Puta

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Anna Grau

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Imagen: Anna Grau

Vestirse. No es lo mismo cuando habrá o cuando no habrá que desnudarse. En la primera circunstancia Ada propone y dispone su cuerpo muy de otra manera. Contando con todas las emboscadas posibles, con todos los caballos de Troya imaginables.

– No me mires así, Aquiles.

Aquiles no es el enemigo sino el gato. Se llama así por una aleación de nostalgia y de ironía muy en la línea de Ada. Ada tuvo hace años un gato tremendo, importantísimo, llamado Ulises. Ulises murió de una combinación de tumor cerebral y negligencia médica. Ada está convencida de que el tumor nació y creció en el cerebro de su gato al calor de cierto cúmulo de desgracias y desdichas de ella. Simplificando, hubo un tiempo en que Ada padecía de la mañana a la noche. Un poco más por las noches porque era cuando nadie miraba. Excepto Ulises. Venía y se desplegaba íntegro sobre su pecho, ronroneaba tajante de extremo a extremo de su corazón. No es imposible que el gato barriera para adentro, bien adentro de sí, toda la pena mortal de ella. Que en resumen se le sacrificara. Visto en perspectiva, ¿valió aquello la vida de un héroe?

– ¿Qué hacemos, Aquiles? ¿Medias de rejilla o medias cristal?

Por suerte no hay mal que cien años dure, todo pasa, nada importa, etc. Aquiles es físicamente muy parecido a Ulises, por eso Ada lo escogió. Atigrado en gris y de profundos ojos verdes. Parece muy capaz de entender la broma o cuanto menos la intención con que Ada se está vistiendo. Parece comprender que Ada tiene esta noche una cita de cierto alcance. Ada ha quedado con un señor al que de momento llamaremos J. Más adelante ya veremos qué pasa.

En la agenda de todas las mujeres hay siempre un hombre que cumple funciones de comodín. Una mezcla de amigo eterno y de cuasi amante, o de amante muy puntual, muy Guadiana –muy de confianza y totalmente desprovisto de peligrosidad–, al que se recurre en casos como el que aquí nos ocupa, y que si se nos permite analizaremos antes de proseguir. Más que nada para que el lector no se llame a engaño, o se llame lo menos posible.

Va ya para un mes, mes y medio, que Ada dejó a Iván, el hombre al que amaba cada vez menos, aunque todavía lo bastante como para que la separación resulte muy traumática. No es fácil dejar atrás determinados tipos de amor, determinadas maneras de romper el molde. Ada era consciente de esto y se ha tomado su tiempo para ir levantando cabeza muy tercamente y a la vez muy poquito a poco. No intentando apresurar el luto ni forzar un rápido reemplazo.

Y sin embargo cuando J. la llamó para quedar esta noche, Ada aceptó, y aceptó con todas las consecuencias. Y por eso se halla enfrente del espejo arreglándose y vistiéndose con el ánimo de quien sabe seguro que en unas horas se va a desnudar con público.

Por supuesto se trata de un público entregado y muy amable. J. siempre lo fue. Tan de confianza, decíamos, como tener dinero en el banco (antes de la crisis). Como sexo guardado en el congelador que sólo hace falta meter unos minutos en el microondas, listo para descongelar y usar.

Ada todavía no se atreve a tratar de acostarse con un desconocido total, con un hombre totalmente nuevo. Pero piensa que con J. la transición de Iván a mar abierto va a ser más fácil. Desasirse, despertenecer, zafarse de un dominio masculino que una vez la exaltó pero que ahora la entristece y, según como, hasta sutilmente la embrutece. El amor sin orgullo es una cruz cansina pero cruz. Es casi una marca de Caín.

Por eso Ada ha quedado para follar con su buen amigo, en cuyos brazos está segura de reencontrar normalidad y salud. A cambio ella sólo tiene que poner lo de siempre, lo que tanto place a los hombres, y a ella tanto le place que les plazca, por qué no. Qué mal hay en contentar a la gente. En arrojar unas cuantas migas de lo que a ella le sobra.

El sexo siempre le ha sobrado a Ada. No en el sentido de que esté en contra o que no le guste. No es eso. Es más bien una combinación de perplejidad (por lo que el tema llega a obsesionar a los demás, aparentemente, mucho más que a ella…) y buena voluntad. De sincero deseo de agradar a personas a las que aprecia y que le gustan.

