Una cuestión de fe

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José Yoldi

Para una dulce damisela.
Basado en hechos reales.

Ermita de San Antonio de la Florida. / españaescultura.es
Ermita de San Antonio de la Florida. / españaescultura.es

Adela siempre había sido devota del santo. Un fervor que le había inculcado su madre. Desde pequeña se había acostumbrado a acompañarla hasta la ermita de la Florida, frente al puente de la Reina. Le pedían su intercesión para todo, desde la cura de una molesta escarlatina hasta ayuda para superar exámenes del colegio, especialmente los de francés y matemáticas.

Estudió en un colegio de monjas donde se integró en un grupo de ocho amigas de la misma clase a las que contagió su afición a reclamar todo tipo de favores a San Antonio, aunque este únicamente tuviera fama entre las modistillas de Madrid y de sus inmediaciones por su facilidad para conseguirles marido.

Durante la adolescencia, las nueve amigas acudieron en todas las ocasiones a la ermita el día del patrón para realizar el rito de los alfileres. Alborozadas comentaban entre ellas cuántas puntas habían quedado adheridas a su mano o si alguna se había clavado en la carne causando cierto dolor, porque las primeras significaban los pretendientes que iban a tener durante ese año, mientras que las segundas se referían a las espinas del "verdadero amor", es decir, con fines de matrimonio.

Naturalmente, todas las amigas tontearon con chicos durante esos años, pero al tiempo de cumplir 18, durante el rito de la ermita, Adela se clavó un alfiler en el dedo corazón y del pinchazo, quizá porque había afectado a algún capilar, manaron numerosas gotas de sangre que parecían no querer parar. A las nueve les pareció una buena señal, y desde aquel 13 de junio escrutaron minuciosamente a todo varón que se acercaba mucho o poco a los confines de Adela.

Algunas se mostraron impacientes porque los resultados de aquel accidente no parecían llegar nunca, pero en septiembre Adela conoció a Valentín. Había llegado desde un pueblo de Segovia a la pollería de su tío en el Mercado de Maravillas, donde echaba una mano como aprendiz y se ocupaba de llevar los pedidos a domicilio. El muchacho había efectuado una entrega en casa de Sofía, una de las de la banda, y juntas le habían abierto la puerta.

Valentín era tímido y las chicas le impresionaban. Nunca había tenido novia, aunque en el pueblo con los amigos fantaseaba con Carmen, una moza muy desenvuelta que los traía locos a todos.

Se gustaron nada más verse. Adela era morena, de pelo liso, más bien baja, piel cetrina y no demasiado atractiva. Sin embargo, a sus 18 años tenía un desparpajo que luego iría perdiendo con la edad. Sofía y Adela sometieron a un verdadero interrogatorio al joven para saber si tenía novia, o proyecto de ello, dónde vivía, si su ocupación era provisional o definitiva, si tenía amigos en Madrid, si estaría dispuesto a salir al cine o al baile con ellas y si tenía un teléfono a través del cual se podían poner en contacto con él. Una verdadera carga de la división acorazada sobre el ingenuo cadete.

Salieron juntos un par de veces. Valentín nunca había sido objeto de tantas atenciones por parte de una chica y naturalmente sus resistencias, que no eran tales, se derrumbaron como un castillo de arena con la llegada de la marea.

A pesar de la oposición del tío del muchacho, se casaron a los pocos meses. Era la primera de las amigas que enfilaba la alfombra roja y subía al altar con vestido blanco y velo de tul ilusión.

El matrimonio no duró mucho. Menos de un año, y la culpa no fue de Adela. Valentín había ido a Mercamadrid con su tío para abastecer la pollería y un camión de los del pescado le pasó por encima. No se pudo hacer nada para salvarle. Lo justo para extraer su cuerpo que había quedado encajado entre el segundo y tercer eje del vehículo.

Adela estaba inconsolable. De alguna manera culpaba a San Antonio de que no hubiera protegido a su Valentín, de modo que, enfadada, estuvo un tiempo sin acudir a la ermita de la Florida.

Mitigado el duelo, varias de sus amigas se fueron casando. Asistía a las bodas con cierta consternación por lo que le recordaban a Valentín y también porque dejaban al descubierto que estaba sola.

En un determinado momento, cuando todavía permanecían solteras Teresa, Eva y Guadalupe, cuando Marina había tenido el tercer crío, Ana iba a por el segundo y Carmen estaba con una barriga de ocho meses, Adela decidió perdonar a San Antonio. Quería un nuevo marido.

Volvió a bajar a la ermita de la Florida. Al principio un par de veces al mes. Luego, todos los domingos. No pensó que fuera a ser tan fácil como la primera vez. Había estado enfadada con el Santo y era lógico que este, a su vez, no estuviera contento con ella.

Consciente del dicho de que "A Dios rogando y con el mazo dando", decidió recorrer territorio amigo. Empezó a ir al mercado y trató de alternar con los dependientes: de la pescadería, de la frutería, de la carnicería, de la panadería. Prácticamente tocó todos los puestos salvo la pollería, por respeto a su Valentín. El resultado fue descorazonador: nada de nada.

Pero Adela no se desanimó, el Santo no se lo iba a poner fácil, pero ella no se rendía fácilmente. Aumentó la frecuencia de las visitas a la ermita hasta una diaria. Si no podía por la mañana, acudía por la tarde.

