En su hilarante libro de viajes, En las antípodas, Bill Bryson aseguraba que Australia era un país estable y pacífico que casi nunca molesta en los telediarios y que de vez en cuando "nos manda alguna cosa útil -ópalo, lana merina, Errol Flynn, el bumerán- pero nada de lo que no podamos prescindir". Ciertamente la frase es injusta porque, en última instancia, no hay nada imprescindible de verdad. Ahora mismo el ordenador o internet pueden parecernos las columnas de la civilización pero hasta hace poco nos apañábamos bastante bien sin ellos. Incluso el omnipotente petróleo resulta ridículo al lado del agua y del oxígeno, verdaderos pilares de la vida. Nietzsche aseguraba que la vida sin música sería un error, aunque, por fortuna para él, nunca llegó a padecer la tiranía del hilo musical, la radio en los autobuses y los cuarenta principales.
Hablando de Australia y de música, una de las mejores cosas que nos han llegado desde el remoto continente australiano ha sido AC DC, quizá el quinteto más potente y compacto del rock. Es muy posible que podamos vivir sin la música rock, pero el rock difícilmente podría prescindir de AC DC, de sus riffs inolvidables, sus estribillos pegadizos, su contundencia y su humor. Casi cuatro décadas y diecisiete álbumes a sus espaldas certifican una carrera extraordinaria en la que sus limitaciones son al mismo tiempo su principal virtud. Otros grupos han jugado la baza del satanismo o el malditismo, otros se han atragantado de trascendencia, algunos se diluyeron en etiquetas o buscaron fórmulas mágicas, pero AC DC sigue siendo lo que fue desde aquel lejano High Voltage: rock en estado puro, sin mezclas ni aditivos. Nada más y nada menos.
La fórmula parece fácil pero no lo es y la prueba es la cantidad de bandas que se quedaron por el camino, torpedeadas por diversas tentaciones y espejismos, por intentar adaptarse a modas efímeras, a hacer experimentos absurdos o a meterse en teclados de once varas. Ellos llevan toda la vida haciendo el mismo disco, pero la verdad es que lo hacen como nadie y que nadie más puede hacerlo. Lo que en otros no es más que tedio, repetición y falta de originalidad, en AC DC se llama estilo. Prácticamente, cada canción sigue el mismo esquema (riff de guitarra, batería, bajo, voz) un dos, un dos, lo mismo que la serie de golpes de un púgil magistral (jab, izquierda, izquierda abajo, derecha) donde sólo cambia el gancho inesperado al hígado o el puñetazo directo al plexo solar que te tira al suelo.
Rock or Bust, el último álbum recién sacado del horno [vídeo abajo] es otra vez un puñado de viejas nuevas canciones de apenas tres minutos de duración y de sonido duro, crudo y honesto. La única novedad, por desgracia, es una ausencia, la de Malcolm Young, uno de los miembros fundadores, junto a su hermano Angus, y letrista oficial de la banda, que ha sido reemplazado en la guitarra rítmica por su sobrino Stevie. Mientras tanto, el batería, Phil Rudd, anda en problemas con la justicia por posesión de drogas, aunque de momento han retirado por falta de pruebas la acusación principal: la de contratar a un sicario para asesinar a dos personas. "Parece que Phil ha estado haciendo el tonto por ahí" comentó Angus Young cuando le preguntaron sobre la posibilidad de contratar también a un nuevo batería para la gira mundial que se avecina.
No parece que esas bajas, por importantes que sean, vayan a afectar la química esencial de la banda. Ya superaron la peor deserción posible cuando, en febrero de 1980, en Londres, Bon Scott amaneció muerto sentado en el coche de un amigo que fue incapaz de despertarlo de una borrachera mortal. Un coma etílico se llevó por delante a una de las voces más fastuosas y carismáticas del rock, un joven talento pendenciero que era no sólo un cantante excepcional sino también un showman irrepetible, el contrapeso ideal a la desenfrenada tabla de gimnasia de Angus Young correteando enloquecido por el escenario. Pensaron en la retirada pero fueron los propios padres de Scott quienes en el funeral animaron a los hermanos Young a seguir adelante puesto que así lo habría querido su difunto hijo. A lo largo de un complicado casting encontraron a Brian Johnson, un vocalista en paro que por aquel entonces estaba trabajando de albañil y que llegó por los pelos a la audición. La voz bronca y cervecera de Johnson tenía muy poco que ver con el chorro luminoso de su predecesor pero se adaptó sin problemas al empaste brutal de la banda, hasta el punto de que el primer disco en que apareció, el espléndido Back in Black, de luto por la muerte de Scott, llegó a ser su álbum más famoso y un record absoluto de ventas.
Desde entonces, Johnson, con su característica gorra (que, según la leyenda, le regaló su hermano para que no se ensuciara el pelo mientras reparaba techos), ha sido el centro de ese tablero de ajedrez donde el pequeño Angus Young, casi calvo y en pantalones cortos, sigue brincando de arriba abajo como un pony desbocado. Probablemente, en ningún otro grupo se percibe, en vivo o en estudio, la energía inagotable del rock, ese ensueño de eterna juventud que se difumina apenas acaba el concierto y entonces Angus Young vuelve a ser un sesentón rebelde, un niño viejo enfundado en el uniforme del colegio y con las hebras del pelo apelmazadas por el sudor. No hay ningún mensaje oculto en sus canciones; el nombre no cifra, como pensaron algunos, ni un guiño a la bisexualidad ni la segunda venida del Anticristo desde la remota Australia, sino las letras grabadas en la máquina de coser de la hermana de los Young: AC DC, corriente alterna, corriente continua. Una máquina de coser canciones perfectamente engrasada, limpia y proletaria, y con un alumno loco a los pedales, repitiendo curso hasta la muerte.