Michel Foucault, treinta años después

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Michel Foucault. / Wikipedia
Michel Foucault. / Wikipedia

Michel Foucault fue un pensador al que interesaban las ideas, la materia más humana de todas las que hay, y dedicó su vida a analizar, criticar, investigar, escribir la historia de las ideas, enseñar. En puridad, era un filósofo. Con esa palabra deberíamos ahorrarnos muchas otras. Se echan en falta, hoy, personas como él, capaces de poner en solfa los prejuicios más sólidos de la mentalidad moderna. 

Su muerte se produjo en el año en que dio la cara abiertamente el sida, 1984, el año que sirvió de título a Orwell para criticar en su novela futurista ciertos comportamientos fascistas que derivaron –siguen haciéndolo- en inmensas desgracias. Como el escritor británico, también Foucault estaba dotado de una mente clara, capaz de ver con mucha antelación las consecuencias del desarrollo generalizado del neoliberalismo, que ahora está atropellando a todo el mundo de una manera ya arrebatadora y desbordante, sin que nadie pueda aparentemente pararlo.

Más que un filósofo postmodernista o un teórico social, su pensamiento brilla en la historia crítica de la modernidad, especialmente, de las instituciones que teóricamente más han debido evolucionar, como las prisiones y los hospitales.

Los homenajes que preparan en Francia, para recordarle treinta años después de su muerte, me han causado cierta melancolía.  Melancolía de comprobar cómo su interés intelectual se ha visto arrumbado a los rincones académicos, empujado allí por una sociedad a la que ya no le importan los locos, menos aún los presidiarios, ni parece querer reflexionar sobre el lenguaje, el poder, el abuso, la esclavitud, etc., más allá de lo que digan las noticias de la televisión, o más allá de salir en manifestación a meter bulla.

De sus libros, recuerdo especialmente Vigilar y castigar (Biblioteca Nueva, 2012), cuya traducción publicó, en 1986, la editorial Siglo XXI; una obra en la que Foucault rastrea el nacimiento de la cárcel, las convenciones del suplicio, la disciplina, el castigo; escribe la historia de su perfeccionamiento, haciendo hincapié en aspectos como el que aportó el panóptico de Jeremy Bentham, como edificio perfecto para la vigilancia total.  No sólo para cárceles, claro, sino aplicable en ámbitos como fábricas, oficinas, escuelas, lugares donde el individuo pueda ser vigilando sin que el vigilante sea visto, con la intención de encontrarle culpable de algo, atormentado y castigado de inmediato o en castigo aplazado: de la pena de muerte, al encierro, del suspenso al despido, de la rebaja de sueldo al desahucio, etc.

La conciencia crítica del autor hace que sus libros sigan teniendo gran vigencia como para merecer muchas más lecturas, pero algo ha pasado en las sociedades democráticas, hundidas -además de en la miseria por la crisis- en el consumismo y el atolondramiento de las tecnologías electrónicas, demasiado ocupadas en machacarse los dedos en los aparatos que facilitan la supuesta comunicación de las redes sociales.

Lo decía en una entrevista a El País, Luciano Canfora, filólogo e historiador del mundo clásico, que considera la antigüedad, no como algo ya pasado, objeto de estudio erudito, sino como “el campo de batalla donde el enfrentamiento continúa”.

Y el enfrentamiento en nuestros días es entre la gente, desarmada ideológicamente, filosóficamente, y el poder del dinero, cada vez más omnímodo, más aconchabado con los factores dirigentes de la democracia. Dice Canfora, en relación a las elecciones europeas de mayo, que aunque el andamiaje democrático –elecciones, parlamento, etc- siga en pie, “la realidad es que se ha desarrollado y consolidado un fortísimo poder supranacional no electivo, de carácter tecnocrático y financiero” que ha dado el poder de dictar las reglas a Alemania, que actúa sin contar con el parlamento. Y concluye que la democracia en Europa es un "cadáver que anda".

Así que, en vísperas de la puesta en escena de una democracia fallida –las elecciones de mayo- viene bien acordarse del espíritu crítico de Foucault para que cada cual tome una decisión muy seria. Es primordial hacerse con buena información, no vaya a ser, como dice Soledad Gallego-Díaz en su columna del domingo pasado, que asuntos de vital importancia se escapen del radar ciudadano. Demasiadas cosas se nos han escapado ya como para poder permitirnos más pérdidas.

2 Comments
  1. S. says

    Más que democracia fallida, diría que es una democracia joven a la que no hemos dedicado suficiente esfuerzo.

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