Los niños cocineros y el futuro

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Los concursantes observan los ingredientes para preparar un desayuno durante el segundo programa. / rtve.es

Lleva tiempo promocionándose en la televisión pública un programa que consiste en hacer concursar a niños en una carrera implacable por hacerse cocineros de élite, Master Chef Junior, lo llaman. Podría tratarse de un juego ya que hablamos de menores, sólo que no me parece que sea un juego.

El concurso es copia fiel de otro hecho con adultos en el que se vio padecer algo más que estrés y agobio a cocineros que aspiraban a ser considerados chefs de prestigio. Sangre, sudor y lágrimas retransmitidas en directo por televisión. Panem et circenses del siglo XXI. Qué bien.

Son productos televisivos –ya que llamarlos programas es eufemismo innecesario- que vienen avalados por la experiencia de televisiones estadounidenses donde las risotadas y las barrigotas parecían avalar el éxito sin réplica posible: dinero fresco a raudales. Así que los programadores españoles debieron de pensar que por qué no aquí también.

Hace años proliferó otro producto de pequeños cantantes que exhibían sus vocecillas repelentes y sus gestos grotescos en imitación de sus ídolos famosos, vestidos como ridículos monosabios ellos y como artistillas de cabaret ellas. Un espectáculo muy penoso que parece satisfacer a los padres de esas criaturas, quizás con la esperanza de que ganen dinero y les valgan como seguro de vejez.

El alma humana, como el cuerpo, tiende a la entropía, al acabamiento, a la extinción, como el fuego de una estufa de leña si no se alimenta cada cierto tiempo. Al silencio y al frío. Al olvido.

Por eso es esencial alimentar nuestra alma con el único alimento que ésta admite y es capaz de asimilar: la cultura. Lo cuenta muy bien Juan José Millás en un reciente artículo en El País, con el que estoy muy de acuerdo, excepto en su optimismo de responsabilizar de lo que pasa al actual gobierno exclusivamente. Ojalá fuera así; habría esperanza.

Si a un ser humano que apenas empieza a desarrollarse, un ser de diez años, por ejemplo, se le invita a comparecer en las cocinas televisivas con la promesa de que su futuro está asegurado como gran chef, como los que salen en las revistas de moda, claro que irá de cabeza a ese circo. No sería problema si la cosa consistiera en efecto en un juego, un concurso de habilidad o conocimiento o gracia y salero. Lo malo es que las cabecitas de diez años no están maduras para sopesar lo que es real de lo que es una ilusión –muchas cabezotas de 40, tampoco- y ese juego les puede acarrear conflictos que luego habrán de solventar a golpe de psiquiatra. O simplemente, a base de frustraciones acumuladas que conduzcan a sentirse un fracaso.

Espero que usted que lee esto, y probablemente piensa que exagero, tenga razón. Porque a mí me desazona toda esta fanfarria ruidosa y estúpida; este gorgojeo de cretinos investidos de Reyes Magos.

¿Para qué sirve la cultura? Sirve para que no te la den con estos quesos. Sirve para consolar tu soledad en momentos difíciles, en los que los platós de televisión no tendrían cabida de ninguna manera. Para tener la seguridad de que no te falte nunca un amigo fiel al simple gesto de abrir las páginas de Guerra y paz, por ejemplo; de encender la radio y que suene una mazurca; contemplar un retrato renacentista: perderse en un paisaje del interior de España, captando la poesía de la que escribieron Azorín y Machado, Unamuno y Rosalía.

Mi deseo para estas fiestas es que los Magos de Oriente nos devuelvan el latín y el griego, la filosofía y la historia del arte, la música y la pintura, todo lo que los distintos gobernantes que se han ido sucediendo en la democracia han considerado superfluo, innecesario, antiguo quizás, eliminándolo sin piedad del programa escolar. Qué mala suerte la de las generaciones que no han tenido que bregar con la traducción de la guerra de las Galias, los que no han conocido a Safo ni por el forro, los que apenas saben diferenciar a los hititas de los guerreros de la Tierra Media. Ojalá no sea éste un canto de melancolía de lo irreparable ni se trate de algo irreversible.

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