La academia se vuelve ‘cool’

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'La pelea de gallos' (1846), del artista francés, Jean-Léon Gérôme, una de las obras que puede verse en la exposición 'El canto del cisne'. / Wikipedia

El canto del cisne es una de las exposiciones más raras que puedan contemplarse ahora en Madrid. Es una exposición a contracorriente, tanto que bien podría decirse que de ir tanto a contracorriente resulta hasta moderna y justo por situarse frente al concepto de Modernidad mismo. Consta de 80 obras cedidas por el Museo de Orsay parisino y estará entre nosotros hasta el 3 de mayo, tiempo en que en Madrid seguimos dándole al culto a las vanguardias del siglo XX y atisbando como podemos lo que nos llega, y producimos nosotros, del arte del XXI, donde el guirigay es norma que no inquieta a nadie. No es de extrañar, pues, que en tiempos así, de pos-posmodernismo, una muestra como la de Mapfre sea más que pertinente, por significativa. Volvemos, de un plumazo, a los salones de pintura del XVIII y XIX, al Salón de París, que era donde se exponían las obras de la Academia de Bellas Artes, vale decir, el equivalente actual de la Documenta de Kassel o la Bienal de Venecia. Tal cual, y no es exageración: hay que tener en cuenta que en este Salón es donde nace, ya en el siglo XIX, la figura del crítico de arte, por ahí tenemos, enorme, la figura de Baudelaire que se lo inventó, y por supuesto, la fijación de los precios de las obras atendiendo a criterios de unificación. Ni que decir tiene que es el Estado mismo el principal cliente de estos salones. Es también la época en que al público le da por visitar los Museos tal y como lo hacemos ahora. Es nuestro origen. De ahí la importancia de la muestra.

Guy Cogeval, presidente del Museo de Orsay, Pablo Jiménez, director del Cultura de la Fundación Mapfre y Come Fabre, comisario de la muestra, han tenido el buen tino de titular la misma El canto del cisne, porque abarca los años que van de finales del siglo XIX hasta la I Guerra Mundial, es decir, la época de apogeo de los impresionistas y cubistas, que aborrecían estas pinturas y con razón. Podría decirse que es el lado kisch de aquella Belle Epoque que evocó con exhaustiva genialidad el Marcel Proust de A la busca del tiempo perdido, unas pinturas que compraba la alta sociedad a precios de alta sociedad y que hoy día se contemplan con cierta ironía y suficiencia.

Tanta, que hay que hacer un juego intelectual de cierto calado para no incurrir en el desprecio, que es siempre un despropósito. Los responsables de la muestra han querido que los cuadros expuestos se vean en el contexto de la época, es decir, un momento en que los grandes temas de la pintura clásica, la religión, el erotismo, la mitología, se banalizan porque los compradores son ya los nuevos burgueses del Segundo Imperio, de hecho la muestra es un exponente exacto del gusto de la época de Napoleón III y Eugenia de Montijo, aquellos que Émile Zola fustigó sin piedad alguna, aquellos que hicieron grandes fortunas con la especulación financiera y la burbuja inmobiliaria.

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Retrato del escritor Marcele Proust (1892), de Émile Blanche. / © RMN-Grand Palais (musée d'Orsay) / Hervé Lewandowski - exposicionesmapfrearte.com

Lo importante es que entendamos que estamos ya en el siglo de Hegel, el siglo de la Historia y que los temas clásicos dejan de lado lo simbólico para agrandar, zambullirse en lo cotidiano, como un antecedente del cine histórico de gran formato: no olvidemos que Sâlambó, de Flaubert, es una novela histórica de la misma época donde nos encontramos con un ilustre antecedente del cine de cartón piedra, con asesinatos terribles incluidos. Sólo de esta manera seremos capaces de atisbar una pintura como la de Gérôme, donde pinta escena griega pero con pelea de gallos incluida, o la Roma de Delaunay, una Roma nada agradable, de donde se han desterrado las asepsias neoclásicas. Y todo ello por no hablar de las escenas casi en formato Cinemascope, como La muerte de Francesca de Rímini y Paolo Malatesta, de Cabanel o La Doncella, de Frank Craig, que es la versión de cartón piedra de la leyenda de Juana de Arco. Puro posromanticismo pero sin atisbo alguno de libertad creadora. Se movían en lo previsible como pez en el agua.

Lo mejor, o por lo menos, lo más acorde con nuestro gusto, época poshistórica, es el retrato y en la muestra nos encontramos algunos notables, como el Retrato de Víctor Hugo, de Léon Bonnat, pintado como si se tratase de un héroe de Hugo, emblema de la República por excelencia, aunque el que nos conmueve es el de Proust, que pintó Jacques Emile Blanche, celebérrimo cuadro al que no encontramos defectos, un cuadro que consigue trazos a lo David, ese aire de estatua que reta al tiempo, que intenta fijarlo.

Muestra inteligente de los responsables de la exposición es que cierren con un impresionista próximo al academicismo, sobre todo en su etapa final: Las bañistas, de Renoir, nada menos, como otorgando una calidad a lo que a todas luces es una exposición que poco o nada tiene que ver con el talento, que lo hay, pero muy mal repartido, y cuyo interés tiene que ver mucho más con el estudio de la historia de la pintura que de otra cosa. Así, el de percatarnos de qué modo retoman los temas religiosos, pero vaciándolos de significado real alguno como corresponde a la época burguesa que representan.

Sólo una época consciente de haber acabado ya con la Modernidad y las vanguardias se permite el mostrar un tipo de pintura que execraron todas los movimientos modernos, comenzando por los impresionistas. Todo ello sin darse cuenta de que el clasicismo es tendencia natural en el arte: veamos el último Picasso, el último Chirico...

Mejor dejarlo aquí.

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