La mirada

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José Yoldi

Ilustración: José Yoldi
Ilustración: José Yoldi

Nunca imaginó que fuera a funcionar, pero estaba enfadado y aburrido. Hubiera preferido cien veces acudir al Bernabéu, a presenciar el Madrid-Barça, pero su mujer, Victoria, se había negado a proporcionarle la excusa que necesitaba y hacía días que había confirmado con el anfitrión que ambos —y recalcó “ambos” — acudirían a la gala benéfica en el Real. No le había quedado más remedio que ceder los abonos a su hermana y a su cuñado, ¡al imbécil de su cuñado!

¿Quién puede ser tan descerebrado o tan sádico para programar un concierto benéfico el mismo día y a la misma hora que el partido en el que se decide la liga de fútbol?, rumiaba en su interior. Pensó incluso en llevarse al teatro una radio en miniatura que tenía y escuchar la marcha del encuentro con un pequeño auricular, pero su mujer también había calculado esa posibilidad y tras el sermón correspondiente se había incautado del aparatito. Veintitrés años de convivencia tienen algunas ventajas y notables inconvenientes, se dijo.

Por si no fuera suficiente, Victoria, que se había comprado unos zapatos imposibles y carísimos para la ocasión y había desempolvado sus mejores galas, le había exigido un vestuario acorde con la ocasión. Le había indicado que a ella le gustaría que llevara pajarita, pero que no pondría pegas si él prefería el traje cruzado azul marino y la corbata de Hermès que le había regalado por Reyes. “A los 45 años, con esas sienes plateadas y adecuadamente dirigido por una mujer como yo, empiezas a ser un maduro interesante”, se había burlado su mujer.

Habían quedado en la Taberna del Alabardero con otros cuatro amigos del organizador —a dos de ellos no los conocían— y que iban a ocupar el mismo palco. Roberto intercambió los saludos de rigor y se refugió en una conversación sobre fútbol con José Antonio, el varón de la pareja a la que no conocían previamente y que se comportó de manera muy cortés. Diego y Marta, pertenecientes al círculo de amigos de su mujer, eran insufribles melómanos. Ninguno de ellos hubiera cambiado el concierto por el partido y no tenía nada que hablar con ellos.

—Por cierto, menudo concierto —comentó Roberto—, música española. Si al menos hubiera sido algo más internacional, como Mozart o Bach… Pero no —dijo leyendo el programa— Ruperto Chapí, Jesús de Monasterio y un tal Tomás Bretón.

—No son desconocidos Roberto —contestó con un punto didáctico José Antonio— Los románticos españoles de la segunda mitad del siglo XIX tienen justa fama. La Suite Morisca, de Albéniz; la Fantasía Morisca, de Chapí; y la serenata En la Alhambra, de Bretón, son fantásticas. Adiós a la Alhambra, de Monasterio está muy bien también, pero me gusta menos que las otras

Roberto torció el morro y salvo una sonrisa de compromiso cuando Gema le dijo que estaba muy guapo, ya no participó en las conversaciones del grupo.

Subieron al palco que les habían reservado en el entresuelo, el primero de la derecha, por encima del patio de butacas. Unas localidades magníficas. Para que el malestar de Roberto no afectara a los demás, Victoria favoreció que su marido se sentara en la delantera, en el lugar más próximo al escenario. Este apoyó los codos en la barandilla y ya no volvió a mirar al grupo que mantuvo una animada conversación hasta que se apagaron las luces.

Estaba aburrido y un punto entre enfadado y molesto con la actitud de los demás que no comprendían el sacrificio que había hecho renunciando al partido. Y nunca pensó que fuera a funcionar, pero no tenía otra cosa que hacer. Su posición era privilegiada, un poco por encima de los músicos, lo que le permitió recorrer con la vista toda la orquesta, desde el podio del director, todavía vacío, pasando por los violines, violas, oboes, contrabajos, trompetas, clarinetes, trompas, tuba y arpa, hasta los grandes timbales y bombos. Estaban en ese desbarajuste inicial que ocurre en el momento de afinar los instrumentos, cuando se le ocurrió la idea. Decidió que miraría fijamente durante todo el concierto a la primera mujer que iniciase la interpretación. Imaginó que sería la concertino, cuyo violín había dado la nota que para que todos los demás ajustasen la afinación al suyo. Además, poco después, cuando toda la orquesta se puso en pie para recibir al director, este le había dado la mano en un gesto de reconocimiento.

Se había hecho silencio. El director agitó la batuta y Do, Fa, Sol, La, Fa, Do. No había sido ningún violín. En el lado de la izquierda de la orquesta, detrás de los violines, una morena atractiva con pelo corto, de unos 34 o 35 años, con un vestido largo negro y un adorno en raso blanco se había puesto de pie y había tocado varias veces la sucesión de notas: Do, Fa, Sol, La, Fa, Do. Una sencilla melodía repetida como un mantra que iniciaba la serenata En la Alhambra, de Tomás Bretón. Luego, se había vuelto a sentar y había colocado su pequeño instrumento apoyado en su pierna derecha. La mujer tocaba el flautín. Roberto había encontrado su objetivo.

