Hay una especie de mapa mitológico, que casi parece una plantilla de instrucciones del IKEA, sobre cómo llega un escritor a la novela. Según este extendido tópico, uno empieza por escribir poemas, pero aquello no le sale muy bien; entonces se dedica al cuento y tampoco es lo que se dice un éxito, de manera que desemboca naturalmente en la novela. Es decir, que un profesional cada vez necesita más páginas para poder decir algo. Frente a la concreción del cuento o a la iluminación del poema, que contienen el mundo en apenas unas líneas, el novelista requiere de una trama, una estructura, unos personajes y unos cuantos clímax y anticlímax. Puede parecer una tontería, pero el mismísimo Faulkner lo explicó en su célebre entrevista en The Paris Review:
Soy un poeta fracasado. Tal vez todos los novelistas quieren primero escribir poesía, y después descubren que no pueden y prueban con el relato, que es la forma más exigente después de la poesía. Y después de fracasar en el relato, sólo entonces un novelista se dedica a escribir novelas.
Aun así, nadie habrá dejado de advertir que, aunque el arte de la poesía sea más difícil y exclusivo, el de la novela resulta considerablemente más trabajoso. Escribir un poema bueno o mediocre puede requerir el tiempo que haga falta pero, evidentemente, no es el mismo esfuerzo parir un soneto que sostener una acción en prosa durante, digamos, doscientas páginas. Entre los poetas, como entre los ajedrecistas y los músicos, abundan los ejemplos de jóvenes genios precoces, pero un gran novelista necesita más tiempo para madurar. Son excepcionales los casos de Moravia o de Barth, que publicaron sendas obras maestras apenas cumplidos los veinte años, es decir, la edad en que Rimbaud ya había abandonado prácticamente la poesía.
Con todo, hay otros caminos para forjar una carrera de novelista de éxito, el más transitado de los cuales consiste en fabricarse un busto televisivo presentando concursos o telediarios y luego, una vez alcanzada la fama, envolver doscientas o trescientas páginas mecanografiadas en un producto editorial y esperar que se venda. Ciertamente, ya ha pasado la época (si es que alguna vez la hubo) en que a los novelistas se los reconocía por la cara y muchos editores prefieren invertir el proceso apostando por un rostro conocido de antemano. Lo de la escritura, ya se sabe, es lo de menos: Machado advirtió que "el arte es largo y además no importa".
Creo que fue Antonio Muñoz Molina quien dijo que una de las cosas que más le gustaba de Nueva York es que había recobrado el anonimato al pasear por la calle, una declaración que me extrañó sobremanera, porque no me imagino yo a Muñoz Molina parando el tráfico y firmando autógrafos en mitad de la Gran Vía como sí le ocurriría a Bisbal o a Mariló Montero, que acaba de publicar un libro que no es exactamente de cocina. En este país nuestro, tan poco dado a la adoración por las letras, Cela y Umbral fueron tal vez los últimos especímenes literarios que pudieron sufrir ese problema, ser reconocidos y saludados por gentes que en la vida habían leído un libro suyo. El propio Cela contaba que una noche iban a atracarle un par de jóvenes quienes frenaron en seco el atraco al ver que habían topado con el autor de La colmena. Cela llevaba trabajando en la obtención del premio Nobel toda la vida, prácticamente desde aquel lejano día en que llegó a Madrid, se bajó del tren con un par de maletas, fue hasta la oficina de la estación y convenció al encargado de la megafonía para que avisara que acababa de llegar el famoso escritor don Camilo José Cela. Aun así, más de una vez le tocó padecer la hiriente invisibilidad del literato, como aquella vez que llegó a una tertulia y vio que Ortega y Gasset no lo reconocía. "¿Pero usted no sabe quién soy yo?" "Pues no, ahora mismo no caigo". "Don Camilo José Cela". Ortega sonrió: "Ah, ahora sí, ya sé quién es. Pero usted, joven, ¿prefiere que lo conozcan por el nombre o que lo conozcan por la cara?"
Una vez, haciendo cola en la aduana del aeropuerto de Barajas, me ocurrió la misma anécdota sólo que al revés: descubrí que delante de mí estaba el gran actor Rafael Alvarez el Brujo; fui a saludarlo, porque todavía guardo una admiración inmensa por su personaje de Búfalo, el inolvidable limpiabotas de Juncal, cuando una señora me tiró de la manga y me dijo que me conocía. "Señora, se está usted equivocando de famoso" le advertí señalando al Brujo, a quien una sonrisa le empezaba a doblar la comisura. "No, no. Yo te conozco de algo. ¿No eras dependiente en la librería de viajes Altair?" Me había hecho célebre como librero, no como escritor, eso es el máximo al que he llegado después de cuatro décadas de darle a la tecla.
Pero lo de darle a la tecla y perder horas de sueño detrás de un adjetivo no importa gran cosa cuando tienes delante una cámara de televisión y detrás un editor sin escrúpulos y una multitud supuestamente ansiosa por comprar una novela en la que lo fundamental es la foto del autor. Ahora que se acerca el tiempo de los regalos (y no hablo del extraordinario libro de viajes de Patrick Leigh Fermor), las librerías van a llenarse hasta los topes de esos artefactos editoriales prefabricados, libros escritos por escritores que no saben escribir para lectores a los que no les gusta leer. Es muy difícil expresar la falta de ética, la falta de profesionalidad y la falta de respeto que supone este intrusismo literario. Lo mejor será recordar aquella escena que contaba Joyce Carol Oates, cuando en la velada preliminar al gran combate entre Tommy Hearns y Marvin Hagler, asistió a una pantomima de pugilismo en el que dos principiantes bailaban agarrados un vals entre las doce cuerdas. Oates vio a otros espectadores que también esperaban esa maravilla de tres asaltos que iba a quedar grabada para siempre en los anales del boxeo y se fijó especialmente en uno que leía aburrido un periódico hasta que alzó la cabeza, observó unos segundos lo que sucedía en el cuadrilátero y gritó: "Pero ¿qué pasa aquí? ¿Estos dos se levantaron esta mañana con ganas de hacerse boxeadores o qué?".
Qué curioso, lo de Cela. Se ve que no quería que le pasara lo que a Rubén Darío, que no lo conocía ni dios.
¡Qué bueno, Anibal! En esta página de la Internet, de esas casi inencontrables de la red, para minorías hoy, ¡qué retrato has hecho de las figuras y las figurillas de esta España! La mediocridad la fabrican los poderosos, para que el pueblo no pueda progresar. Pero también está, y cómo, el problemilla de los egos, y muy bien lo has retratado en tu artículo. Creo que cuando podamos sacar estos problemas a la luz y hagamos por reconocerlos (casi nada!) empezaremos a caminar hacia el verdadero progreso.