A unas horas de la jornada electoral del domingo, un manifiesto ronda las redes y los buzones de quienes quieran defender la cultura en Barcelona. Clama por “una democratización urgente y real de las instituciones culturales” que se han venido deteriorando desde el último esplendor de aquella Barcelona del 92, ante “el repunte de una política cultural corporativa y parroquial que aspira a monopolizar el debate público” a lo que se suma “la creciente captura regresiva de las políticas culturales por las guerras identitarias”. Entre otras cosas.
Entre los firmantes: Juan Marsé, Maruja Torres, Noam Chomsky, Toni Negri, Juan Goytisolo, Victoria Combalía, Marta Sanz, Jorge Herralde y muchas otras firmas por menos conocidas no menos importantes, que para eso estamos en democracia. Se echan en falta algunos nombres, quizá por temor a posteriores represalias. Pueden encontrarse más detalles de cómo evoluciona la petición en facebook.
Lo cierto es que preocupa, y desde hace años, el derrotero que lleva la ciudad que mejor ha representado en España la inquietud cultural, editorial y vanguardista tanto en tiempos duros como en la democracia. Barcelona atesoraba una riqueza que se ha visto liquidada, poco a poco, por el abuso de poder y los clientelismos políticos de los que la prensa se va haciendo eco sin que, hasta ahora, esas denuncias cambien el estado de cosas.
La última sonada ha sido la del MACBA pero no es menos seria la elección del nuevo director del CCCB: un perfil claramente partidista, considerando que se trata de centros, como se indica en el manifiesto, que fueron punteros del vigor y la salud de la cultura en la ciudad condal y ahora se ven empequeñecidos por designios oficiales.
El asunto viene de lejos y se ha ido fraguando hasta límites insoportables. En todos los campos: habrá quien recuerde la denuncia de pesebrismo que surgió hace medio año en el Museo Etnológico de Barcelona a propuesta de profesores y científicos de la Universidad de Barcelona.
El caldo de cultivo ha engordado gracias al abuso de los llamados “cargos de confianza”, cada vez más descaradamente inclinados al mismo lado, un lado que estos y otros firmantes encuentran reduccionista, provinciano, cerrado y sin ambición intelectual alguna, lo que conduce a un feo futuro para una ciudad, que una vez tanto brilló.
España es un país de manifiestos desde los tiempos del tardofranquismo y la transición. Brotan como setas y parece que la gente ya no les hace caso. Sin embargo, la cosa puede estar cambiando, como demuestra el vigor preelectoral que sacude al país. Merece la pena molestarse en apoyar las buenas iniciativas. La defensa de la cultura libre de ataduras partidistas -y a ser posible del exagerado IVA que la constriñe- es una de ellas.
En todas partes lo mismo: la comercialización de la cultura. Recuerdo la Barcelona de antes y pienso en la de siempre.