David Torres
El fin del mundo no llegó de golpe sino paso a paso. Las máquinas se detuvieron, los cielos se despoblaron, el agua dejó de brotar de los grifos. Los agoreros nos habían advertido sobre la escasez del petróleo pero no les hicimos ningún caso.
“No importa” decíamos, “tenemos tiempo”.
No hubo forma de reemplazar los combustibles fósiles y la civilización se hundió. En unas pocas décadas, San Francisco se convirtió en una selva, Moscú en una tundra de rascacielos, Venecia en la Atlántida. Ya era demasiado tarde para escuchar a los profetas del cambio climático.
Pero tampoco importaba, teníamos tiempo.
Ahora los supervivientes vivimos en castillos fortificados, sin apenas víveres ni municiones. Hace años que nadie ve el sol y llevamos máscaras de oxígeno de día y de noche. El aire ya es sólo un recuerdo. Esta mañana, los centinelas de la muralla divisaron en el horizonte los primeros cadáveres reanimados por la contaminación ambiental. Nadie había creído tampoco en ellos. Caminaban despacio, mucho más despacio que los zombis en las viejas películas de terror. Si no hacemos algo, en cuestión de semanas, quizá días, estaremos rodeados.
No importa, tenemos tiempo.