El blues de Ulises

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Cartel de la película
Cartel de la película

Los hermanos Coen han demostrado a lo largo de su carrera que tienen la extraña habilidad de forjar sólidos antihéroes con los que el respetable se siente a gusto. Me vienen a la cabeza el personaje de Macy en Fargo, los fugitivos de O, Brother, El Nota, el barbero de El hombre que nunca estuvo allí…o el mismísimo sheriff Cogburn, todos ellos cansados, al borde de la rendición o caminando por el lado menos brillante de la vida.

En esta ocasión los ingeniosos hermanos judíos vuelven a retomar el tema de la creatividad, como hicieron en Barton Fink, y han compuesto un amargo blues sobre la derrota de un joven compositor y cantante de folk en el Nueva York de los sesenta, cuando el mundo cambiaba hacia un lugar desconocido y todos querían cantarlo. Llewyn Davis era uno de ellos, un artista sin suerte con tres bazas: juventud, pasión y una guitarra, en una partida de cartas marcadas. Los clubes del Greenwich Village de la capital del mundo eran en realidad el primer peldaño de Dylan y el último de todos los Davis.

A propósito de Llewyn Davis retrata con delicadeza y honestidad el difuso momento en el que muchos artistas se dan cuenta de que han perdido su apuesta. Cuando, después de varias batallas sin ganar y muchos compañeros caídos, ven alejarse el tren de los sueños desde el andén concurrido de los que no han podido. ¿Quién no conoce a alguien que ha estado soñando durante demasiado tiempo con vivir de sus cualidades artísticas?

La película nos cuenta, en cierta manera, el proceso de maduración de un joven que se resiste a arrojar la toalla y resignarse a vivir una vida mediocre, “ a existir” dice el protagonista en un momento determinado. Y, como un eterno adolescente, sigue durmiendo en sofás de casas de conocidos, no tiene un dólar en el bolsillo, se acuesta con las novias de sus amigos, se entera de casualidad que tiene un hijo… y otras irresponsabilidades propias de tal circunstancia, normalmente pasajera.

La cinta tiene el tono y el sabor amargo de la derrota y el blues, gracias fundamentalmente a una intencionadamente lúgubre fotografía y a una cuidada selección de canciones, brillantemente interpretadas por el actor protagonista, Oscar Isaac, y producidas por Marcus Mumford, de Mumford and Sons, a la sazón marido de la Carey Mulligan, quien, como es habitual, nos ofrece otra de sus brillantes interpretaciones. Hasta Justin Timberlake se marca con dignidad un pequeño papel y alguna canción.

Como en todas las historias de los Coen, hay de trasfondo un ácido sentido del humor que hace más llevadera la pesadumbre de la historia, y cuenta con algunos personajes secundarios inolvidables; entre ellos los que acompañan al protagonista en el viaje a Chicago en busca de productor: un poeta maldito y un músico drogadicto bajo la solemne apariencia de John Goodman.

A propósito de Llewyn Davis es una película de las que hacen bandería y, en general, difícil de digerir para medianías. A los incondicionales de los Coen les parecerá soberbia y a los demás, aburrida. A nosotros nos ha complacido sólo relativamente y nos quedamos en medio, porque nos ha gustado mucho la  música, porque las actuaciones son excelentes y porque nos ha contado una historia conocida con respeto por los personajes y buen tono, aunque no sea la mejor que hemos visto de ellos.

Como decía alguien, el verdadero fracaso no es no alcanzar las metas, sino no intentarlo siquiera. En ese sentido, Llewyn Davis puede estar tranquilo, pues, como Ulises, ha tenido su odisea. Por cierto, así se llama el gato con el que mantiene una especial relación en la película. Por algo será.

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