Cuando Ana María Matute resucitó

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La escritora Ana María Matute, fallecida hoy a los 88 años, en una imagen de archivo. / (Efe)

Que yo sepa Ana María Matute resucitó dos veces a lo largo de su vida: la primera, cuando se separó del marido, el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, y tuvo una crisis personal, que la ayudaron a superar pocos amigos, entre ellos Camilo José Cela, que la acogió en su casa, y, luego tras años de estar preterida, casi olvidada, en la pomada literaria, cuando publicó Olvidado Rey Gudú, en 1996, que la supuso la consagración, dentro de la narrativa española, de una segunda juventud que no siempre todo el mundo sabe digerir.

En aquel entonces Carmen Fernández de Blas era la editora que publicó la novela y recuerdo que me consultó sobre la conveniencia de editarla. El manuscrito era enorme y estaba compuesto al modo de un tramposo cuento de hadas, que era algo que vendía muy poco y mal entonces: aún los prepúberes no habían adquirido la prepotencia suficiente en el mercado para poner de moda Harry Potter, por lo que había ciertas reticencias. Yo sabía de La torre vigía, y de que Ana María Matute era mujer capaz de colocar un ambiente cercano a cierta desolación en una supuesta Arcadia. Era su modo de perpetuar ese lado perverso, es decir, tremendo y realista, que todos llevamos dentro, y Ana María Matute, que siempre se sintió fascinada por la Edad Media, nos introdujo de golpe en una novela histórica que era arcádica, sí, pero también dotada del vislumbre de una memoria que se quería ante todo aire de posguerra.

Ni que decir tiene que pedí a la editora el manuscrito y cuando terminé aquel mamotreto le dije que esperaba no hubiera duda de que lo publicarían. Conociendo a Carmen es seguro que consultó a varios más. El caso es que la novela se publicó, fue un éxito y procuró fama y cierta distracción a una de las grandes escritoras de posguerra, una posguerra que en gran parte se salvó literariamente gracias a sus mujeres escritoras, en disonancia con los años de la República que dio pocas escritoras y grandes periodistas. Quizá el refugio obligado en la intimidad propició que en los años cuarenta se dieran una serie de escritoras fundamentales en la literatura de aquellos años, y que alguna de ella fuera autora de un solo libro, ay, Carmen Laforet, pero no fue el caso de Ana María Matute, que fue capaz en una serie de narraciones, como Los Abel, Fiesta al noroeste, Primera memoria y, sobre todo, Los hijos muertos, de reflejar como pocos aquellos años.

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Cubierta de la última obra de Ana María Matute, que será publicada en septiembre. / Efe-Editorial Destino

También Pequeño teatro, libro que escribió de jovencita y remató años después, y que está en el origen de esa etapa de Ana María Matute que desembocó en La torre vigía y en Olvidado Rey Gudú, y luego, cómo no, en Aranmanoth, que publicó hace ya catorce años. Ahora había dado a la imprenta una novela de título que la define, Demonios familiares que se publicará en Septiembre, con el nuevo curso literario.

Ana María Matute fue mujer de una enorme importancia en las letras españolas de la segunda mitad del siglo porque, a trancas y barrancas, hizo de enlace entre varias generaciones de mujeres escritoras, hasta el punto de que novelistas tan dispares como Juana Salabert, Marta Sanz o Almudena Grandes reconocen de alguna manera cierta deuda o amistad con ella. Esto es importante y no es fácil que ello ocurra, para esto hay que poseer un don de vaso comunicante, y Ana María Matute lo poseyó en grado sumo hasta el extremo de ser una especie de ave fénix, moría y nacía de vez en cuando y transmutada siempre en otra cosa.

Era divertida y una gran señora, capaz de sufrir, eso ya lo sabemos, pero también de gozar y hacer reir, y ahora, que ha muerto a los 88 años, conviene tener esto en cuenta. Siempre fue de vieja dama divertida, con su punto de extravagancia y eso la divertía porque tenía un lado teatral que sabía dosificar muy bien. Tuve la fortuna de frecuentarla e invitarla a dar alguna charla en La Coruña con motivo del premio Torrente Ballester. Había que verla degustar sus dos docenas de ostras y su o sus whiskys , mientras don Gonzalo se engullía medio queso gallego. En Salamanca, decía, no sabía igual, y hablaban mientras de Elena Quiroga y cosas así. La mayoría de las veces iba acompañada de su nuera, una caribeña que la adoraba y a la que tomaba el pelo llamándola señorita Escarlata. Esa broma no se me pasó por alto: Ana María Matute tenía algo de señorita Escarlata en su dramatización, claro, pero también en su vida real, llena de lágrimas y devastación, y mucha, mucha alegría.

Y esa ambigüedad con la que jugaba no se me ha despejado con los años en lo que respecta a su literatura. Es probable que nade contracorriente pero a pesar de gustarme mucho La torre vigía y pensar que Olvidado Rey Gudú tenía que ser publicada, sigo prefiriendo aquellas novelas de su primera etapa, de la Ana María joven que reflejó como pocos escritores los anhelos, añoranzas y temores de los años de plomo, hierro y devastación.

Y los prefiero porque Ana María Matute era mujer que sabía mucho de la crueldad y no ocultó, antes bien los niños de sus cuentos y novelas son todos unos pequeños perversos, no sé si polimorfos, como quería Dalí, pero desde luego crueles. De ahí que describiese como pocos esos tiempos crueles de posguerra, con la aparente sencillez que siempre la caracterizó.

Se ha muerto la escritora de la supuesta mirada infantil, como muchos afirman. Algo con lo que podría estar de acuerdo si logran colocar a la vez la inocencia del ojo que mira con asombro con la crueldad. Sólo así se comprenderá parte, por lo menos, de su literatura.

3 Comments
  1. Y más says

    Freud, no Dalí.

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