Tú fuiste Espartaco

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Stanley Kubrick, Tony Curtis (Antonino) y Laurence Olivier (Craso) en una pausa del rodaje de Espartaco. / Wikipedia
Stanley Kubrick, Tony Curtis (Antonino) y Laurence Olivier (Craso) en una pausa del rodaje de Espartaco. / Wikipedia

Peter Ustinov dijo una vez que Espartaco era la primera película de romanos que no atufaba a cristianismo, la primera sin Cristo y con Kubrick. Lo cual tiene mucho mérito, porque, para más inri, acaba con una crucifixión. Sin embargo, al genio neoyorquino, un obseso del control y la perfección, nunca acabó de gustarle el peplum que le destrozaron en la sala de montaje y nunca la mencionaba en su currículum: “Cuando la gente me confiesa que Espartaco es su película favorita, yo no sé qué decir”. No le faltaba razón porque el verdadero hombre fuerte de la película fue su protagonista y productor, Kirk Douglas, quien a los noventa y pico años ha escrito un libro rememorando la proeza que supuso su creación, Yo soy Espartaco, que acaba de traducirse al español.

Al igual que en las memorias que publicó décadas atrás con el sugestivo título de El hijo del trapero, Kirk demuestra en estas páginas que detrás del actor que encarnó una miríada de papeles inolvidables en cualquier género y del productor con olfato de sabueso, hay también un escritor con brío, brillo y nervio. El libro, que comienza con los mazazos del infame congresista J. Parnell Thomas presidiendo el Comité de Actividades Antiamericanas, traza un panorama de la ciudad encantada de Hollywood en pleno acoso de la caza de brujas, sigue con el proceso frenético de la producción y rodaje de una película inmensa, y concluye con el estreno de una epopeya considerada unánimemente una obra maestra a pesar de la grosera cirugía de cuarenta y dos cortes sobre la cinta original practicada en la sala de montaje.

Para entender la clase de imbéciles que pulula por el negocio del cine, baste señalar que la célebre secuencia suprimida en la que Craso (Laurence Olivier) insinúa su atracción por el esclavo Antonino (Tony Curtis), uno de los censores concluía que el magistral diálogo sobre la preferencia entre ostras y caracoles podría autorizarse en el caso de que las ostras y caracoles fuesen sustituidas por truchas y alcachofas. Décadas después la escena fue encontrada en los sótanos de la Universal y, aunque la banda sonora se había perdido, pudo restaurarse gracias a que Curtis se dobló a sí mismo y a la colaboración de sir Anthony Hopkins, que se prestó a repetir las líneas de diálogo de Olivier imitando su voz.

Cubierta de la obra de Kirk Douglas.
Cubierta de la obra de Kirk Douglas.

En medio hubo tantas cosas que pudieron salir mal que el mero hecho de que Espartaco viera al fin la luz, aunque fuese con la apariencia de un torso magullado y rescatado de una ruina romana, es casi un milagro. Mientras por un lado Douglas luchaba por sacar adelante una financiación que casi triplicaba el presupuesto original, por el otro tenía que hacer frente a los egos desmesurados de los grandes actores que se había propuesto juntar: Charles Laughton siempre quejándose y amenazando con abandonar el proyecto, Laurence Olivier herido por el naufragio de su matrimonio con Vivien Leigh, y Peter Ustinov que mediaba entre ambos al tiempo que conspiraba con el director Anthony Mann para realzar su papel. Al poco de iniciar el rodaje, la productora vio que la película estaba ya fuera de control y pidieron a Douglas que buscara otro director. Fue entonces cuando hizo su aparición Kubrick, que ya le había dirigido en Senderos de gloria y con quien tuvo una pelotera tras otra hasta el día en que decidió arrinconarlo a caballo delante de todo el equipo como Espartaco humillando a un general romano. No fue el único cambio de última hora, porque Kubrick también se peleó con el director de fotografía, Russell Metty, al que acabó usurpando el puesto (proporcionándole de paso un Oscar) y también decidió prescindir, y de qué modo, de la actriz alemana contratada para el rol de Varinia y propiciando la llegada de Jean Simmons al plató.

Tras el montaje provisional, los responsables de la película comprendieron que la historia había quedado anémica y tuvieron que desembolsar más dinero para atender la petición inicial de Kubrick de añadir unas cuantas escenas de batalla. El complicado rodaje tuvo lugar en España, con no pocos problemas y un soborno adicional al general Franco, quien en uno de sus delirios megalómanos había prohibido que ninguno de los soldados españoles reclutados como extras muriera en la ficción. Para no animar demasiado a la rebelión, en el montaje final únicamente sobrevivió una batalla, la derrota final de Espartaco a manos de Craso.

Con todo, el auténtico duelo de gladiadores de la película tuvo lugar sobre el papel, desde el momento en que decidieron llevar a la pantalla una novela escrita por un simpatizante comunista tan notorio como Howard Fast hasta que reclutaron como guionista a un escritor genial, Dalton Trumbo, que había pisado la cárcel por defender sus ideas y cuyo nombre estaba maldito en Hollywood. La lucha por restituirle al guionista su lugar en los títulos de crédito es la epopeya que hay detrás de la epopeya, la gloriosa liberación de los esclavos que Trumbo resumió con otra de sus frases magistrales: “Gracias, Kirk, por devolverme mi nombre”.

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