Las mil y una noches de Salman Rushdie

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El escritor Salman Rushdie. / Efe

El problema de Salman Rushdie como escritor es haber publicado Los Versos satánicos porque, para bien o para mal, fue la obra que le determinó.  Perteneciente a la nueva generación de escritores británicos, donde se encuadran nombres como Julien Barnes, Martin Amis o Ian MacEwan, que surgió en la década de los ochenta como necesaria y justa renovación de las letras inglesas, Rushdie conoció un temprano reconocimiento desde su novela Vergüenza, porque un escritor que venía del mundo de las antiguas colonias -pero hombre perfectamente acoplado al Reino Unido y a la tradición de la literatura occidental, pero de un denso calado en las culturas india e islámica- era poco menos que un mirlo blanco para dar esa imagen de un Reino Unido cosmopolita que en sus nuevas hornadas culturales contaban con representantes excelentes de las antiguas colonias. Para colmo Salman Rushdie era autor de calidad y fue capaz -sin la evidente influencia de Cien años de soledad la cosa no hubiera sido posible- de darse a conocer internacionalmente con una novela como Hijos de la medianoche, que formaba una inexpugnable trabazón entre hechos históricos y míticos, algo que bordaba García Márquez, y que no era ajena a la tradición de la literatura anglosajona y, por supuesto, india. Todo era favorable al triunfo de ese tipo de obras. Triunfó.

Y luego se le cruzó Los Versos satánicos y su orden de asesinato que fue revocada después de muchos años y el triunfo literario cambió de signo y se hizo cuestión de estado y la claridad comenzó a enturbiarse pues ya no había manera de distinguir al escritor nato del hombre público, mundialmente conocido pero cuyo conocimiento tenía mucho que ver con una película de espías. Aún recuerdo la voz de la jefa de prensa, Carlota del Amo, llamándome para tener una cita de muy escasas personas con Rushdie en el Hotel Palace, aquello sonaba como un susurro en una novela de Le Carré, con motivo de la presentación de un libro suyo que no era una novela. Luego Rushdie publicó un hermoso libro de memorias, Joseph Anton, donde homenajeaba a Chéjov y Conrad sin disimulo, autores referenciales para él, ya desde el título mismo, un libro que daba cuenta de esos diez años duros de la fatua, un libro escrito con imaginación desbordada y donde muchos esperábamos que algún día se descolgara con una narración que no desmereciera de Hijos de la medianoche.

Ahora, después de muchos años, demasiados para un escritor, Salman Rushdie ha publicado Dos años, ocho meses y veintiocho noches, en Seix Barral, donde intenta recrear de nuevo Las mil y una noches, ya que lo que ha hecho Rushdie para titular ha sido computar de forma tremendamente prosaica el mucho más sugerente título de la recopilación de relatos árabes. No le quedaba otra. El autor se siente feliz después de años sin atreverse con un libro de ficción y parece que la razón es directamente proporcional en este impulso al de la libertad de que goza, una vez revocada oficialmente la sentencia.

Cubierta de la obra.
Cubierta de la obra.

Rushdie vuelve, así, al universo creado por Los Versos satánicos y, sobre todo, por Hijos de la medianoche. Es una novela con elementos tomados del universo indio, persa y árabe y respecto a la combinación de estas culturas, bastante bien trabado y con una coherencia que va mucho más allá de lo sugerente. Con esta novela, los años de sequía de la fatua provocada por Jomeini parecen haber desaparecido y el resultado, después de ese Joseph Anton memorístico, resulta más que sugerente para trasnformarse en espléndido, ya que los recursos que emplea en esta novela el autor, amén de desaforados, son muy inteligentes desde un punto de vista de estructura literaria. Que Rushdie adora a García Márquez ya lo hemos dicho, pero lo que llama la atención es la perdurabilidad de esa pasión, y ello se nota en esta novela que pretende en cierta manera dar alas actuales al clásico oriental, que es plenamente árabe pero cuyo origen es persa e indio.

Por haber en la novela hay de todo, ya que transcurre en once siglos, desde la España del Al Andalus de Averroes -hay multitud de referencias a la España de la época, que no era España, sobre todo hay referencias a la ciudad cordobesa de Lucena-; hay, por haber, incluso, un dibujante de cómics que se transforma en superhéroe; hay djins, esos demonios orientales tan pródigos en Las mil y una noches, que en la batalla de la luz y las tinieblas, dan lugar a la Era de la Extrañeza, donde estamos hoy, y Rushdie no se inhibe a la hora de recordarnos que el puritanismo es lo único capaz de acabar con la felicidad humana. El libro está traspasado de humor, pero lo que conmueve es la historia del viejo, decrépito, proscrito Averroes, víctima de los fanatismos de su tiempo y nombre señero de la cultura árabe, hombre que intentó aunar fe y razón, creencia y ciencia, en contraposición al persa Al Ghazali, que se obsesionaba con encontrar la incoherencia en los pensadores que la religión parecía no tener, tanta era su sagrada condición.

No hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que la trasposición Averroes-Al Ghazali tiene que ver, once siglos despues, con su propia experiencia vital. Averroes-Salman Rushdie, destinos similares, aunque creo que aquí la metáfora juega a favor de Rushdie, que le ha tocado vivir tiempos más felices. Por otro lado, hay que decir que Goya es otro de sus artistas más gozosos, y que aparte de Averroes y Goya, Rushdie admira a Buñuel y siente un especial afecto por su amigo Antonio Muñoz Molina. Desde luego los vínculos con nosotros no son escasos, pero hay más, y es que son intensos y sentidos. La herencia de García Márquez le viene desde joven.

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