Keith Jarrett sin mapas

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Carátula del concierto a piano 'The Köln Concert' de Keit Jarret. / wikipedia.com

El 24 de enero se cumplieron cuatro décadas de una de las grabaciones esenciales del pasado siglo, The Köln Concert (ECM), el fabuloso concierto a piano solo de Keith Jarrett grabado en el Opera House de Colonia, el disco solista de jazz y el álbum de piano más vendido de la historia. Más allá de los cuatro millones de copias, de su enorme influencia posterior, de los miles y miles de panegíricos y análisis a que dio lugar, todo es superlativo en esta obra, aun en un músico tan superlativo como Jarrett: desde lo exiguo del material melódico con el que extrajo las dos inmensas suites que forman este monolito de la literatura pianística hasta las circunstancias que rodearon la ejecución.

La noche no pudo empezar peor, Jarrett venía fatigado y con la espalda dolorida y se encontró con que el modelo de piano que había solicitado para el concierto (un Bösendorfer 290 Imperial, un verdadero elefante del teclado) no había podido llegar por culpa de una huelga de transportes. En su lugar, se tuvo que conformar con un Bösendorfer mucho más pequeño, de timbre ligeramente resfriado y con los pedales atascados. El genio de Allentown, un virtuoso conocido por su divismo y sus exigencias de silencio casi religioso (a menudo se detiene en mitad de una improvisación y empieza a regañar a algún espectador aquejado de tos, cuando no abandona directamente la sala), decidió pasar por alto aquellos contratiempos y adaptarse a los caprichos de su montura.

Fuese obcecación, milagro o lo que fuese, todavía nadie se explica muy bien lo que sucedió aquella noche. Jarrett empezó apoyándose en el breve diseño de aviso al orden del Opera House y a partir de ahí se embarcó en una travesía infinita, una serie de ostinatos, lamentos y figuras rítmicas entrelazadas en una inconcebible catedral sonora donde confluyeron varios siglos y tradiciones musicales. Todo lo que había tocado antes se concentraba allí, en ese mínimo intervalo con que abrió el misterio de aquella noche en Colonia: los silencios abismales de Miles Davis, el toque delicado y lírico de Bill Evans, la exactitud cortante de Glenn Gould, las notas en racimo de Earl Hines, la pulsación fantasmal de Debussy. Todo lo que iba a tocar después también estaba allí: las escalas indias y flamencas de su heroica improvisación en Munich, el aliento hímnico de su concierto en París, el temblor primigenio de su gloriosa visita a La Scala, el contrapunto cristalino de El Clave Bien Temperado de Bach, los remolinos enloquecidos de las fugas de Shostakovich.

Sigue siendo un misterio la facilidad con que Jarrett improvisa, la asombrosa osadía con que va armando ritmos, melodías y secuencias a partir de nada. Esa fue la pregunta exacta que le hizo el mismísimo Miles Davis después de verlo tocar varias noches seguidas en un garito del barrio de St. Germain, en París: "¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes tocar a partir de nada?". "No sé", respondió Jarrett. "Supongo que la pregunta no es ésa. Supongo que la pregunta es si un músico concibe la nada como la falta de algo o bien como algo que surge espontáneamente". Aunque tocó varios años junto al gran mago negro de la trompeta, abandonó el grupo porque acabó detestando los instrumentos electrificados y tampoco le convencía la dirección que Miles le estaba imprimiendo al jazz. Una vez alguien le preguntó qué cosas no podría hacer con un sintetizador si era capaz de sacar tales sonidos de un piano. Jarrett dijo: "Bueno, podría tirarlo por la ventana".

Como apunta Geoff Dyer en Pero hermoso, a menudo da la impresión de que toda la historia de la música se ha reunido en sus dedos. Dueño de una técnica asombrosa y de una cultura pianística que borra las fronteras entre la música clásica y el jazz, el romanticismo y el barroco, el góspel y el blues, lo verdaderamente prodigioso de él es su imaginación, su libertad, su coraje para lanzarse a descubrir territorios sonoros antes nunca transitados. Curtido en el arte de la improvisación al lado de maestros de la talla de Charles Lloyd, Paul Motian y Miles Davis, Jarrett fue conquistando un territorio propio, una república musical que hoy día carece de referentes, puentes y adversarios. Hace décadas que ya sólo se mide consigo mismo. Ha compuesto piezas de música contemporánea, incluyendo un cuarteto de cuerdas y un quinteto de metales; ha grabado conciertos de Mozart, obras de Haendel e integrales de Shostakovich y de Bach, sin olvidar una versión de las Variaciones Goldberg en la que demuestra su veneración por Gould inclinándose por el clavicémbalo; ha articulado dos cuartetos (el Europeo y el Americano) con los que ha grabado algunos de los mejores discos del último medio siglo; y ha alternado toda esta actividad increíble sin descuidar su labor de cerebro y corazón en un trío (el que forma desde hace décadas junto a Jack DeJohnette en la batería y Gary Peacock al contrabajo) considerado un absoluto en la historia del jazz.

