Pocos barcos han pasado al imaginario de la historia occidental, casi con la misma importancia de la nave de los Argonautas, como el caso del Titanic, el trasantlántico más grande y lujoso del mundo que el día 14 de abril de 1912 se hundió, víctima del choque de un iceberg en el Atlántico Norte, con 1.500 personas desaparecidas de las 2.200 que llevaba, y que fue objeto de la obsesión de la generación del 14, donde muchos escritores, desde Joseph Conrad a Ernst Jünger, dejaron testimonio de aquella tragedia. Barcos se han hundido a miles, incluso trasantlánticos más grandes que el Titanic y, sin embargo, ha sido éste el que se ha erigido como metáfora de la catástrofe que la naturaleza puede infringir a un objeto que creemos tecnológicamente imbatible. Las razones para ello son múltiples y justificadas pero la mayor incide en el optimismo en el progreso de la época que hizo creer a muchos que esa nave, fabricada con enormes defectos desde nuestro punto de vista actual, era prácticamente indestructible. El fiasco se transmutó en tragedia, y desde entonces es parte de nuestro imaginario, hecho en gran parte de marketing, el otorgar a esa nave toda la inquietud que lleva aparejada la idea de que el progreso no nos libra de lo inexorable representado por el azar, lo imprevisible, aquello no programado.
Titanic, the exhibition, es el título de la exposición que hasta el día 6 de marzo podrá contemplarse en el Teatro Fernán Gómez de Madrid, con más de 200 objetos pertenecientes a pasajeros, sobrevivieron 710, donde abundan las maquetas y los testimonios de muchos de aquellos que lograron, en forma de escritos, dejar constancia de lo que pasó esa aciaga noche de marzo. Musealia es la empresa que ha promovido la exposición y Luís Ferreiro, su director, desea que la empatía del visitante sea la llave que abra la comprensión para que el público actual se haga una idea, aun sea somera, de lo que significó aquella catástrofe mediante la contemplación real de objetos que permitirán al público acercarse a la materialidad de lo que se nos presenta como una angustiosa fantasmagoría.
Esos objetos son, en su mayor parte, fotografías y formidables maquetas del interior del barco pero llama la atención que el visitante puede hacerse la idea de las bajas temperaturas de aquella noche mediante la experiencia real de la temperatura de un iceberg, de cinco metros de alto por dos de ancho, lo que hacía que un cuerpo no aguantase más de quince minutos en el agua sin morir de hipotermia. Entre las maquetas más curiosas pueden señalarse la de un camarote de tercera clase y un pasillo que daba acceso a los más lujosos. El mito ha querido, el cine ha sido para ello el género idóneo, que se creas que los camarotes de tercera clase eran para los desarrapados, los emigrantes que iban a América con una mano delante y otra atrás, y lo cierto es que en los trasantlánticos todo era caro. En aquella época un pasaje costaba una fortuna, de tal manera que un pasaje de tercera costaba alrededor del alquiler de un piso, por lo que éstos estaban reservados a emigrantes, la mayoría profesionales, desde luego, nada ricos, pero tampoco pobres de solemnidad, que se dirigían a Estados Unidos para mejorar sus condiciones de vida. Esto lo recalcó con especial énfasis el comisario de la muestra e historiador, Claes Göran Wetterholm, al que no se le olvidó citar la bicha, es decir, la película de James Cameron, ganadora de 11 oscars, ahí es nada. Para el comisario es la mejor de las muchas que se han hecho sobre el tema pero todo lo que cuenta es rotundamente falso. Algo que no sólo no importa sino que ayuda a dramatizar todo el asunto. El Titanic como metáfora de nuestro naufragio interior. Eso sí es mérito.
Pero si la película donde Jack y Rose se amaban tan apasionadamente, interpretados por Leonardo di Caprio y Kate Winslet con gestos casi definitivos, es una sarta de inexactitudes, es decir, lo que sabíamos, una obra de ficción, ¿qué queda de todo lo que el Titanic nos evoca a través del cine, de las novelas? Todo y nada, fragmentos de realidad que el visitante puede imaginar a su manera. Por ejemplo, la joya que inspiró la película de James Cameron se exhibe, claro, pero es bastante distinta a la de la película. Se encuentran también en la muestra profusión de relojes que marcan la hora fatídica, ahí se pararon, lo que otorga un aire inquietante a esos objetos tan neutros en apariencia. Más emotivas son las cartas que pueden leerse escritas por el primer oficial William Murdoch y, como muestra final, el anillo de la pasajera Gerda Lindell... si en una exposición sobre el Titanic no se exponen joyas estamos perdidos y en esta no hay problema, alguna magnífica se encuentra, lo que da a entender con magnifiencia probada que los ricos que viajaron en el Titanic eran muy ricos.
La muestra es itinerante y ya ha sido vista por más de dos millones de personas. Los responsables de Musealia calculan que en Madrid pueden llegar a los 150.000 visitantes, expectativa nada descabellada si tenemos en cuenta que nada del Titanic parece sernos ajeno, y ello de tal manera que cuando alguien quiere referirse a una catástrofe inminente suele decir que estamos bailando el último baile del Titanic.
Desde luego este navío ha dado para mucho en un siglo y parece que sigue impertérrito en el siguiente. Ay, el mito.