Friedkin en tinieblas

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Cartel original de Sorcerer (1977), la película de William Friedkin.

Mediada la década de los setenta, algunos de los jóvenes y brillantes directores del Nuevo Hollywood se embarcaron en una serie de proyectos megalómanos que acabarían por destrozar sus carreras para siempre. La película maldita por excelencia de aquella época fue Las puertas del cielo, de Michael Cimino, un western monumental cuya filmación se alargó hasta el disparate de 220 horas (casi medio millón de metros de película) y que por poco se lleva por delante tres estudios. Coppola, que había salido muy mal parado después del rodaje apocalíptico de Apocalypse Now, terminaría de suicidarse con Corazonada, mientras el mismísimo Spielberg casi se había arruinado después del fracaso estrepitoso de 1941, una comedia bélica ambientada en la costa oeste de los Estados Unidos que no tenía ni puñetera gracia. Salvo Spielberg, que se salvó de la catástrofe con su infalible olfato comercial, ninguno de los nuevos talentos de la dirección logró volver a brillar al nivel de antes. Coppola nunca volvería a filmar nada semejante al Himalaya de los dos primeros Padrinos ni Cimino alcanzaría otra vez la cima que logró en El cazador.

Otro de los grandes directores que intentó volar demasiado alto y cuyas alas ardieron por el camino fue William Friedkin, quien venía de triunfar en los oscars con The French Connection, una absoluta obra maestra, y acababa de revolucionar el cine de terror con el taquillazo de El exorcista. Embriagado por el estreno en París de su cinta demoníaca, en una recepción donde le felicitaron Truffaut, Clouzot y Berri entre otros grandes cineastas, a Friedkin se le calentó el champán y pidió permiso a Clouzot para hacer un remake de El salario del miedo, la extraordinaria película protagonizada por Yves Montand que es un tesoro nacional francés. Cuando Clouzot le preguntó por qué un joven maestro cómo él quería hacer otra vez "una mierda tan trillada", Friedkin replicó que era una obra maestra y luego bromeó: "Le prometo no hacerla tan bien como usted".

Con su prestigio y sus oscars en el bolsillo, Friedkin se las apañó para comprometer a dos estudios en la aventura de rodar lo que en principio iba a ser un pequeño homenaje a un director mítico. Sin embargo, casi de inmediato el presupuesto se disparó de dos a doce millones y siguió creciendo en una montaña exponencial de dólares que profetizaba, si es que no los sobrepasó, los excesos de Coppola y de Cimino en sus respectivos harakiris. Lo cuenta con todo detalle Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, probablemente el mejor libro jamás escrito sobre el Hollywood de los setenta. Friedkin quería hacer su particular descenso a los infiernos y le dijo al guionista, Walon Green, que intentara reflejar la situación de "gente del Tercer Mundo manipulada por compañías internacionales".

No deja de ser curioso que tanto Apocalypse Now -una brutal recreación de la guerra del Vietnam- como Las puertas del cielo -que retrata una ignorada y espantosa matanza de colonos centroeuropeos en el condado de Johnson Country- fuesen películas incómodas. Hoy en día es prácticamente imposible pensar siquiera en un cine de semejantes pretensiones. Bajo su barroquismo, su presupuesto millonario y sus excelsos ropajes, ambos filmes denuncian el racismo, la brutalidad y la codicia con que se fue forjando el imperio estadounidense. Tampoco es extraño que, de un modo u otro, fracasaran. También Friedkin se empeñó en dotar a su epopeya en la selva de un tono de denuncia para el cual se había curtido durante los documentales que rodó en sus comienzos. En Sorcerer (estrenada en España con el absurdo y premonitorio título de Carga maldita), la suciedad atroz del poblado, la mugre de los actores, por no hablar de la secuencia de los cadáveres quemados, son de un realismo como pocas veces se ha visto en el cine estadounidense. Sin embargo, Friedkin lo estaba pagando a un alto precio: sólo el inolvidable pasaje de los dos camiones cruzando el puente entre crecidas, nieblas y lluvias abismales le costó tres meses.

Para colmo, aparte de unas escenas iniciales rodadas en Israel, París y New Jersey, prácticamente todo el grueso de la película se filmó en la República Dominicana, donde estaba radicada la compañía azucarera de Charles Bludhorn, principal productor de la película. Para subrayar la semejanza, Friedkin llegó a utilizar una foto de los jefazos de la Gulf+Western como ambientación de una de las oficinas de la malvada compañía petrolífera que está depredando el imaginario país latinoamericano donde tiene lugar la acción. "Para mí, tenían pinta de matones" dijo Friedkin. Y el guionista Walon Green añadió: "Cuando Bludhorn vio su retrato en la pantalla, sufrió una hemorragia de mierda".

