Iluminación

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David Torres

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Imagen: Wikipedia

Comprendió que estaba al borde de una revelación la mañana del ataque, mientras el silbido de los obuses cruzaba por encima de los puestos de avanzada y las explosiones hacían retemblar la tierra. En el interior de la trinchera, les gritó a sus hombres que se arrodillaran y que abrieran bien la boca para que la onda expansiva no los reventara por dentro. Un obús alcanzó la enfermería y al instante cayó sobre su brigada una lluvia de sangre, miembros despedazados, bisturíes retorcidos, lancetas, órganos humanos. En ese instante, con los oídos taponados, supo que tenía que salir vivo a cualquier precio, porque el libro que incubaba en su cabeza cambiaría de arriba abajo la historia de la filosofía. Era una creencia irracional, absurda, que no tenía nada que ver con el miedo sino con la certeza de saberse invulnerable. Otros confiaban en crucifijos, amuletos, supersticiones y plegarias; él en el prodigio cristalino de su mente. Pero su mente, cuarteada por el terror, le decía que no había muchas probabilidades de sobrevivir a esa mañana.

El silencio, cuando llegó, estaba lleno de pitidos, de chirridos y de tubos de órgano. Uno de sus hombres le avisó de que le sangraba el oído izquierdo. No tuvo tiempo de interesarse por su herida porque la línea de alambradas, cegada por nubes de pólvora y de humo, ya se había cubierto de siluetas enemigas avanzando. Desde el periscopio que asomaba al borde de la trinchera no se veían más que borrones y manchas en movimiento, una pintura abstracta. Comprobó una vez más que la guerra, en su envoltura física, no era más que un caos de gritos, alaridos, disparos, ruidos y más ruidos. Un capitán trepaba por la escala, soplando por un silbato, animando a los soldados a que lo siguieran, cuando un trozo de metralla lo alcanzó en la boca y roció la trinchera de dientes. Vio cómo un teniente se inclinaba sobre el cuerpo desmadejado, le extraía el silbato de metal de la garganta, lo limpiaba de sangre en el faldón de la camisa y se lo llevaba a los labios. Vio un soldado en cuclillas en el fango, aullando mientras la mierda le resbalaba pantalones abajo. Vio a un oficial enemigo tambaleándose hasta caer de rodillas, el vientre abierto con una bayoneta, limpiando sus propias tripas de tierra. Vio la muerte multiplicada en el fulgor del fósforo, en las humaredas azules, en la labor de carpintería de las ametralladoras sobre la carne humana, en los cadáveres agarrotados sobre el barro. Fue mucho después, entre los despojos de la batalla, recogiendo heridos y moribundos, cuando se le ocurrió la primera proposición de su obra, la semilla inicial que abriría de una vez por todas las puertas del pensamiento humano: "Los hechos poseen forma lógica".

Cain Hernandez (YouTube)

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