Amplió su área de influencia y visitó otros mercados por si surgían nuevos candidatos e incluso trabó conversación con unos operarios que estaban cambiando las ventanas de uno de los pisos de su edificio. Sin ningún éxito.

Los recorridos desde su domicilio —un primer piso en la zona de Ópera— hasta la ermita comenzaron a hacérsele pesados, especialmente el regreso por la cuesta de San Vicente. Tenía la pendiente justa para que llegara a casa jadeante y sudorosa.

Una tarde lo comentó en la peluquería y otra clienta le sugirió que comprase una efigie del Santo y que así le podría rezar continuamente sin tener que realizar los molestos desplazamientos. Dicho y hecho. Adela se encaminó a una tienda de ornamentos religiosos próxima a la Plaza Mayor. En la primera no encontró lo que buscaba, pero en la segunda adquirió una estatuilla de 18 centímetros de altura, ideal para lo que pretendía.

La instaló en un lugar preferente en el salón de su casa, con unas pequeñas velas a cada lado. Solo el televisor tenía mejor sitio que el Santo.

Confiada en el efecto de la imagen, redobló con energía sus recorridos por mercados y plazas. Llegó a salir dos veces con un frutero, pero el tipo era mortalmente aburrido, solo hablaba de fútbol, y un zafio que lo único que pretendía era tener relaciones sexuales sin ningún tipo de delicadeza o romanticismo.

Paralelamente, las tres amigas que quedaban solteras se fueron casando. En la boda de la última, Guadalupe, le aconsejaron que se abriera a nuevos horizontes: Internet era un camino inexplorado y una importante fuente de contactos.

Se metió en varios chats, pero no consiguió encontrar lo que buscaba. Todo era frívolo y ella no estaba para perder el tiempo. Transcurrieron varios meses desde la boda de Guada y Adela estaba un poco harta porque la situación no mejoraba.

Una calurosa tarde de principios de septiembre recibió la visita de Eva y Adela le comentó el nulo resultado que le había proporcionado la efigie del Santo. La amiga se quedó mirando a la imagen y le preguntó:

— ¿No te habrás equivocado de Santo?

— ¿Qué dices? —replicó Adela— ¿Cómo me voy a equivocar?

— Pues porque hay unos catorce o quince San Antonios, aunque sin duda los más famosos son San Antonio Abad y San Antonio de Padua. El primero era ermitaño y vivía en Egipto, mientras que el segundo era portugués y era franciscano. Como los hábitos son parecidos, te has podido equivocar.

— Y tú, ¿cómo sabes todo eso? —preguntó admirada Adela.

— Se lo pregunté al cura de mi parroquia hace años —contestó Eva.

— ¿Y cómo se distinguen? —inquirió Adela preocupada.

— El nuestro es el de Padua, aunque no era de Italia. Solo murió allí. Se llamaba Fernando Martim de Bulhoes, era portugués, de Lisboa, y vivió en tiempos de San Francisco de Asís. La ermita de la Florida con los frescos de Goya, donde se refleja uno de sus milagros, está dedicada a su memoria.

— ¿Y el otro? —quiso saber Adela.

— Bueno, hay varios más, como el fundador de los claretianos, pero el más conocido es San Antonio Abad, que debía ser rico y que, según la historia, vendió todas sus posesiones, las repartió entre los pobres y se fue al desierto a hacer vida espiritual, donde fue tentado por el demonio. Creo que Velázquez y otros pintores hicieron cuadros con esas tentaciones, pero no estoy muy segura. Este es el patrón de los animales. Pero las vestimentas entre los eremitas y los franciscanos eran parecidas, de modo que no sé si no has estado venerando al santo equivocado —dijo Eva.

— Por eso no funcionaba —reflexionaba Adela— ¡Mira que equivocarme de santo!

La mujer agarró la estatuilla de San Antonio y, con rabia, la tiró por la ventana, que estaba abierta por los calores del final del verano

Inmediatamente, se oyó un grito. Las dos mujeres se asomaron al alféizar y vieron como, en medio de la calle, un hombre de mediana edad, sentado en el suelo, se agarraba la cabeza en la que tenía una brecha de la que salía abundante sangre. La efigie de San Antonio, sin cabeza, estaba a su lado, en el suelo.

Adela pidió perdón desde la ventana y rogó al varón que no se moviera de donde estaba, que ya bajaba con agua oxigenada y gasas para curarle la herida.

Aunque tanto Adela como Eva bajaron a la calle para auxiliar al viandante herido, sobre la marcha le propusieron que subiera al piso para lavarle mejor la herida. La brecha no era demasiado profunda, pero sí aparatosa, por lo que Adela decidió que irían juntos al servicio de salud más próximo para que le dieran unos puntos.

Ernesto, un agradable arquitecto en paro, no daba crédito cuando Adela le contó por qué había lanzado la estatuilla por la ventana, pero la tranquilizó cuando le dijo que no presentaría denuncia contra ella.

Diez meses después, cuando faltaban pocos días para la festividad del patrón, Adela y Ernesto contraían matrimonio en la ermita de la Florida, ante San Antonio de Padua. Sin eremitas intrusos. Todo había sido una cuestión de fe.

2 Comments
  1. DULCE DAMISELA says

    Gracias por la dedicatoria, Sr. Yoldi. Me siento turbada por su delicadeza. Aunque las mujeres, damiselas ó no, siempre andamos quejumbrosas por la falta de atención de los caballeros que nos rodean, en su caso puedo certificar que Vd. SI escucha. Y entiende. Gracias ruborizadas

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