Sin Motivo

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Alejandra Díaz Ortiz *

Imagen: Pixabay
Imagen: Pixabay

Se llamaba Motivo. Al menos eso fue lo que me dijo cuando hablamos por primera vez. Supongo que su nombre debería haberme sorprendido, pero ya me habían desconcertado tantas cosas de ella, que su apelativo solo confirmó lo que ya intuía.

La descubrí desde la ventana de mi nueva casa. El emplazamiento me permitía observar todo el bulevar, a diestro y siniestro. Dos pisos más abajo, a la puerta del centro de metadona, frente a mi particular atalaya, estaba el banco de forja desde el que Motivo solía verme a mí. Justa reciprocidad.

Su aspecto me recordaba a un conocido cantante de flamenco, así que me fue fácil pensar en ella como "la Mercé". En cuanto a su edad, bien podría rondar entre los treinta y los cincuenta años. No era gorda pero lucía un vientre muy abultado, supongo que a cuenta de los litros de litronas con que atarantaba los días.. No obstante, y a pesar de su evidente deterioro físico, Motivo se mesaba con femenina coqueteria una cuidada melena de moderno corte y teñido. También gustaba de retocar su maquillaje sobre el espejito de una vieja polvera.

Poco a poco, establecimos nuestra tácita rutina: cada mañana yo abría la ventana buscando la mirada de Motivo. Entonces ella, fingiendo no verme, esbozaba una imperceptible sonrisa a modo de saludo. Luego, cada una nos entregábamos a nuestras rutinas. De tanto en tanto, me aseguraba de que ella seguía ahí. Hasta las ocho de la noche, hora en que desaparecía sin que yo atinara a decir muy bien por dónde.

Tardé algún tiempo en darme cuenta de lo esencial que aquel gesto se había tornado para mí. Reencontrarme con la mirada de Motivo significaba que había despertado viva. Que el sol le había ganado la batalla a los arcanos de la noche. Significaba que el puñetero tumor, un día más, había perdido la batalla.

Disfrutaba como mío, el entusiasmo con que ella saludaba a sus compañeros de banco. Alguna vez la vi llorar. Un manojo de lágrimas casi invisbles en memoria de uno que ya no volvió. Debió morir durante la noche, según me pareció escuchar a un hombre moreno que trataba de consolarla: "Ni se enteró, mamita. No le llores, él no querría eso...".

Motivo excitó mi inquietud literaria, lo que me llevó a hilvanar una historia poco acertada, según descubrí más adelante, sobre aquel cuerpo de hinchadas piernas. No me fue dificil imaginarla creciendo como la tercera hija de una familia de clase media tradicional, quizá con algún hermano más pequeño que ella. Eso lo pensé al ver cómo protegía a sus convecinos más jóvenes. La supuse una estudiante de notas regulares, poco conflictiva y de buenos modales. Lo que sí resultó ser, para mi sorpresa, fue una excelente oradora. En más de una ocasión me distraje viéndola leer a sus amigos el periódico que regalaban en la estación del metro. Incluso, una vez la vi con un libro que alguien había tirado a la basura. Y, para mí regocijo, admiré a todo su corro muy atento a la lectura.

Cuando estaba quieta, callada, con la mirada perdida en cualquier recuerdo, a Motivo se le escapaba un amargo rictus en la comisura de los labios. Deduje que un mal amor había desviado su futuro hasta aquel banco de Plaza Miseria.

Sin embargo, me estaba resultando tan vulgar la historia que le iba tejiendo a mi desconocida, que decidí olvidarme de ella. Hasta la mañana del ocho de julio pasado.

Sucedió que, aquejada por un perverso virus que insistía en mantener mi temperatura altísima acompañada de insoportables dolores óseos, fui incapaz de abrir las cortinas, y mucho menos la ventana, durante más de una semana.

Dado que yo vivía sola, sin familia y sin apenas nadie que notara mi ausencia, había aprendido a salir de este tipo de crisis sin molestar a nadie, ni siquiera a los médicos. Pero esta vez, la oscuridad iba ganando la batalla. Mis ojeras eran tan negras como el tumor que me estaba devorando el ánimo y las entrañas. No me quedaban fuerzas ni para respirar, pero aún así, organicé un torneo final entre todos mis demonios, divididos en dos equipos: los malos contra los peores.

El partido estaba tan emocionante que yo no entendía por qué el árbitro no cesaba de pitar y pitar y pitar con descontrolada insistencia. A duras penas conseguí moverme. El maldito pitido me taladraba los oídos. Logré reptar hasta la puerta. Me desplomé.

Según me contó Motivo tres meses después, al caer desmayada, los brazos que me sujetaron fueron los de ella que, preocupada por mi ausencia, había decidido subir hasta mi casa para cerciorarse de que estaba viva. Me devolvió a la cama y durante las siguientes semanas se dedicó a cuidarme con profesional empeño, pues había sido enfermera, y con un singular mimo maternal, del que solo puede ser capaz la que haya sido hermana mayor de siete hermanos. También había perdido un hijo, de ahí su frustrado instinto.

Nada más salir el sol, Motivo abría la ventana y hacía el mismo recuento que había hecho yo durante meses. Una vez que se aseguraba que habían llegado todos los que debían, se acercaba a mí, me pasaba la mano por la frente y desaparecía rumbo a la cocina. El aroma a café recién hecho me obligaba levantarme.

Por mi parte, yo volví a necesitar un folio en blanco. Me urgía escribir en voz alta. Escucharme en negro sobre blanco, en un vano intento por comprender lo que estaba pasando. No lo conseguí.

- ¿Por qué te llamas Motivo?, le pregunté una tarde de silencios.

- Porque fui la única razón por la que mi madre se tuvo que casar con mi padre. No quería que se le olvidara nunca...

Un mal día, Motivo decidió que ya era hora de marcharse. Me lo comunicó mientras comíamos. A mí se me atragantaron los garbanzos.

- ¿Por qué me has estado cuidando?, pregunté molesta.

- En realidad no te cuidaba a ti, me cuidaba a mí.

En ese momento, de golpe, caí en cuenta que, desde mi desmayo a los píes de mi fortuita protectora, en casa seguía entrando pan y comida. No habían cortado ni la luz ni el gas. Y tampoco me habían faltado el periódico y el vino de media tarde. Pero, sobre todo, en mi cama no había vuelto a cobijarse el miedo.

Un súbito ataque de pánico me provocó una enloquecida incontinencia verbal. Al parecer, canté sin parar durante los siguientes cuatro días (y sus respectivas noches), aquel viejo bolero ranchero: "Unos ojos bañados de luz, son un motivo... Unos labios queriendo besar, son un motivo...", intercalando mis desafinados cánticos con una especie de mantra: "No me dejes sin ti."

Así fue como me convertí en una celebridad. Desquiciada por mi monótona letanía, mi ángel de la guarda me lanzó por la misma ventana que nos juntó. Mientras recogían mi cuerpo esparcido sobre el asfalto, a ella se la llevaban al psiquiátrico.

Desde ese día se me conoce en el barrio como "La loca sin Motivo". Los hay que me tienen miedo, sobre todo cuando canto, pero a mí me da igual que me llamen fantasma.

Aquí la seguiré esperando. En nuestro banco.

(*) Alejandra Díaz Ortiz es escritora. Ha publicado Cuentos chinos (2009), Pizca de sal (2012), ambas en Trama editorial, Julia (ViveLibro, 2013) y No hay tres sin dos (Trama, 2014).
2 Comments
  1. Margarita Salgado says

    Siento un fresco, casi frío de un invierno aun distante. Como una luz de sol menguante aun en pleno verano.

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