María estaba nerviosa. Llevaba años tocando en la Sinfónica de Madrid, pero ese pasaje aunque sencillo era crítico. Cualquier error en una de las escalas era mortal. Trató de concentrarse. Pensó en los aires nazaríes y andaluces de la obra, en que el barbudo Bretón la había compuesto en 1881 en Roma mientras disfrutaba de una beca de estudios y en que sin embargo fue la obra para orquesta más representativa de ese periodo. Su primera intervención fue precisa y recibió el asentimiento del director.

Pasado el primer momento, el de máxima visibilidad, se fue relajando. El mayor peligro ya había pasado. Miró a sus compañeros y echó una ojeada al patio de butacas, aunque solo se apreciaban bien las dos primeras filas, que se beneficiaban de la iluminación de la orquesta. El fondo permanecía en penumbra.

Roberto miraba fijamente a la dueña del flautín. Nadie de su palco podía apreciar que no le quitaba ojo, puesto que por su situación, los dos de detrás y su mujer únicamente le veían la nuca, mientras que Gema y Marta, que estaban un poco más retrasadas pero a su lado, quizá estaban extrañadas de lo concentrado que estaba pero no llegaban a verle los ojos, solo la oreja izquierda. Durante un momento, pensó en mirar a una rubia de larga melena y raja profunda en el impoluto vestido negro que tocaba el fagot. Para su gusto, era mucho más guapa. Pero luego se dijo que se había tomado aquello como un experimento sociológico, significara lo que significara, y que tenía que cumplir sus propias normas, aunque en teoría le perjudicaran. De modo que volvió a clavar los codos en la barandilla del palco y mientras apoyaba la barbilla en los puños entrelazados, volvió a mirar obsesivamente a la flautista. Pensó que ella nunca se daría cuenta, pero no le importó.

María tuvo una segunda intervención al comienzo de otro pasaje de la obra, pero lo bordó. Tenía un rato de descanso hasta que le tocara volver a tocar y relajada como estaba empezó a mirar en derredor. Se fijó en el tirante suelto del vestido de una compañera y en lo desarrapado de uno de los violinistas en comparación con el de la percusión, que lucía resplandeciente como un brazo de mar. Luego miró hacia su derecha y le pareció elegante —y probablemente muy caro— el vestido de Dior que llevaba una de las mujeres que ocupaban el primer palco, el único que podía verse bien, por reflejo de la luz del escenario. Giró la cabeza y en el palco de su izquierda le sorprendió ver a un hombre, cuando en primera línea, por cortesía, solían sentarse las señoras. Le pareció un caballero bastante atractivo que seguía atento el concierto. Por un momento, se sorprendió porque creyó que le miraba a ella, pero siguió su recorrido visual. “Mira que eres boba, María, te va a estar mirando a ti”, se dijo.

Cuando ya se iba centrar de nuevo en la partitura, decidió volver a mirar al hombre del palco. Y esta vez no lo dudo, el tipo la miraba fijamente. Desvió la vista, avergonzada, pero la curiosidad pudo más, y volvió a mirar. Allí estaba él, con la vista clavada en sus ojos. Se puso nerviosísima y de nuevo se obligó a mirar al pentagrama. Le tocaba intervenir de nuevo, pero entró tarde. El director la miró con un reproche y ella no pudo sostenerle la mirada. Estaba atacada.

Roberto disfrutó con el recorrido visual de la flautista y estuvo a punto de dar un salto de alegría cuando sus miradas se cruzaron. Al principio, daba la impresión de que ella no se había dado cuenta, pero luego apreció su nerviosismo cuando ambos a la tercera o cuarta vez se sostuvieron la mirada durante casi dos minutos. De nuevo fue ella la que cortó porque le tocaba intervenir, pero inmediatamente, acabado el pasaje, ostensiblemente ella fijó su mirada en la de él. Había una conexión.

“Probablemente es solo curiosidad”, pensó Roberto. “Debe estar preguntándose qué hace un imbécil desaprovechando un concierto solo mirándome a mí. Aunque seguramente también la halagará. Pues yo a lo mío. Además, la chica es atractiva”.

María no sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Por un lado pensó en desentenderse de las miradas y acabar el concierto lo mejor que pudiera. Pero cuando lo intentó no podía dejar de pensar en ello y, cada poco, miraba de reojillo a ver si el hombre había desviado la mirada. Allí seguía, imperturbable.

“El tipo es guapo y elegante, hay que reconocerlo”, se dijo. “Pero ¿qué coño querrá? Está claro que le he debido de impactar, porque lleva todo el concierto que no me quita ojo. Voy a tener que mirarle fijamente yo a él, a ver qué pasa”.

