Sato Díaz
Ya llegaban las chicharras anunciando siesta. Y tres moscardones revoloteaban alrededor del hocico del mastín. Dos coches flanqueaban la puerta de la aldea, como todos los agostos. La Mancha, en verano, descansa. Y dentro de las tapias encaladas del caserón, resonaban los rugidos de un león, de un documental de La 2.
Tenía sed. Y por eso despertó, con el cuello empapado, el muchacho desgarbado. Estaba de vacaciones y ya había devorado las tres novelas que le regalaron sus amigos el día del libro. La desidia se adueñaba de él, por momentos. A trompicones acertó a ponerse de pie y alejarse unos metros de la mecedora, que viene y que va, que se resiste a la verticalidad, que quiere ser protagonista.
El botijo aguardaba, como un oasis, sobre el aparador, bajo el espejo, rodeado de retratos antiguos. La familia. Y el muchacho desgarbado observó su reflejo, más desgarbado todavía, en el espejo. Fue entonces cuando alcanzando el botijo, lo alzó al cielo, como si de un paso de semana santa se tratara, para que el chorrillo cayera entre sus labios. Agua fría.
No se sabe a ciencia cierta si fue por culpa de ese movimiento tan drástico o es que no se había despertado del todo de la siesta, pero el muchacho desgarbado se mareó tanto y tan deprisa que cayó en un santiamén y el botijo le acompañó al suelo, mutando su aspecto en el de mil pedazos de cerámica.
Poco a poco recobró el aliento. Y al ponerse de pie se observó meticulosamente en el espejo. No había heridas, ni chichones. Pero fue tal el grito que dio el desgarbado al descubrir cómo le miraban sus antepasados, apresados en los retratos que rodeaban el espejo, que el mastín casi se despierta.
No había diferencia entre los muchachos desgarbados en blanco y negro que le retaban, frente a frente, sin quitarle la mirada. No había diferencia entre los muchachos retratados y el del espejo. Él y los otros. Los otros y él. Los otros: su padre, su abuelo, su bisabuelo... Desgarbados, todos, se miraban, sin saber en qué año se encontraba aquel agosto. Los mismos ojos, los mismos labios, las mismas cejas y las mismas orejas.
Sintió un escalofrío nacer en el estómago, un cosquilleo que ascendió a la nuca y se expandió hasta la punta de los dedos. La prisa le empujó desde el trasero. Y salió corriendo, dejando la puerta abierta, hacia uno de los dos coches que flanqueaban la entrada. Arrancó y levantó tal polvo del suelo al derrapar para salir huyendo que no se pudo divisar hacia dónde partió el automóvil.
Poco después el muchacho desgarbado se acomodaba sobre el césped de la piscina municipal de aquel pueblo manchego. Los señores del bar bebían Bitter Kas. Y frente a él, una anciana gorda untaba crema en la espalda de su hija, una mujer gorda que untaba crema en la espalda de su hija, una muchacha gorda que le miraba. El muchacho desgarbado, sonrojado, disimuló y escondió sus miradas cautivas bajo las gafas de sol y su erección bajo la toalla.
Y así fue como el nieto del abuelo desgarbado, hijo del padre desgarbado, conoció a la que sería su esposa, la nieta de la abuela gorda, hija de la madre gorda. Y el desgarbado y la gorda se fueron a vivir a la aldea. Y compraron un botijo nuevo. Y el muchacho desgarbado dejó sus estudios de Ingeniería Química en la capital, y montó una empresa de jabones ecológicos en un lugar de La Mancha.