigo.

Esquivaron una cañonera y burlaron varias lanchas torpederas. La suerte estaba echada. Eguipko ordenó inmersión a una cota de 30 metros. Navegaban a oscuras, muy despacio, a menos de cuatro millas por hora. De repente oyeron unos fuertes sonidos metálicos contra el buque y se quedaron sin respiración, pensando que habían chocado con los cables con los que el enemigo fondeaba las minas. Pasaron unos segundos de angustia esperando la explosión, pero la mina no estalló; simplemente habían calculado mal y habían tocado el fondo de la entrada al puerto. “¡Emersión, emersión!”, gritó Eguipko tras el “¡Paren máquinas!” “Salimos a  400 metros de las bocas de los cañones de las defensas costeras, que nos estaban apuntando. Fue una buena cosa que Paolo estuviese ondeando la bandera republicana en lo alto del puente”, recordaba el comandante.

La situación en Gijón era bastante angustiosa. El enemigo estaba cerca de la ciudad y los efectivos republicanos no disponían de munición suficiente para rechazar su avance. Los desplazados, cansados y nerviosos, se reunían en las calles y en el puerto. Debían reparar cuanto antes el submarino y avituallarse. Paolo mantenía la disciplina y casi todos estaban manos a la obra cuando los Junkers fascistas volvieron a aparecer en el cielo, bombardeando el puerto. Una bomba estalló entre el muelle y el costado del C-6. El impacto se produjo por encima de la línea de flotación y no ocasionó ninguna inundación grave, pero el submarino quedó herido de muerte: los equipos resultaron arrancados de sus sitios, la batería quedó destruida y los motores diesel, desplazados de sus bancadas. Siguieron cayendo bombas. Al fin cayó lo que todos deseaban: la noche, y el comandante pudo conseguir un coche para visitar a don Valentino y pedirle permiso para hundir el buque, pues, según las leyes de la República, no debía caer en manos del enemigo.

El joven cántabro que conducía el coche, realizó el recorrido, unos 20 kilómetros, por una carretera destrozada y sinuosa a una velocidad pasmosa. Cuando estuvieron ante el mando y Eguipko le contó lo ocurrido, don Valentino negó el permiso para sacar el barco a alta mar y hundirlo. “Eso debe decidirlo una comisión; constituiré una comisión”, dijo.

– ¿Por qué no lo visita usted mismo, maldita sea?

– Le ordeno esperar a mañana a que llegue la comisión y decida.

El bombardeo de la ciudad y del puerto continuó a la mañana siguiente. Los incendios se extendían. Aquellos malditos pilotos volaban realmente bajo. Densas zonas de humo cubrían el Musel. Ya no había comunicación con el Cuartel General, de modo que Eguipko volvió, pero “don Valentino” se negó a firmar el protocolo de destrucción del barco alegando que debía informar al ministro. Así las cosas, el comandante volvió al barco, ordenó desembarcar el cañón y con la ayuda de Paolo, Valdés y unos cuantos marineros leales y de un pequeño remolcador, sacaron el buque a unas tres millas del puerto, donde había 100 metros de sonda. “¡Abrir kingstons y ventilaciones!”, fue la última orden de Eguipko, que permaneció en el puente de mando hasta que la popa se hundió y él saltó a la lancha guardacostas. Fue el fin del C-6.

Capítulo anterior: "Un ruso llamado Eguipko con impermeable Mackintosh".
Capítulo siguiente: "La 'Úrsula' caza al C-3".
1 Comment
  1. Lucas says

    Una historia muy triste y muy impresionante la del C-6. Debieron sentir una gran impotencia aquellos combatientes republicanos, víctimas de los saboteadores traidores.

Leave A Reply