Embarcado en un rodaje demencial, Friedkin empezó a despedir personal en medio de la selva, entre otros, la encargada de exteriores, cinco directores de producción, el director de fotografía, Dick Bush, y todo el equipo de cámaras, el especialista en camiones, sus treinta o cuarenta ayudantes y su productor de siempre, Dave Salven. Como le pasaría poco después a Coppola en Filipinas, Friedkin parecía haber perdido la cabeza, embrujado por el maleficio de una película que por algo se llamaba Sorcerer, una palabra que aludía vagamente a una pintada en el lateral de uno de los camiones. Su vida personal también sufrió los batacazos de su ego desquiciado y su tormentoso idilio con Jennifer Nairn-Smith acabó por irse al carajo cuando, poco después de haberla obligado a abortar, estuvo a punto de no reconocer al hijo que había tenido con ella.

La película fue un enorme fracaso de taquilla, el primero de Friedkin, que jamás volvería a contar con tanto poder en sus manos. Una de las razones que esgrimió el director fue la ausencia de grandes estrellas en el reparto: "Cometí un gran error con McQueen. No me di cuenta de que el primer plano es más importante que la toma larga. Una toma de la cara de Steve valía más que cualquier paisaje". Sin embargo, esas palabras pasan por alto el extraordinario trabajo del gran cuarteto de protagonistas, Paco Rabal, Bruno Cremer, Amidou y, sobre todo, Roy Scheider, que está sencillamente inmenso, como lo había estado anteriormente en Tiburón, All that Jazz y The French Connection. En su tramo final, más allá de la lluvia y la jungla, Sorcerer es básicamente una tempestad de rostros crispados, sudorosos y terroríficos, un desfile de máscaras fúnebres cortejado por la hipnótica banda sonora compuesta por Tangerine Dream. Biskind anota: "Salpican la película algunas imágenes magníficas, pero es conscientemente artística y pretenciosa; una ironía, si recordamos que Friedkin había arremetido contra el cine de arte en favor del comercial, y ridiculizado a Coppola y Bogdanovich por sus veleidades artísticas (...) Fatalmente atrapado entre América y Europa, entre el comercio y el arte, Friedkin había terminado por mezclar lo peor de ambos mundos en un remake americano de un clásico francés demasiado episódico, oscuro y dependiente de un reparto estelar para el público de finales de los setenta".

El adjetivo "episódico" deja entrever que Biskind se refiere al lamentable montaje que destrozó la estructura original de Friedkin. En esa versión, la del estreno en cines, la película empieza abruptamente en medio de la selva y se va explicando la llegada de los cuatro protagonistas a través de una torpe serie de flashbacks que cortan la angustiosa odisea de los dos camiones en su lento y mortal periplo. Vista hoy día en el montaje del director, Sorcerer no es ni mucho menos tan catastrófica como dejaron suponer la crítica y el público que la hicieron naufragar en los cines. De hecho, sus primeros veinte minutos, con sus cuatro escenarios e historias independientes, son netamente superiores a los de la película de Clouzot, que merodea, se aburre y tarda en arrancar antes de adquirir su alucinante ritmo suicida. Con premeditada astucia, Friedkin y Green escogieron como conductores de su viaje a los infiernos a un asesino cazador de nazis (Paco Rabal), a un ladronzuelo neoyorquino (Roy Scheider), a un terrorista palestino (Amidou) y a un estafador francés de altos vuelos (Bruno Cremer). Es en la segunda parte donde la película sufre un desmayo; a pesar de su poderío visual, del talento sobrenatural de Friedkin para dotar de alma a árboles y vehículos (como ya había demostrado en la alucinante persecución callejera de The French Connection) y de la tiniebla moral que empapa cada fotograma, es evidente que Sorcerer carece del brío, el corazón y el fatalismo de su insigne predecesora, El salario del miedo. Aun así, puede que sea el remake más formidable de la historia del cine o, al menos, el mayor intento de emular a una auténtica obra maestra. Poca cosa para un cineasta de la talla de Friedkin, que se creía destinado a las más altas empresas. Cuando al fin vio la película junto a uno de los jefes de la Universal, Joe Hyams, Friedkin le dijo: "Joe, tú estabas conmigo aquella noche en que conseguí que Clouzot me diera su permiso para hacer esta película. ¿Qué le dije? ¿Recuerdas?" "Le dijiste que nunca la harías tan bien como él". "Pues no me equivoqué".

realmrl3londe (YouTube)

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