Recuerdos de la Semana Negra

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Las casetas de las librerías se mezclan con atracciones de feria en la Semana Negra de Gijón. / © José Luis Morilla

Con casi treinta ediciones a sus espaldas, la Semana Negra de Gijón es el festival de literatura de género con más solera del continente europeo. Dicho así suena como muy importante y muy prestigioso, y no es que no lo sea, pero también es muchas otras cosas, empezando por una celebración de la amistad, una feria cultural y una cura contra el analfabetismo. En Gijón puedes cultivar la cabeza en los mercadillos de libros, en las conferencias y ruedas de prensa, mientras te estropeas el hígado y vas subiendo el colesterol en los diversos puestos de bebida, pulpos, morcillas y mariscos. En Gijón puedes bañarte a las diez de la mañana en las aguas frías del Cantábrico, subirte a lo alto de una noria a las ocho de la tarde y caer rodando a las tres de la madrugada en medio de una tertulia sobre psicoanálisis en la terraza del hotel Don Manuel, epicentro culinario y alcohólico del evento. La Semana Negra es un gimnasio intelectual, moral y gastronómico que corrige aquel sobrio ideal griego de la unión de cuerpo y alma al que el latín, esa agencia de publicidad de los antiguos, le colocó el eslogan perfecto: mens sana in corpore insepulto.

El pasado domingo, por la mañana, bien temprano, descubrí a mi buen amigo el escritor José Carlos Somoza en un sillón del vestíbulo del Don Manuel, parapetado tras el periódico oficial de la Semana Negra como un detective de los años cuarenta. Como siempre, Somoza parecía invulnerable a la resaca y al sueño, y durante el desayuno me explicó que él no dormía apenas porque le parecía un desperdicio y una pérdida de tiempo. Cuando le confesé que yo disfrutaba mucho de una buena siesta y que, a veces, durante los momentos previos a soltar amarras, me ha venido la iluminación, la frase o el personaje que llevaba semanas buscando, hizo un expresivo gesto de asco: “Ya me dirás tú qué placer hay en quedarse inconsciente ocho horas seguidas, con la baba colgando”. En cuanto a la iluminación, recordó aquella anécdota de Billy Wilder, quien un día se despertó en medio de la noche con una idea genial en la cabeza, cogió la libreta de la mesilla, garrapateó algo a tientas, medio dormido ya, y a la manaña siguiente, cuando se despertó, feliz porque el sueño le había entregado la llave de una obra maestra, se encontró con tres escuetas palabras borroneadas: “Chico conoce chica”.

Aunque comparto plenamente la desconfianza onírica de Somoza y lamento mucho perder un tercio de mi breve vida en brazos de Morfeo, no puedo evitar caer en la inconsciencia cada quince o dieciséis horas aproximadamente. A veces caigo incluso de pie y con una copa en la mano, que es la postura habitual en las abigarradas reuniones de la Semana Negra. Pero en pocos lugares como allí he tenido la seguridad de que, si me desmayaba, alguien me sujetaría dulcemente de la nuca y me depositaría en una silla. Desde que la descubrí en carne y hueso, en el verano de 2003, cuando fui a presentar El gran silencio, mi primera novela negra, tuve la sensación de haber ingresado en una inmensa cofradía de amigos, una inextinguible e incestuosa familia llena de hermanas y hermanos: Cristina Macía, Fernando Marías, Paco Ignacio Taibo, Andreu Martín, Rafael Reig, Marta Menéndez, Justo Vasco, Martín Casariego, Elia Barceló, Carlos Salem, Pedro de Paz, Vanessa Montfort, Marta Rivera, Ismael Martínez Biurrun, Tim Powers, Ramón Pernas, Raúl Argemí, Juan Bolea, Juan Bas, Ernesto Mallo, David G. Panadero, Emilio Bueso, Mónica Miguel, Ian Watson, Paco Gómez Escribano, Cristina Fallarás, José Carlos Somoza, Luis Artigue, Alfonso Mateo Sagasta, Jerónimo Tristante, Marina Taibo, Angel de la Calle, Emilia Fernandez Navarrete, Willy Uribe, Félix J. Palma, Félix Grande, Mercedes Castro, Juan Ramón Biedma, Silvia Pérez Trejo y un montón de nombres que se me olvidan entre la marabunta infinita de escritores, editores, periodistas y lectores que pueblan su ecosistema literario.

Creo que fue hace cuatro o cinco años, cuando gané el premio Hammett por Niños de tiza, que me quedé un buen rato junto a Juan Bas contemplando el funcionamiento de una de esas atracciones de feria que oscilan entre la insensatez y el asesinato. Un tipo se montó en ella y se dejó caer desafiando a Newton y a sus leyes sin dejar de masticar un bocadillo de chorizo a dos manos. No he oído una definición mejor de la Semana Negra que el momento en que Juan, entre perplejo y fascinado, lo vio bajarse todavía vivo. Mientras sostenía un cigarro entre los dientes, soltó: “Y encima se ríe, el hijoputa”.

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David Torres y Juan Bas en la Semana Negra. / © Beatriz Faura
2 Comments
  1. Er ciruelo says

    Jajajajajjaa. Me he reído bien agusto

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