Hace unos días se supo de una vieja denuncia presentada por una vecina de Barcelona contra una estudiante de piano cuyos acordes la estaban volviendo loca. La acusada afirma que sólo practicaba en fin de semana y que, además, se habían tomado medidas para insonorizar en lo posible la casa.
No dudo de que el golpeteo constante de una pieza interpretada por una estudiante, por muy de Chopin que sea la pieza, acabe por crear una monumental jaqueca, pero me ha llamado la atención la fe de la vecina afectada cuando denunció por ruidos a la pianista.
Barcelona solía ser una capital moderada en los ruidos hace años. Cuando una la visitaba desde la bullanguera Madrid se llevaba la agradable sorpresa de que parecía estar en otro país. En buena medida, era responsable un tráfico rodado respetuoso con las normas de cortesía urbana elementales.
Los conductores apenas usaban el claxon, paraban en los pasos de cebra, dando siempre prioridad a los peatones, aparcaban siempre en los lugares correctos. La cosa era como para deambular con la boca abierta admirando ese plácido panorama urbano.
Todo ha cambiado desde entonces. Así que ya no extraña a nadie el estruendo que arma el motorista que sube por Rambla de Cataluña sin cortarse un pelo de ir ensordeciendo a los viandantes que ni se molestan en mirarle con furia, como sí hice yo, la verdad. En auqella plácida mañana de martes.
Lo más chocante es que la moto era una hermosa Harley Davidson, a la que, imagino, su dueño había sustraído el silenciador del tubo de escape. Muy inocente hay que ser para no caer en la cuenta de la razón por la que el jinete motorizado le sopló el silenciador a su espléndida cabalgadura: recurso infalible para que la gente se fije en lo chula que es tu moto y lo guapo que eres al ir metiendo petardazos a 150 decibelios. Lo siguiente es: ¿dónde estaban los guardias urbanos, que andan de campeonato recaudatorio, que no pararon al tipo?
Los más viejos del lugar recordarán aquella brigada verde que se montó el Viejo Profesor, cuando era alcalde de Madrid, para amonestar a los malos ciudadanos en materia medioambiental. Un par de vespas que, pintadas de verde, se pasearon por la Villa unos cuantos días y que acabaron volatilizadas y desaparecidas para siempre.
Pero yo iba a alabar la fe de la vecina protestona de Puigcerdá porque hace falta fe para protestar por ruido en un país de sordos como es España. Ella asegura que el piano de la joven música sobrepasa con mucho los 40 decibelios que la ley exige respetar en zonas residenciales.
Hay que tener en cuenta que el ruido del trino de los pájaros se eleva a 10 db y hay quien mata a los ruiseñores por no poder soportar sus cánticos nocturnos. La bulla que arma una moto sin silenciador pasa de los 115 db.
El caso es que la ya concertista de piano afrontaba una pena que habría podido llevarla a pasar una temporada en la cárcel, en un proceso que ya es largo y que enfrenta a las dos familias por algo más que el ruido del piano, me temo. No es cuestión de fantasear aunque a la cineasta suiza Ursula Meier no le costaría trabajo hacer una película de esta historia.
Tanto la normativa europea como la española, contemplan muchas situaciones pero se les pasó el supuesto del ruido artístico, vaya por Dios. Las administraciones la toman con el ruido de los bares y los botellones de los jóvenes. Sienta fatal que te despierten unos cuantos borrachuzos, alegres e imparables, a las cinco de la mañana cuando regresan a sus casas, desde luego.
Pero la palma del ruido sigue llevándosela el tráfico de la ciudad y ahí, ¿quién le echa gónadas en poner remedio? Sugiero una campaña de denuncia de la gente al ruido del tráfico en su calle, en su barrio, delante de su casa. Los juzgados de guardia no van a dar abasto.
Vivo en un barrio céntrico de Boston donde los ruidos son la excepción. Cuando estoy en Madrid siempre me pregunto por qué los vecinos del piso de arriba andan a todas horas ( 12 de la noche o 6 de la mañana) con tacones, o hablan tal alto por teléfono que puede uno seguir la conversación…Dos cosas fáciles de evitar, si se piensa en el prójimo.
Hace años, en la finca de enfrente de casa vivía un joven pianista. Tocaba de maravilla, casi siempre el concierto nº 2 de Rachmaninoff. En casa fantaseábamos con pactar con él el repertorio, alguna noche que tuviésemos amigos a cenar. Éramos aún jóvenes, no acumulábamos frustración que descargar sobre pianistas y moteros.