Lenguas muertas

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David Torres

Babel_Lenguas
Imagen: Wikimedia Commons

No sabría decir en qué momento exacto mi amigo Waldo empezó a obsesionarse con los viejos. En cualquier caso, no me preocupaba. Ya le había visto pasar algún que otro sarampión temático, fases obsesivas en las que le daba por tapizar su estudio únicamente con fotografías de nubes o con esqueletos de árboles secos o con pelirrojas despampanantes. Los cúmulos y los cirros se quedaban ahí, goteando, hasta que llegaba el turno de sustituirlos con olivos suplicantes y algarrobos deshaciéndose en blanco y negro. Entonces, un día, entre los encargos de las revistas de moda para la que trabajaba, empezaron a aparecer zanjas y vallas, hormigoneras inmóviles como animales prehistóricos, un obrero que fumaba mientras manejaba un martillo neumático, corros de curiosos apoyados en las vallas, mirando. 

–Casi siempre son viejos –me dijo al enseñarme las fotos–. Fíjate qué caras. Algunos parece que estuvieran contemplando un partido de fútbol no demasiado emocionante. Otros llevan un niño en los ojos, como si hubieran vuelto a la infancia, a los castillos de arena hechos con cubos y palas.

–Si tú lo dices. Yo creo que, simplemente, no tienen nada mejor qué hacer.

En Madrid a Waldo nunca le faltaría inspiración ni a los viejos espectáculos. El alcalde ya se preocupaba de que la ciudad pareciese un queso emmental. Pero siempre que pasaba por su apartamento lo encontraba enzarzado con una nueva remesa de fotografías. Entonces, mientras me acercaba al mueble-bar a servirme una copa, me daba por imaginar hipótesis extravagantes. Le decía a Waldo que tal vez los viejos estaban pagados por el ayuntamiento para vigilar la proverbial vagancia de los obreros. O quizá, algo apartados del escenario, funcionaban como una especie de coro griego, subrayando algún pasaje de la acción con comentarios del tipo “habría que echar más arena a la mezcla” o “venga, dale caña a la pala”. Comentarios que eran acogidos con una tradicional amalgama de indiferencia y fastidio, tan sorda y tan sólida como el cemento.  

Sin embargo, pasado algún tiempo, tuve que admitir que lo que había empezado como otro capricho estético, una excusa para captar las telarañas de la vejez en un rostro humano, había acabado por degenerar en una manía obsesiva. Waldo apenas era capaz de mantener los hilos del diálogo. Se quedaba parado a mitad de una frase, murmurando para sí mismo y rascándose los aledaños de una barba que había dejado crecer como al descuido. Una tarde me lo crucé por la calle y ni siquiera respondió a mi saludo. Iba murmurando solo, ensimismado, con esa soledad imperial propia de los borrachos. Cuando le puse una mano en el hombro, me miró extrañado, como si no me reconociese. Luego se pasó una mano por la cara y me pidió que le perdonara. Me dijo que andaba preocupado porque lo habían echado de la revista. 

Ignoro los pasos que hay de la manía a la locura, los nombres con que la psicología etiqueta sus botellas. No sospeché que mi amigo podía estar loco hasta aquella tarde en que me llevó hasta su casa. En lugar del apartamento luminoso donde solía rematar sus conquistas me encontré con el cuchitril de un vagabundo. Cientos, quizá miles de fotografías clavadas en las paredes, desparramadas sobre mesas y muebles. Había omitido ya cascos, grúas, picos y palas. Todas eran instantáneas de ancianos, hileras de ancianos desocupados enfrente de alguna obra, cuerpos secos y hastiados, encorvados como árboles en busca de sus raíces. Con las manos salpicadas de un temblor nervioso, mi amigo me enseñó tres rostros que se repetían. Un anciano alto, canoso, de ojos azules, con una especie de pliegue de la vejez que semejaba una sonrisa rota. Otro calvo, venerable, con una blanca aureola leonina alrededor de la sien. El tercer rostro era enjuto, arrugado, como una ciruela pasa.

