Daniel D. Carpintero *
Había tenido que aguantar a la familia de su marido hasta que se quedó embarazada. Entonces decidió en un arrebato irresistible que no iba a soportarlos más. Había estado en Europa. Allí la gente llevaba el pan debajo del brazo y recorría las calles en bicicleta. Ninguno de aquellos idiotas sabía eso. En Europa había visto una estatua de un hombre desnudo comiéndose un racimo de uvas. Cada vez que tenía que verlos se acordaba de la estatua y de sus atributos sexuales colgantes y de cómo los europeos pasaban por allí sin taparse los ojos ni escandalizarse. Luego imaginaba cómo hubiera sido la reacción de ellos. Imaginaba a los hombres sonriéndose con complicidad y dándose codazos. Imaginaba a las mujeres santiguándose. Era veinticuatro de diciembre por la tarde y esa noche llegarían todos. A su casa. Los tendría haciendo el imbécil en su casa.
Estaba sentada en el sofá; flaca y de un metro cincuenta de estatura. Llevaba el vientre inflado con el bebé enorme adentro con un orgullo ultrajado. Su cuerpo había parado de desarrollarse a los doce años aunque acababa de cumplir treinta y ocho. En su ropa y en su forma de moverse y en todo lo demás estaba esa rebeldía sin consistencia de la escuela secundaria.
Desde el sofá se dedicó a observar a su marido que iba y venía dando órdenes a la sirvienta y llevando botellas de vino a la mesa. Era un hombre sumamente preocupado por el protocolo. Se había puesto un traje italiano con una rosa en el bolsillo y unos mocasines relucientes. Estaba gordo. Era el típico gordo con tobillos finos y manos pequeñas. Tenía los párpados siempre caídos con cierto aire afeminado de petulancia. Ella sabía que todos los días se limaba las uñas y que usaba cremas antiarrugas y que consideraba reprobable —algo propio de lacayos— cambiar una bombilla o llevar a cabo cualquier trabajo manual. Se creía de la alta sociedad y todo el rato tenía un aire de aburrida pulcritud, de melancólico cinismo. Ella le lanzó una mirada retadora mientras él estudiaba la etiqueta de una botella de vino.
— Cariño —dijo él. Hablaba con un tono lleno de escrúpulos hacia ciertas palabras y expresiones—. Desearía pedirte, si eres tan considerada, que te pongas un vestido un poco más apropiado. Supongo que ya te he dicho que va a venir mi familia a cenar. —Siguió examinando la botella de vino con desgana. Luego agregó con la entonación de quien tiene el deber indeseado de mostrarse amable con sus subalternos—. Por cierto, hoy es Nochebuena.
Ella continuó sentada mirándolo con intensidad y obstinación y desafío; con el cuerpo de una muchacha escuálida de doce años en el que hubiesen introducido un bebé no sólo demasiado grande sino incluso —aunque ahora fuese sólo un bulto— tan terco y rebelde y belicoso como ella.
— No pienso arreglarme sólo porque vengan esos imbéciles —dijo. Se quedó mirándolo con unos ojos indomesticables y ultrajados en medio del rostro de adolescente—. Tú te arreglas y te perfumas todo el tiempo. Pero yo sé cómo eres en realidad.
Volvió a acordarse de la estatua del hombre desnudo comiendo uvas. Luego imaginó que su marido pasaba caminando junto a la estatua. Imaginó cómo alzaba la vista y estudiaba los genitales de piedra, y vio dentro de su cerebro la sonrisita femenina y pudorosa que le asomaba un instante a los labios. Entonces tuvo otro arrebato irresistible. No iba a permitir que el niño naciera entre esos idiotas. Se subiría en un avión con el bebé dentro de la barriga y se marcharían los dos solos a vivir a Europa.
