Canto fúnebre (quizás evitable) por las abejas

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Abejas melíferas entrando en la colmena
Abejas melíferas entrando en la colmena / Wikipedia

Hay hechos que no aceptan contestación por más que haya quien se empeñe en negar su evidencia: el calentamiento de la tierra, la liquidación del mundo del trabajo como lo conocíamos: salario a cambio de esfuerzo y talento; la tropicalización del clima en tierras septentrionales. Y, last but not least, la desaparición de las abejas, inexorable y terca realidad que parece pasar desapercibida a la mayoría de la gente. Normal, la mayoría de la gente vive en ciudades donde las abejas no suelen ser vistas ni se las espera.

Los que pateamos el campo, trepamos riscos y frecuentamos laderas montañosas sí que podemos apreciar, sin que nos lo cuenten, que las abejas están en franco retroceso. A riesgo de pecar de personalista, diré que este año no me ha picado ni una sola y eso que tengo el honor de haber exhibido marcas registradas en brazos y hasta en la cabeza por los aguijones de mis melifluas amigas.

Las abejas se mueren, lo dijimos en cuartopoder hace algún tiempo.  Entre otras razones porque los venenos usados para cultivar la tierra –especialmente los Nosema ceramae y Varroa destructor- las están desorientando hasta hacerlas enloquecer y morir. Y en España –potencia productora mundial- deberíamos tomarnos este asunto más en serio. Como curiosidad, he sabido que el registro más antiguo de recolectores de miel en el mundo está en La Cueva de la araña (Valencia), hace 8.000 años. Pero, a lo que vamos.

Se dice que los primeros en darse cuenta fueron los franceses y por eso hay muchos activistas tratando de luchar contra la amenaza. En Estados Unidos lanzaron una campaña de concienciación cuando se produjo el llamado Colapso de Colonias (CCD) entre los años 2006 y 2010. La gente más consciente se ha quedado afónica de gritarlo a los cuatro vientos. Hay países donde se han tomado algunas medidas pero no suficientes para equilibrar las fuerzas destructoras de la abejas con las resucitadoras de estos imprescindibles insectos. Una medida sencilla y rápida sería la de prohibir esos pesticidas que acaban con la tierra y con todo lo que vuela.

Como siempre ocurre cuando algo verdaderamente importante se impone, es la población, las individualidades conscientes, las que se ponen los guantes de currelar y se afanan en la tarea de plantar y cuidar panales de abejas en sus propias casas: apicultura urbana, se llama. La mayoría de los practicantes de esta piadosa disciplina ya cultivan sus huertos urbanos, donde lechugas, tomatitos, coles y espinacas casan perfectamente con los bichejos.

Los neoyorquinos, por lo visto, son los que más azoteas tienen dedicadas a las colmenas protegidas de abejas. Y les costó lo suyo convencer al alcalde para que no prohibiera esas prácticas, con tal de que se guarden las lógicas precauciones a favor de la salud pública. Los amigos de las abejas neoyorquinos son muy activos y mantienen una red social donde abunda la información contrastada.

Pero también en París, en San Francisco, en Melbourne y en Londres hay una creciente actividad apicultora. En la capital inglesa, hasta se ofrecen guías a los turistas para que visiten las colmenas. En España, sólo hay tímidos intentos en Barcelona y Madrid sin que pasen de ensayos marginales. Medialab Prado, en Madrid, propuso una iniciativa de este tipo en la pasada primavera, a la que el Ayuntamiento parece haber prestado alguna atención aunque sin concretarse aún.

En el Museo de Ciencias Naturales de Barcelona también se han instalado panales para controlar el aire de la ciudad, ya que las abejas son extremadamente sensibles a la contaminación de modo que la información que aporten es decisiva para tomar determinaciones que resuelvan esos problemas, al tiempo que para saber más del comportamiento de las colonias melíferas.

Pero, a lo que voy es a que cuando se presenta un problema tan crucial –hay que tener en cuenta que de las 100 especies de cultivo con que nos alimentamos, más de 70 son polinizadas por abejas-  es la gente, lo que antiguamente se llamaba el pueblo, la que se arremanga y se pone a buscar soluciones. La gente es la gran esperanza del planeta y nosotros casi nos habíamos olvidado.

Así que el llamado Beekeeping global –un fenómeno esencialmente urbano- está en marcha.  A los ecologistas les gustaría más que las abejas vivieran en el campo, que es de donde son ellas. Pero, si el campo está envenenado no es mala solución ofrecerles un ambiente más respirable mientras se combate a los envenenadores del campo. He ahí la paradoja. Y la buena noticia es que si las abejas pueden respirarlo, los humanos urbanos tendrán sus pulmones en mejor estado también.

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