– Mira bien –me dijo con una voz extrañamente sosegada–. Los tres están en todas las fotografías. En todas. Aquí los tienes otra vez. En Barcelona. En Madrid. En Granada. En ésta al pequeño lo tapa este gordo de aquí. En ésta otra casi no se le ve. 

– ¿Qué hacen? –pregunté– ¿Turismo arquitectónico?

– Hace tres meses –continuó, rebuscando en los mazos de fotos con sus manos inquietas– la revista me encargó un reportaje fotográfico en Toronto. Allí también los encontré. Mira –me mostró una instantánea algo borrosa donde, en efecto, podía vislumbrarse a los tres viejos, con ropa de invierno, gorro y guantes, entre un grupo de viejos igualmente abrigados frente a una empalizada de hielo–. Y también los encontré en Chicago, en los cimientos de un nuevo rascacielos.

Lo miré a los ojos. Empezaba a temer lo que iba a decirme. Casi podía adivinarlo.

– Les encantaba el rascacielos, comentaban en voz baja, siempre entre ellos, y luego daban órdenes con ese desparpajo insolente de los ancianos, que creen que la vejez da derecho a todo. Un día me colé entre ellos y les oí hablar. No entendí qué decían. En Chicago pueden oírse muchos idiomas raros pero nada como aquello. Al día siguiente me decidí a llevar una grabadora y esconderla en el bolsillo. No sospecharon nada, ni siquiera imaginaban que alguien los estaba siguiendo. Al cabo de unas semanas, cuando terminaron los cimientos y el rascacielos empezaba a asomar del suelo, desaparecieron.

Seguía hablando pero su voz tranquila no era más que una sombra, un residuo, un estertor. Dio al interruptor del equipo de música y un ruido polvoriento y antiguo invadió la habitación. Eran palabras pero no pertenecían a ningún idioma que yo conociera. 

– La semana pasada le llevé la cinta a un profesor de lenguas semíticas de la Autónoma. Me comentó que era muy extraño porque parecía una variante del arameo antiguo, uno de los idiomas de la Biblia. 

Waldo me miró, sin dejar de mover las manos entre las fotografías, hundiendo los dedos en la enorme confusión de retratos repetidos, como si pretendiera sacar una carta marcada en aquella baraja monstruosa e innumerable.

– Un idioma extinguido. Una lengua anterior a la confusión de las lenguas. ¿Lo entiendes? Babel. Esos tres viejos eran arquitectos de la torre de Babel, castigados por Dios en su soberbia, igual que el judío errante, a caminar con toda la eternidad a sus espaldas, a impartir durante el resto de la eternidad órdenes en una lengua muerta, una lengua que no entiende ya nadie. Están hartos de caminar, pero de vez en cuando tienen que pararse delante de una zanja, de unos cimientos empezados, intentando sugerir a los obreros que terminen de una vez la obra inacabada, que alcen la torre, la gran torre que algún día llegará hasta la puerta misma de los cielos y sacará a Dios de su trono, el mismo Dios terrible y cruel del Antiguo Testamento que los castigó para siempre.

Iba asintiendo con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Le pregunté si podía llevarme unas fotos de recuerdo. Waldo ni siquiera me miró. Me levanté y me marché. De vez en cuando miro esos retratos e intento persuadirme –sin mucha convicción– de que todos los ancianos se parecen. Poco después pasé delante de una obra: unos cuantos obreros metidos en una zanja y el sempiterno coro de viejos encorvados mirando tras las vallas. Preferí no indagar en el anonimato de los rostros arrugados por si descubría cualquier parecido con las fotos que guardo en casa con un vago resto de lástima. Pero no pude evitar ver a Waldo, barbudo, la chaqueta desastrada, balbuceando indicaciones a uno de los obreros, que las toleraba sin oírlas, sin hacerle el menor caso, entre aburrido y fastidiado. Elevaba los brazos, señalaba al cielo. No me reconoció y yo cambié de acera.

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