***
Mientras llegaban los invitados siguió sentada en el sofá con los brazos cruzados y mirando a todo el mundo con una terquedad reconcentrada. No se había quitado el pijama de color rosa ni las zapatillas de andar por casa con dibujos de avionetas y perros. Su marido se instaló junto a la puerta; gordo y pulcro y doméstico; la flor en el bolsillo y una copa de champán en la mano y su aire de aristocrático aburrimiento. Se inclinó levemente sobre los tobillos femeninos para saludar a los primeros que llegaron.
— Quisiera pedirles que disculpen a mi esposa. —Eran un hombre y una mujer de setenta u ochenta años. El hombre también tenía una flor en el bolsillo y la mujer se había puesto un sombrero azul claro semejante al que llevaban las damas de la familia real británica—. Está embarazada. Desafortunadamente ha sufrido una pequeña indisposición y ni siquiera ha tenido tiempo de cambiarse de ropa.
Los dos invitados pasaron al salón y se acercaron al sofá y se quedaron de pie delante de ella. Ella nunca se acordaba del nombre de ninguno. Los saludó con la mano y volvió a cruzarse de brazos y siguió sentada con el mismo aspecto de orgullo ofendido, de provocadora obstinación. Luego llegaron más personas —los hombres con trajes y pajaritas y rosas en el bolsillo; las mujeres con tacones y vestidos de noche centelleantes— y su marido les pidió disculpas por el atuendo de su esposa y ella continuó en el sofá dirigiéndoles saludos esquivos y mirándolos como a una pandilla de retrasados que quisieran ponerles a ella y al bebé en ridículo. A continuación todos salvo ella (con el cuerpo subdesarrollado de una adolescente, pero tozuda y salvaje como un pequeña depredadora; el feto gigantesco dentro de la barriga) se sentaron a la mesa y empezaron a hablar.
Hablaban de asuntos idiotas sobre los que ella nunca tenía nada que decir. Políticos y restaurantes y viajes a lugares horribles y familiares a los que ella no conocía. Sabía que lo hacían a propósito para excluirla. Se creían todos de la alta sociedad. Se creían importantes aunque fuesen todos un montón de palurdos. Pensaban que por tener sirvientas y coches grandes y relojes caros eran más listos que ella. Pero ellos no habían estado en Europa y ella sí. Ella sabía que las campanas de las iglesias de Europa sonaban diferente. Averiguar en qué consistía la diferencia era el tipo de problema al que jamás hubiera dedicado ni un segundo. Pero sonaban diferente y ella lo sabía y ese conjunto de paletos inflados de prepotencia no tenía ni idea. Sacó la cajetilla de Marlboro y prendió un cigarrillo.
— ¿Estás fumando, cariño? —dijo su marido desde la mesa.
— No. —Ella lanzó un esputo de humo.
Todos los de la mesa la miraron. Eran diez personas o más. Tuvo la impresión de que eran un grupo de mongólicos que la estudiaban perplejos desde dentro de una jaula.
— No creo que sea lo más adecuado para el bebé, querida —dijo su marido. A algunos hombres se les había puesto la cara roja por el vino. Pero él estaba siempre pálido. Una mano pequeña y blanquecina y llena de escrúpulos sostenía con pulcritud una copa por el tallo—. ¿Podrías hacernos a todos el favor de apagar ese cigarrillo, si eres tan considerada?
— El bebé es mío —dijo ella. Desde el fondo del cuerpo de niña de doce años y del rostro de adolescente rebelde brotó una terquedad invencible. Una tozudez salvaje y sorda y destructora—. El bebé es mío —repitió— y mañana mismo vamos a marcharnos los dos a Europa y no volveremos a verte nunca. Ni a ti ni a ninguno de estos imbéciles.
Se levantó del sofá; el bebé aún más monstruosamente grande dentro del cuerpo escuálido de menos de un metro y medio de estatura. Avanzó con orgullo y con obcecación y con una especie de majestuosidad infantil hasta el pasillo. En medio del silencio asombrado de la pandilla de subnormales cruzó el pasillo y se metió en el dormitorio y cerró de un portazo.