Roberto estaba exultante, lo había conseguido. La flautista, salvo por unos momentos titubeantes en los que le pareció que no sabía qué hacer, finalmente se había entregado. Le miraba con más desparpajo del que él tenía para con ella. Al fin y al cabo, en su caso, nadie de su grupo ni del resto del público se había dado cuenta de su maniobra. Llevaban así más de media hora y algunos miembros de la orquesta se fijaron en la mirada de su compañera. Dos de ellos, en los momentos de reposo que les ofrecía la obra, hasta siguieron la mirada hacia el palco, pero pensaron que se trataría de un familiar o de un conocido.

Acabó el concierto y todo el mundo se puso en pie para ovacionar a la orquesta y al director. María y Roberto, erguidos, cada uno en su lugar, aplaudían, pero sobre todo permanecían con la mirada fija el uno en el otro.

Habían acabado los bises y Marta se percató de que la flautista no dejaba de mirar al palco. Volvió la vista hacia Roberto y vio cómo este le devolvía la mirada. Ya se estaban levantando de sus localidades cuando Roberto creyó percibir una seña. Marta preguntó en voz alta a Roberto si conocía a algún músico y como este replicara que solo conocía futbolistas, la amiga de su mujer comentó:

— Pues la morena del flautín no paraba de hacerte ojitos.

— Seguro, con mis sienes plateadas habrá pensado que soy Von Karajan —contestó Roberto, que había recuperado el buen humor.

— Victoria —dijo Marta con cierta insidia— créeme que este perillán se ha pasado el concierto ligando con una de la orquesta.

— Sí, con la tuba, que es grande y tiene curvas —replicó Roberto—. Y vámonos al bar que tengo la boca seca de tanto ligar.

María recogió el flautín en un pequeño estuche y fue de las primeras en abandonar el escenario. Se encaminó hacia el pasillo por el que se desalojaban los palcos de la derecha y vio como, a lo lejos, el grupo de Roberto se dirigía al bar. Pensó en acercarse y saludar, pero lo descartó de inmediato. Pidió un bolígrafo y un papel a un acomodador y rápidamente escribió su nombre y su teléfono. Lo dobló cuidadosamente y echó a andar hacia el bar.

Al llegar a la altura de Roberto, María dejó caer el estuche del flautín. Al agacharse, introdujo la misiva en el bolsillo izquierdo de la chaqueta de Roberto. Recogió el instrumento y cuando se alejaba silbó: Do, Fa, Sol, La, Fa, Do.

Roberto suspiró aliviado. Ella no le había delatado. Todavía no sabía su nombre, pero al palpar el papel en el bolsillo, imaginó todo tipo de fantasías. Le hubiera gustado leerlo allí mismo, pero tenía a todo el grupo pendiente de él.

Victoria se había percatado de la maniobra pero guardó silencio. Siempre había sido mucho más rápida y despierta que Roberto. Imaginó el contenido del mensaje y de inmediato fraguó su plan. Se acercó a la barra, pidió otro papel y rápidamente escribió: “Isabel” y el número de un teléfono de prepago que había comprado hacía varios meses y donde recibía los mensajes y llamadas de un compañero de trabajo, casado, un tipo culto que le hacía reír y con el que practicaba sexo sin compromiso de forma ocasional.

Al rato, se acercó a su marido y con el pretexto de hacerle carantoñas, sustituyó el papel de la flautista por el suyo. Roberto se dio cuenta de que algo raro pasaba y que el manoseo no era inocente, pero cuando Victoria le dejó en paz, volvió a meter la mano en el bolsillo y comprobó que el papel seguía allí.

La velada acabó con Roberto y con María encendidos de ilusión y deseo.

Al día siguiente, Victoria recordó que había sustituido el papel de la flautista y la llamó. Cuando María descolgó, Victoria le dijo con voz muy suave:

— ¿Te gustó mi marido? Tuvimos un sexo fantástico. Seguro que él pensaba en ti, pero todavía es mío.

Roberto no quiso apresurarse. Esperó hasta la hora del aperitivo para llamar al número del papel.

— ¿Isabel? —preguntó.

— Soy Victoria, capullo, ¿creías que con tu miniatura ibas a hacer un dúo de flautines?

— ¿Victoria, eres tú? —preguntó Roberto sin dar crédito a lo que oía.

— No, Teresa de Calcuta que te recuerda que no debes intentar tirarte a desconocidas.

De repente, Roberto se sintió sorprendido y tremendamente culpable. No entendía cómo su mujer había contestado en el número que le había pasado la flautista. Y, además, pensaba en la infinidad de explicaciones que iba a tener que darle por semejante metedura de pata. Estuvo un minuto apesadumbrado y casi sin respiración. Cuando comenzaba a recuperarse comentó en voz alta:

— ¡Joder, y encima perdió el Madrid!.

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