Primer amor

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David Torres

Imagen: Wikipedia
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Era hermosa, pequeña, francesa, rubia, con la cara punteadas de pecas. Yo casi ni me atrevía a mirarla, todavía no éramos más que niños, aunque la infancia ya se alejaba de ella a la velocidad de un tren. Me miró y me sonrió, apenas un fruncimiento de labios donde –yo no lo sabía– estaba contenido todo el idioma francés, todos sus poetas, Baudelaire, Valery, Rimbaud, Villon, Mallarmé. Jugaba con la arena de la playa, mientras las olas mordisqueaban sus piernas. Me preguntó cómo me llamaba, yo le dije que Hugo, ella dijo, muy seria, Isabelle, frunciendo los labios de ese modo que únicamente permite el idioma francés. Le pregunté cuánto tiempo se quedaría en la playa y me dijo que se marchaban esa misma tarde. Dijo el nombre de un lugar que no entendí, quizá podía ser Lyon, no estaba escuchando, ya sólo la añoraba. Jugamos un rato con la arena de la playa, apenas unos minutos, los más felices de mi vida, hasta que sus padres plegaron la sombrilla y recogieron las toallas. Tenían que irse.

"Au revoir" dijo ella, levantándose, agitando su manita en mi memoria.

"Adiós" dije yo.

La he echado de menos durante treinta años. La he buscado por todas partes, en el colegio, en las clases de la facultad, en trenes abarrotados, en ciudades de Francia y de Europa. Una vez me empeñé en que había dicho "Lyon" y malgasté dos semanas entre lentos atardeceres, buscando su cabellera rubia reflejada en el agua dorada del Ródano. Varias veces he regresado a aquella playa donde nos encontramos por si hubiera de repetirse el milagro. Nunca había pensado que volvería a verla hasta que apareciste sentada entre mis alumnos de francés, mi pequeña Isabel. No llores, querida mía, no llores. Al fin estamos juntos.

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