Juan Ángel Juristo
Tenía una cita con la joven novelista de éxito en The Antelope, el pub de moda a este lado de Belgravia, donde el aburrimiento se esfuma en aras del guirigay de Chelsea. Me había llamado el día anterior el director para decirme que de una manera u otra tenía que salir del restaurante con el contrato de la nueva novela de Pamela firmado, o, por lo menos, comprometido casi en código de sangre. Así dijo. Pamela Anderson, la novelista de moda, la sucesora de Jean Rhys y Djuna Barnes en la literatura británica, según The Guardian y diarios similares, que habían descubierto a estas viejas narradoras meses atrás. No se acercaba a la treintena. Tampoco Jean Rhys.
The Antelope posee un reservado en una antigua caballeriza que convierte ese ruidoso pub en un elegante y destartalado restaurante un tanto pasado de moda. De esos de los que se dice que tiene viejo encanto, algo que vende Londres con cierto éxito cada cierto tiempo, como si sacara los viejos muebles de la tía a orearse y vendiera de paso, como si no quisiera la cosa, las piezas más valiosas. Sorteé algunos charcos con ánimo de que no salpicara los bajos de unos viejos pantalones franela y entré al pub por la puerta trasera, la que conducía a un sotanillo apartado y coqueto donde se reducía el rumor de los ruidosos clientes de la cerveza y se tenía a gala servir sólo vino a precios prohibitivos incluso para la ciudad.
La habitación mantenía una penumbra agradable. Me senté en la única mesa que había para dos. La otra, grande, corrida, estaba reservada para una boda o algo así, por lo menos una celebración, pues conté 21 asientos. Todos vacíos. Me senté y pedí una copa de vino blanco. A los cinco minutos entró Pamela, rubia, generosa, un tanto nerviosa, a la que reconocí por las fotos de la portada de su último libro. Era más guapa al natural. Lo celebré.
Pedimos la carta y mientras Pamela dudaba entre comer una ensalada de verduras con lentejas rojas y mozzarella, entraron en la sala, en fila, un montón de japonesas de edad indefinida, pero que calculé debían ser jóvenes, todas con faldas plisadas y carteras de cuero al modo de antiguos attachés debajo del brazo. Se sentaron en completo silencio y se fueron pasando unas libretas apiladas a un costado de la mesa con eficacia militar. Un camarero apostado cerca de la puerta comenzó a llenar copas de vino tinto.
Pamela ya se había decidido y después de pedir la comida , yo me dediqué al vino, se explayó con voz chillona, sobre su método literario que, decía, se basaba en Flaubert y en el nouveau roman y que rechazaba la tradición de la literatura británica, dijo, en esa huida a lo fantástico y lo costumbrista que era nuestra enfermedad espiritual. Y citó a Jean Rhys.
Las 21 japonesas, no había ningún asiento vacío, se pasaban mientras una caja de cartón negra que cada una de las asistentes miraba con estupor, agrandando los ojos. Cada una mantenía una libreta al lado y apuntaban algo mientras miraban al interior de la caja. ¿No le parece?
Era Pamela, que me preguntaba sobre algo relacionado con Houellebecq. Me pilló de sorpresa pues cada vez estaba más intrigado con lo que podría contener aquella cajita. Dije lo que pude y se me ocurrió, balbuceando. Detestaba al francés y no sabía si a Pamela le gustaba o no. Así que dije alguna tontería sobre Camus.
No. nada de eso. Ella relacionaba a Houellebecq más con Céline. ¿Por qué le hablaba de Camus,ese viejo moralista equivocado?
Las japonesas se fueron pasando otra cajita, esta lacada en rojo, y miraban el contenido con sonrisas leves mientras anotaban en sus libretas. Bebían sólo vino y algún que otro canapé.
Pamela, mientras alababa la ensalada, yo me contenté con un pastel de riñones que servían en el pub con una cerveza legendaria y que pedía siempre que pasaba por el barrio, cada vez con menos frecuencia, comenzó a hablar de sus novelas, ¿había dejado de hablar de ellas en algún momento?, mientras salpicaba la perorata con citas literarias, llegó incluso a citar a un joven novelista español, ¿español, después de Cervantes? Javier Marías, me dijo, que escribe como cree que escribimos nosotros en las islas.
¿Lo detestaba también, o no? Las japonesas se pasaron un tercera cajita, azul Prusia, y a la vista de su contenido derramaban por turno una lágrima. Sólo una. Y anotaban algo en sus libretas. Me entró cierto estupor.
Pamela pidió el postre. Un simple expreso. Yo también y la cuenta. Cara, claro. Casi prohibitiva. El Sauternes así lo exigía. Las japonesas, mientras esperábamos el expreso, desfilaron en fila hacia la puerta. En un momento sólo quedaron en aquella mesa 21 copas de vino vacías y migajas de canapés. Pocas. No pagaron.
Pamela, entonces, me dijo que estaría encantada de ser editada por nosotros. Saqué el contato de la cartera. Era evidente que Peter ya había hablado con ella de las condiciones económicas y la comida era sólo un ritual. Mientras ella firmaba y yo buscaba la tarjeta de crédito del bolsillo, y me decía que Peter estaría contento y que de seguro tendría que pasar un aburrido fin de semana en su casa de campo para celebrarlo, Pamela brindó con el expreso por la vieja escuela realista francesa. Choqué la taza con la suya y le pregunté qué pensaba que hacían aquellas japonesas con las cajitas.
¿Qué japonesas?
¡genial! ¿porqué? ¡piensen, coño!