Aun así, donde la obra de Jarrett no tiene parangón es en sus largas improvisaciones de piano en solitario, esas litúrgicas veladas en las que apareja su barca negra desde ninguna parte para dirigirse al centro mismo de la música. La crítica y el público consideran el concierto de Colonia como el Everest de su carrera pero, en mi opinión, consiguió cimas similares en París, en Viena, en Munich y, sobre todo, en La Scala de Milán, donde el propio Jarrett acompañó las notas del disco con una anécdota en la que cuenta cómo un viejecito fue a verlo al camerino después del concierto y le dijo que, aunque había sido asistente de La Scala durante toda su vida y había visto a grandes artistas como Karajan y Callas, aunque admiraba incondicionalmente a Jarrett y tenía todos sus discos, nada, ninguna experiencia previa lo había preparado para el milagro de aquella noche en La Scala. Tal vez sea el último de los grandes conciertos en solitario de Keith Jarrett porque en las grabaciones posteriores (Radiance, Testament, The Carnegie Hall, Rio), caracterizadas por la fragmentación y la versatilidad, parece faltar el ímpetu que le permitía internarse durante treinta, cuarenta o cincuenta minutos hacia el abismo sin nombre de su inspiración, hacia esos mares oscuros para los que no hay mapas.

Tal vez, en el aire rapsódico de esos últimos conciertos pese la sombra del síndrome de fatiga crónica, la misteriosa enfermedad que a mediados de los noventa lo retiró primero de los escenarios y luego de la música. Durante más de un año Jarrett sólo podía levantarse para sentarse en el porche de su casa y contemplar la hierba. Al fin, en las navidades de 1997, se sintió con fuerzas suficientes para acercarse al piano e intentar hacerle un regalo a su esposa. Tocaba apenas unos minutos, muy despacio, dejando hablar a su enfermedad, goteando las notas hasta que dio a luz The Melody at Night with You, un disco en la que una simple balada como Shenadoah suena con la profundidad y la ternura de un intermezzo de Brahms.

Oyendo por enésima vez el concierto de Colonia se entiende que los amantes y fanáticos de Jarrett vayan por todas partes recopilando grabaciones piratas del genio, intentando remendar las fallas de una discografía babélica e incomparable en la que cualquier noche puede saltar el fuego. También es lógico que Jarrett pierda los nervios ante el flash de un fotógrafo o unas toses inoportunas. Ningún pianista, ningún músico vivo se arriesga tanto como él, permitiendo al público asistir al parto mismo de la creación entre los titubeos, los errores, los gemidos y los callejones sin salida. Televisión Española retransmitió una grabación de su concierto del 24 de octubre de 1988 en el Auditorio Nacional de Madrid, una de sus muchas actuaciones no registradas, y yo guardo todavía como un incunable una grabación defectuosa de aquella noche en la que, entre otros prodigios, llegó a improvisar una fuga. Recuerdo que aquel mismo 24 de octubre estuve toda la mañana haciendo cola frente al auditorio junto a mi amigo Pedro Sánchez Rubio; mientras esperábamos, vimos entrar a unos cuantos cantantes que iban a asistir a una clase magistral de Montserrat Caballé y de pronto pasó junto a nosotros un hombre bajito, con gafas, que cruzó apresuradamente las puertas de cristal. Era Jarrett, dispuesto a probar los pianos del auditorio para elegir al monstruo con el que iba a pelearse pocas horas después. Por fin, cuando abrieron la taquilla y nos llegó el turno vimos que el precio de la entrada estaba muy por encima de nuestros bolsillos de estudiante. Dos mil quinientas pelas de entonces costaba la entrada al paraíso.

chri816 (YouTube)

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