Malcolm Lorre

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Pascual García

Cangrejo de colores. / Wikipedia
Cangrejo de colores. / Wikipedia

– Habíamos atracado allí. Bufaban las sirenas de los grandes mercantes entre los borrones de niebla –mitad gris, mitad cenicienta–del puerto de Chilatupango. Chilatupango era la capital de una jodida isla perdida en el Caribe y estaba llena de tabernas irlandesas y de boxeadores sonados que llevaban cajas de cangrejos de colores de un lado para otro. Allí la gente se bebía el mezcal hasta el gusano y te llenaba de plomo las tripas por una mala mano con los naipes o por una mirada pendeja al trasero equivocado.

– ¿Pero si era un puerto que estaba en mitad del Caribe, cómo es que había niebla?

– Allí siempre había niebla. Decían que era por el vapor que soltaba el Chilatupo, el volcán mediodormido-mediodespierto que daba nombre a la isla y que lo llenaba todo de un humo denso y de cenizas... La chica con la que había acabado aquella asfixiante noche de verano, Juanita, era una de las empleadas del cónsul británico y lo cierto es que me hizo sentir como una auténtica mierda mientras se afanaba por hacer su trabajo montada en aquel pito borracho y apelmazado... El alcohol... Ya sabes...

– No sé...

– Le dejé el pecunio convenido sobre la mesita y salí de allí tan rápido como pude. No era capaz de respirar... Respirar... ¡Uhhh!... Enfilé la calle Euskadi hacia abajo, hacia el puerto, persiguiendo el sonido del rompiente y el aroma denso y sonrosado de las chimeneas de los cocederos de cangrejo... Me paré a vomitar junto al embarcadero... “Amigo”, escuché una voz. “¿Puede invitarme a un trago?”... Me limpié las babas con la manga de la americana de lino y, después de incorporarme, vi a un hombre con ojos de pescadilla desparramado sobre una pila de cajas de crustáceos colorados. “¿Se encuentra bien? ¿Qué le ha pasado?”, le pregunté. “He vuelto a perderlo todo jugando en el Café de Rick y, cuando venía hacia aquí, olvidé el original de mi novela en el asiento del taxi”, me contestó. “¿La novela del volcán?”, le dije. “Sí”, me respondió. “¿El café de Bogart?, añadí. “Sí, el mismo”, asintió él. “¿Y usted cómo lo sabe?”, me retó. “Lo he imaginado", le confesé, “por el título del cuento”.

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