La gran vida de Perico Vidal

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Perico Vidal (izda.) y David Lean, durante un rodaje. / Libros del Asteroide

En una de las muchas frases célebres de Amanece que no es poco, un feriante decía: "Yo podía haber sido una leyenda. O una epopeya si nos hubiésemos juntado varios". Eso es exactamente la vida de Perico Vidal: una epopeya en la que se juntaron varios de los personajes más fascinantes del pasado siglo, cantantes, actrices, músicos, políticos, figurantes anónimos, y, sobre todo, directores de cine. Yo he leído Big Time: la gran vida de Perico Vidal (Libros del Asteroide) * entre sorbos de whisky y humo turbio de puros habanos, arrancándomelo literalmente de las manos para que no se terminara tan pronto, sentándome en el sofá para volver de nuevo al mar furioso y a los acantilados roncos de La hija de Ryan.

Para contar una vida así hay que estar a la altura y Perico Vidal tuvo un cronista de su talla, homérico podríamos decir, Marcos Ordóñez, de quien ya había leído un libro fabuloso sobre la no menos fabulosa Ava Gardner y sus aventuras amorosas, cinematográficas y alcohólicas en España: Beberse la vida. Yo me imagino a Perico y a Marcos juntos en un café, al lado de una grabadora, escribiendo juntos este libro como un gran cantante de jazz y un pianista de oído infalible que sabe seguirle en los cambios de acorde, de amor, de país y de alegría. Es un libro que no parece escrito (y éste es el elogio más alto que se me ocurre) sino hablado, como si Marcos hubiera capturado frase a frase y párrafo a párrafo la voz burlona, irreverente y sabia de Perico. Perdón por las familiaridades pero aquí a las tres páginas el lector, el autor y el protagonista ya se están tuteando. Y, junto a ellos, ocultos entre labios muertos, también se tutean Orson Welles, Frank Sinatra, Ava Gardner, Lionel Hampton, Leo Mankiewicz, Elizabeth Taylor, Charlton Heston, Dean Martin, Robert Mitchum y David Lean.

La historia empieza a ritmo de jazz en esos garitos de Barcelona donde tocaba el piano Tete Montoliú y donde un día se presentó Orson Welles, gordo y magnífico, para preguntarle si quería ser su ayudante de dirección. "No conozco la técnica" responde Perico. "¿La técnica? Si eres idiota tardarás quince minutos en aprenderla. Si eres normal, diez". Welles le quitó a Perico una novia medio india con la que se perdió (con unos cuantos miles de pesetas recién sableados) por los peores tugurios de Barcelona en una interminable juerga flamenca en la que también participaron Carmen Amaya y Manolo Caracol.

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Cubierta del libro de Marcos Ordóñez.

Así, de abrazo en abrazo y de borrachera en borrachera, van pasando un montón de amigos y secundarios, desde camareros a jefes de estado, desde chóferes a estrellas de cine. Cuando Perico sorteó la oferta envenenada de un periodista que le ofreció una fortuna en Las Vegas por sonsacarle algún secreto, Frank Sinatra lo invitó a conocer a su familia. Ya había sido testigo de aquella escena alucinante en la que Frank, recién llegado al bar de El Escorial, le pidió que le acercara el teléfono, se sentó al piano, pidió que le pusieran con Ava, que se alojaba en el Ritz, y estuvo bebiendo y susurrando canciones durante un tiempo interminable hasta que apareció la propia Ava fulgurante en un abrigo de armiño bajo el cual, según la leyenda, sólo estaba su piel.

Este es un libro que deberían vender con una caja de ansiolíticos al lado, porque provoca el mismo efecto que una montaña rusa. Deberían venderlo en los estancos, al lado de los mejores habanos, y en las licorerías, junto a los whiskies de malta y los vodkas de importación. Han hecho bien en no ponerle un índice de nombres propios, porque entonces sería el doble de gordo. Todo el mundo está ahí, desde Nicholas Ray balbuceando el día que conoce a Buñuel, nervioso como un colegial, a Liz Taylor puteando a una de sus dobles durante el rodaje de De repente, el último verano. Y cuando parece que ya no puede subir más alto, entre toreros y saxofonistas, surge la esfinge británica de David Lean en los tiempos en que el director tuvo que abandonar Jordania y venirse a Almería en medio del rodaje de Lawrence de Arabia.

Lean era un auténtico señor del cine, un hombre tan grande y generoso que mucho después de terminar la película compartió con todo el equipo los beneficios de Doctor Zhivago: ahí está el cheque de cincuenta mil dólares que Perico fotocopió y enmarcó como recuerdo. Cincuenta mil dólares de entonces que eran como casi un millón de los de ahora. Los rodajes con Lean fueron un doctorado artístico donde Perico no sólo aprendió las lecciones más altas del cine y la vida sino donde conoció también a un elenco de actores y técnicos inolvidables. Bebió mano a mano con Peter O'Toole, estuvo a punto de llegar a las manos con Trevor Howard y fumó coyote junto a Robert Mitchum. Pero la historia de la amistad con Lean es tan hermosa que Ordóñez se resiste a acabar el libro con ella y prosigue con un necesario anticlímax donde da la voz a la hija de Perico, Alana, que mira al padre desde la estatura del niño en los años terribles de la derrota, el alcoholismo, la soledad y la redención. Al cerrarlo, se tiene la sensación de haber asistido a la clausura de una época, un crepúsculo de dioses wagnerianos, el fin de una fiesta enorme, bella, exuberante y pícara que parece haberse desenvuelto ante nuestros ojos gracias al susurro de una voz entre páginas. No se podía acabar con las últimas palabras que pronunció David Lean, el único epitafio para un cineasta, la claqueta que da entrada a la muerte: "Corten. Me rindo".

(*) Primeras páginas de 'Big Time: la gran vida de Perico Vidal' (PDF).

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