Alice Munro, la gran maestra del relato corto

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Imagen de archivo de la escritora canadiense Alce Munro. / Efe
Imagen de archivo de la escritora canadiense Alce Munro. / Efe

Me daba el pálpito de que este año, que tocaba autor en lengua inglesa a juzgar por esa extraña ley de las compensaciones, aunque bien es cierto que en las apuestas aparecía una periodista y escritora bielorrusa, se lo otorgarían a alguien vinculada  a las letras norteamericanas pero aun sin pertenecer a ellas. En eso hay que reconocer que los miembros del Jurado de la Academia Sueca son bastante inmunes al ruido mediático. Eso les honra. Porque el caso es que hacía más de una veintena de años que el premio no recaía en una norteamericana, la última fue Toni Morrison, y el nombre de Philip Roth, que aparecía siempre como favorito, junto a Murakami, prometía que se iba a cumplir la ley de los papables: basta que un nombre suene insistente y alto para que no consiga el galardón. A falta de norteamericano, bueno es que sea canadiense. La decisión ha sido bastante acertada, por lo menos en lo referente a la excelencia literaria.

Llevo leyendo a Alice Munro desde la década de los ochenta, que es cuando se publicaron Las lunas de Júpiter  y tengo que decir que fue una escritora que me gustó sobremanera aunque con ciertos paliativos. Estos le vienen de sus deudas. Alice Munro nunca ocultó que sus maestros fueron Katherine Anne Porter, Carson McCullers, Eudora Welty, Flannery O´Connor, la mayoría de ellas extraordinarias escritoras sudistas, y uno termina preguntándose la razón de leer  a una aventajada discípula, por mucha voz propia que tenga, si estos maestros no han sido superados. Pero la Munro tiene otros maestros, James Agee, por ejemplo, el gran escritor de la Depresión, ese genuino representante de la generación de Rooselvelt, y que Alice Munro adoró porque la puso en contacto con su propia infancia; una niñez que se desarrolló en el ámbito rural de los años treinta y que conoció la crisis a la manera canadiense, es decir, menos ruidosa y épica e intensa que su homóloga norteamericana pero no menos dolorosa.

Pero hay algo en lo que Alice Munro es decisiva y no sólo porque sea una maestra consumada del relato corto, sino por la significación que tiene dentro de la evolución literaria de su propio país. Canadá es una nación poseedora de dos grandes tradiciones culturales, la anglosajona y la francesa del Québec. El país nunca dio ni de lejos escritores de la talla de los de su vecino país, quizá por razón de su conformidad respecto a  su destino como nación, como Arcadia helada dentro de la Commonwealth, y su literatura, sobre todo la anglosajona, era una copia deslavazada en gran parte de los casos de la literatura de corte convencional de la narrativa británica.

Alice Munro, que viene de un ámbito de vida muy dura, como muchos canadienses, pero que ha conseguido asimilar lo mejor de la tradición realista norteamericana, es, con toda probabilidad, la Gran Dama de las letras de su país. Es una autora que en los Estados Unidos sería una escritora excelente pero en Canadá se trata de algo excepcional porque es una renovadora de la literatura de su país y eso es importante. Alice Munro consiguió que Canadá se pusiera a la altura de otro país en desventaja, Australia, y similar en cuanto a excelencia con Sudáfrica, donde los casos de Nadine Gordimer y Coetzee ponen el listón muy alto. Y romper la tradición de un país, con la carga de inercia que eso lleva consigo y ser un referente fundacional no es, en el mundo actual, algo usual.

Lo curioso de Alice Munro es la magnífica obsesión que poseyó desde muy joven. Si se leen sus primeros libros de relatos, muchas de sus obras están publicadas por Lumen, sobre todo, gracias  la labor de Silvia Querini, y de RBA, caemos en la cuenta de que su mundo estaba ya hecho. Cuenta la leyenda que comenzó escribiendo relatos en el tiempo que le dejaba la siesta de sus hijos y que luego los vendía a la radio para convertirlas en series. No es mal comienzo, desde luego de sesgo épico como lo quiere la tradición americana, para un escritor que ha hecho del realismo su bandera. Pero en Alice Munro hay un elemento de inquietud que ha ido perfilándose en sus últimos libros. Desde la publicación de La vista de Castle Rock, donde hay una fuerte evocación de un saga familiar, de gente proveniente de Escocia, que es  el pueblo de donde surgen sus ancestros, la escritura de esta mujer se ha hecho más evocadora y ha querido incidir más en actos del pasado que en un presente que se le hace un poco extraño.

Posteriormente esos relatos han tendido más a la evocación de un tiempo ido, a verbalizar en pretérito, por lo que su estilo se ha hecho más delgado, más afinado, o que se percibe en su último libro, Mi vida querida, que publicará entre nosotros Lumen.

Sin embargo, y curiosamente, la suerte de Alice Munro entre nosotros ha sido siempre una relación sin aspavientos pero con una obra suficientemente traducida y si bien escasa en ventas sí lo suficientemente acogida y, desde luego, valorada. La editorial Lumen y RBA han sido, como  las casas editoras que ha publicado entre nosotros a la Munro, desde que se publicó Las lunas de Júpiter y pasando por libros de marcada excelencia, como El progreso del amor u Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. título que revela el anclaje en el mundo cotidiano en que Alice Munro ha refulgido en la narrativa canadiense, hasta acabar en libros como Demasiada felicidad o Mi vida querida, ya dije, más íntimos, como corresponde  a su avanzada edad, hacedora ya de un estilo tardío que se diluye en la indiferencia de donde provenimos todos.

La concesión del Nobel a Alice Munro nos reconcilia en cierta forma con una institución tan alejada del ruido mediático que es capaz de premiar a autores tan excelsos y descubrirnos a todos a una poeta polaca de extraordinaria calidad. Debería sentirlo por Murakami pero no va a ser así

3 Comments
  1. Jesús Amaya T says

    Pudiera leer la obra por la cual fue clificada como nobel literario

  2. Jesús Amaya T says

    Calificada como la mejor.

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