Infinitas veces ha hecho el amor en aras, para entendernos, de la cordialidad. Y a lo mejor hasta ha puesto lo que no ponían otras que lo disfrutaban más, pero por eso mismo les costaba también más entregar, prodigarse en generosidades.

No siempre ha sido así, claro. La pasión, cuando ha llegado, ha llegado con gran majestad, con enorme fuerza. Así fue con Iván. La cabalgata de la valquiria. Un rapto de pureza en pie de guerra, de revirginificación. De retorno al más cristalino origen.

Roto el asombro, caídos los pactos, es hora de volver al sosiego y al común de los mortales. Por ejemplo a acostarse tranquilamente, cordialmente, esta noche con J.

– ¿Qué hacemos con los labios, Aquiles? ¿Carmín orquídea o rojo pasión?

Se ríe ella sola de esto del rojo pasión, que siempre le ha hecho mucha gracia. ¿Por qué se supone que la pasión es roja y no amarilla o azul?

– ¿Tú crees que la pasión es roja, J.?

Esto se lo pregunta unas cuantas horas (y whiskies) después, sentados ambos bastante juntos en un sofá precisamente de ese color, de color rojo, sito en un bar que queda muy cerca de la casa de Ada. Tan juntos están ahí sentados que inevitablemente los muslos y las rodillas se les frotan, que ella siente el aliento de J. en su cuello, un firme y satisfecho brazo de él alrededor de sus hombros. Le entra la risa porque se da cuenta que a copia de años de casi, casi, y de ir cogiendo confianza, lo suyo y lo de J. ha degenerado en una dinámica prácticamente conyugal. Ada se va a acostar esta noche con un pseudomarido con el que se propone engañar al fantasma del amante. El mundo al revés. La pasión (del color que sea) boca abajo como un plato recién fregado y puesto a escurrir. Para retornar a la manera más razonable y más sensata de hacer las cosas.

Del sofá rojo del bar al sofá negro de casa. Es de piel, arañada de arriba abajo por las tiernas zarpas de Aquiles, quien observa la escena aparentemente imperturbable, pero de lejos. Ada toma nota de que el gato, que nunca dejó de merodear sofá arriba y sofá abajo cuando lo ocupaban ella e Iván, mantiene ahora esa distancia de seguridad. Esa fijeza de alarma en sus ojos verdes.

Algo inquieta al gato, algo asusta a Ada. Algo que inexpresablemente toma cuerpo cuando Aquiles pega un brinco y se va. Desaparece al fondo de la casa que es todo pasillo, todo tránsito.

– Mi gato se ha ido.

– Olvídate del gato ahora –dice J., besándola en la boca.

Es un beso amablemente arrollador de alguien a quien Ada mucho conoce y estima. De alguien de quien ha estado varias veces al borde de enamorarse. De quien sólo espera y recibirá miramientos. Más y más mirados al proceder de un hombre al que Ada se ha brindado varias veces pero nunca ha pertenecido. Un hombre que siempre se ha quedado con ganas de más, mucho más de ella, y por eso siempre la va a llevar y a traer entre contemplaciones y algodones.

¿Hay quien dé más garantías, quien merezca más que J. que Ada despliegue sus dádivas, su cordialidad profunda ya mencionada aquí? ¿Existe puerto o refugio más seguro para dar esquinazo a la tormenta?

– Pero, ¿a dónde vas?

– Perdóname, tengo que ir al baño.

Dejando al hombre educadamente en standby se arroja Ada al largo pasillo que primero se tragó a Aquiles y ahora la engulle a ella. Es con un raro y loco alivio que se sumerge en la oscuridad. Renuncia a encender luces. Casi corre. Llega a la alcoba en penumbra. Es verdad que tiene que pasar por ahí para ir al baño. También lo es que en el centro de la cama centellean los verdes ojos de Aquiles, sus patas extendidas, abarcando una grave extensión. Como cuando Ulises se desplegaba íntegro. Obtiene Ada un segundo de paz de la contemplación del gato, su vasta dignidad cómplice. Pero ya está llevándose la mano al bolsillo donde disimuladamente deslizó el teléfono móvil antes de abandonar el sofá y el salón como un campo de batalla hostil. Se encierra en el baño. Temblándole los dedos abre el correo electrónico y teclea: “Estoy tratando con toda mi alma de acostarme con otro, y no puedo”.