***
El silencio continuó durante dos o tres minutos. Luego algunas voces empezaron a picotear el vacío como las primeras gotas de un aguacero. A continuación las voces sonaron más fuertes y se mezclaron en una lluvia de la que sobresalía de vez en cuando el relámpago de una carcajada. Sabía que lo estaban haciendo a propósito. Estaban fingiendo que no les importaba que se marchase a Europa. Les traía sin cuidado que se fuera para siempre y que nunca les escribiera ninguna carta y que no les saludara si se cruzaba con ellos por la calle dentro de diez años. Pero les importaba el bebé. Creían que el bebé era suyo. Cuando se lo sacasen de la barriga lo llevarían a que un cura le echase agua por la cabeza y le enseñarían a comportarse con tantos remilgos como ellos. Le enseñarían a escandalizarse cuando pasara junto a la estatua del hombre desnudo comiendo uvas y a recitar frases de la Biblia y a creerse más listo y mejor persona que ella.
Estaba sentada sobre el borde de la cama con las zapatillas de andar por casa colgando a un palmo del suelo.
Al día siguiente se levantaría temprano y tomaría un taxi hasta el aeropuerto. Se montaría en un avión hacia Europa. Ella conocía muy bien Europa; aunque habían pasado casi veinte años desde que estuvo allí. Antes de marcharse había mirado un mapa del mundo. Sabía que había que cruzar un océano y que Europa no era sólo un país sino al menos tres. Estuvo una semana entera allí. Visitó catedrales y palacios y calles con tiendas. No se acordaba de los nombres. Pero sabía que en cuanto aterrizase en el aeropuerto de Europa se pondría a caminar y llegaría a la plaza de la estatua. Vio con una claridad obstinada, con una nitidez agresiva, el camino en línea recta que iba desde el aeropuerto de Europa hasta la estatua del hombre desnudo. Conducía de un lugar a otro tan derecho como la calle que llevaba a la tienda de juguetes o al quiosco de golosinas cuando era una niña. Se vio a sí misma bajándose del avión y enfilando el camino; muy erguida y con el rostro resplandeciente y arrastrando con orgullo el feto dentro de la barriga. Era temprano. Los europeos se asomaban a las ventanas para saludarla. Bienvenida a Europa, señorita. Esperamos que se quede a vivir en Europa con nosotros. Luego llegaba a la estatua y dejaba la maleta en el suelo empedrado y no se molestaba en echar siquiera un vistazo los genitales colgantes.
Decidió que se marcharía a Europa esa misma noche. Cuando su marido se despidiera de aquella pandilla de mongólicos y entrase en el dormitorio ella estaría viendo la estatua del hombre desnudo desde la ventanilla del avión.
***
Había preparado la maleta muy deprisa y había salido al rellano sin hacer ruido y había esperado al taxista junto al portal del edificio. Luego había hablado con la señorita del aeropuerto. Le dijo a la señorita que quería un billete para el próximo avión que fuera a Europa y la señorita contestó que en dos horas había un vuelo a Helsinki y ella le preguntó si eso estaba cerca de Europa. La señorita dijo que sí. Así que compró el billete y estuvo mucho tiempo sentada en una sala iluminada con feroces lámparas fluorescentes en la que quince o veinte personas dormitaban sobre las butacas. Detrás de los ventanales se veían los aviones con sus luces parpadeantes en medio de la oscuridad. Ella estuvo todo el rato con el torso muy erguido en su asiento; como si fuese la ilustración de una perfecta dama en un libro de buenas maneras. Después aparecieron las azafatas y todos los que estaban en la sala se levantaron y fueron entrando en fila en el avión.
Luego el avión despegó. Había oído hablar a la gente de los otros asientos pero a ninguno se le entendía ni una palabra. Supuso que no eran europeos. Por la ventanilla sólo se veía un escupitajo de oscuridad sin forma ni volumen. Decidió quedarse allí con la cara pegada al cristal hasta que divisase al fondo del todo la estatua del hombre desnudo de Europa.
Me ha gustado mucho. Creo que refleja muy bien la idea de Europa que hay en algunas latitudes del mundo.
Buenísimo