Se espanta ella misma de ella misma y de la convicción con que le ha dado a la tecla enviar. No se pregunta si está loca. Demasiado bien sabe que, por desgracia, no lo está. Que ella no puede contar con ese tipo de asistencia o de indulgencia. Que es exactamente lo contrario, una bárbara lucidez sin límites, lo que le cae encima como una losa.

Junto con un imperativo de humildad que la sobrecoge. No va a volver con Iván. Eso nunca. Pero algo que no es de este tiempo, que casi no es de este mundo, la obliga a reconocer ante él que su proyecto de caída angélica y de rebelión, por ahora, ha fracasado. Que se precipitó al pensar que su manumisión ya era cosa hecha. Que todavía le debe, muy a su pesar, pleitesía a un hombre al que ya no ama, por lo menos no plenamente. Su corazón en quemada tierra de nadie, su cuerpo un ronin sin dueño y sin honor claro. Pero libre, tampoco.

Vencida y aún así considerablemente más tranquila retorna al salón y al sofá. Como es natural J. la aguarda. ¿Qué otra cosa iba a hacer el pobre? ¿Y qué otra cosa puede hacer ella que echarse en sus brazos llorando, pero negándole con firmeza los labios y cegando todas las demás bocanas de su intimidad? Él no entiende –cómo y qué va a entender– y se imaginará cualquier otra cosa. Irracionalidad o inconsecuencia femenina. Menstruación galopante. Lo que sea. En el fondo da igual. Gracias a Dios es un hombre tan bueno. Tan inocuo.

Cuando J. la abraza con más fuerza y la besa en la frente, una, dos, tres veces, Ada desea vagamente haberse enamorado en alguna ocasión de él. No obstante lo cual hace todo lo que puede para abreviar su salida por la puerta. Contiene las ganas de seguir llorando porque lo cierto es que detesta llorar ante hombre ninguno, y también porque teme darle a J. ulteriores motivos o excusas para permanecer en la casa. Ella lo que ansía es quedarse sola ya.

Es desaparecer J. por fin y producirse el inconfundible zumbido del teléfono. La insomne señal de siempre. La eterna baliza de reconocimiento. ¿Cómo la luz que Gatsby inflexiblemente oteaba en la casa de Daisy al otro lado de la bahía?

Ada se da cuenta de que es una imprudencia, y de las gordas, dejarse enternecer así porque Iván siga despierto y de guardia a estas alturas. Hubo un tiempo en que ella pensó que sólo él en todo el universo la sintonizaba y la entendía. Incluso cuando ese espejismo de edén se ha disipado, ¿puede quedar suficiente paraíso compartido, suficiente luz común? ¿No para amarse más, sino para no haberse amado menos?

Vuelve Ada a bucear en el correo electrónico que fue un día hervidero de mensajes felices. Abre con dedos tímidos que anhelan una última caricia escrita. No le duele haberse humillado así. Está hasta contenta de haberlo hecho. De que él sepa cuánto le quiso. Cuánto le está costando dejar de quererle. Y entonces va y lee:

“Eres una maldita puta. Sólo a una puta asquerosa como tú se le ocurriría hacerme saber dónde y cuándo vas a acostarte con otro. He reenviado tu correo a todos mis amigos y todos están de acuerdo conmigo en que sólo una furcia como tú puede caer tan bajo…”. 

Y es verdad que cae y cae y cae mientras sigue leyendo y leyendo y leyendo. Hipnotizada por la perfecta nitidez de tanta incomprensión. En algún momento llega a la alcoba y a la cama, se tiende en ella. Se acurruca. Se abraza a sus propias rodillas. Tiene la boca violentamente seca pero descarta levantarse a por agua. Primero tiene que acostumbrarse a respirar así y aquí. En este primitivo mundo desconocido.

Algo se mueve con insistencia. Cerca, muy cerca. Es algo que trata de acercarse todavía más. De pegarse a ella. Ada abre poco a poco los brazos. Aquiles aprovecha para plantar una suave pata en su cintura y otra en su estómago. Parece saber dónde se detuvo exactamente su respiración. Parece saberlo todo. Ella se muere por abrazarse al gato, por sentirle ronronear sobre su pecho. Pero saca fuerzas. Saca incluso una patada para echarle de la cama.

– Vete, Aquiles. Vete tan lejos de Troya como puedas. ¡Sálvate, joder!

El caso es que en la oscuridad arden sin tregua y sin pestañear unos heroicos ojos verdes.

1 Comment
  1. Fina says

    Muy bueno, me ha encantado, gracias.

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